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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (103 page)

El niño aguardó a que su madre asintiera con una inclinación de cabeza y un gruñido para decir, tímido pero complacido:

—Sí, emsaio Thorn.

Así, al día siguiente, muy ufano, el pequeño Frido me acompañó por la ciudad de Pomore, aunque no había mucho que ver, ya que es un simple centro de comercio y embarque de productos procedentes de otros lugares; el producto propió de Pomore es el ámbar y Frido me acompañó a varios talleres en donde lo transformaban en dijes, hebillas y fíbulas.

Frido era un buen guía y un muchacho sencillo y no pretencioso como su madre; libre de su influencia, era un niño cualquiera, listo y alegre, hasta que se le mencionaba a la reina. Cuando le pregunté si era por ella por lo que no había ido con su padre el rey, puso cara triste y balbució:

—Madre dice que soy muy pequeño para ir a la guerra.

—Madre amor —musité para mis adentros, recordando cosas que me hicieron reír por haber pronunciado aquel nombre—. Frido, he conocido diversas madres —seguí diciendo—, pero yo nunca la tuve, así que quizá no tenga derecho a juzgar. En cualquier caso, creo que la guerra es asunto de padres e hijos, no de madres.

—¿Luego crees que no soy pequeño para ir a la guerra?

—Pequeño para combatir quizá sí, pero no para asistir a ella. Algún día serás hombre y todo hombre debe tener experiencia de la guerra. Sería una lástima que ésta fuese la única que se produjese durante tu vida y no pudieras verla. Pero sólo tienes nueve años y seguramente que se te presentará otra ocasión. Entretanto, Frido, ¿con qué cosas de hombre te diviertes?

—Pues… me dejan jugar con los otros niños de palacio con tal de que respeten mi condición y no se excedan en la suya. Me dejan montar a caballo, solo y sin criados, pero sin galopar; puedo andar solo por la playa y coger conchas, pero sin meterme en el agua. Tengo una estupenda colección de conchas —

añadió sin entusiasmo, al ver que yo le miraba.

—Ah, ya —comenté yo.

Seguimos un rato en silencio hasta que él inquirió:

—¿Y tú con qué te divertías, emsaio Thorn, cuando tenías mi edad?

—A tu edad… veamos… no tenía caballo; ni había playa. Y la mayor parte del tiempo la pasaba trabajando mucho. Pero había una cascada y una gruta, y dentro de la gruta descubrí cavernas y túneles que se internaban en la tierra y que fui explorando. Trepaba a los árboles, hasta a los más difíciles, y, una vez, en lo alto de uno, me encontré cara a cara con un glotón al que maté. Frido clavaba sus ojos en mí, unos ojos que brillaban de admiración, de envidia, de melancolía.

—Qué suerte no haber tenido madre —musitó.

Como me interesaba ganarme la confianza de la reina Giso, regresé con el niño a palacio antes de que anocheciera. Ella nos aguardaba afuera, a pesar del frío, rodeada de la guardia, tan impaciente como cualquier madre que ha dejado a su pequeño en manos de otro. Noté que se tranquilizaba al vernos llegar, y accedió sin muchos reparos a que Frido volviese a salir conmigo al día siguiente. Me complació que me diese permiso y también me gustó advertir que no me había mentido al decirme que todos los varones rugios útiles habían marchado con su esposo, pues vi que todos los guardias de palacio, igual que los funcionarios del puerto que había conocido, eran hombres viejos y gordos poco gallardos. El príncipe y la reina fueron a cenar y yo me retiré a mis aposentos. La cena consistió también en varios platos diversos, pero todos de pescado, y de una sola especie: esta vez bacalao. En días sucesivos, Frido y yo hicimos excursiones más largas, ya a caballo y por la orilla de la costa del ámbar. El caballo del príncipe era un recio bayo castrado, aunque no tan bueno como el mío, y el niño montaba bien incluso a galope tendido, pues yo se lo consentía — emvái, le animaba a hacerlo— siempre que no había ningún testigo que pudiera informar a palacio. Frido montó mucho mejor después que yo le ayudara a hacerse unos estribos de cuerda como los míos. Una mañana, cabalgábamos hacia el Este por la playa y otra hacia el Oeste, pero siempre a media jornada de Pomore, y a mediodía regresábamos a palacio para que él llegara a tiempo de comer con su madre. Y esperaba que comieran mejor que yo, pues a mí seguían dándome un día arenques y al otro bacalao, cosa de la que no podía quejarme en mi condición de huésped, pero me resultaba curioso.

Tampoco podía quejarme a nadie de que la costa del ámbar me pareciera mucho menos atractiva de lo que su nombre sugiere; la playa, como he dicho, es toda de arena y en verano, cuando menos, habría resultado agradable de no ser por el constante viento norte. Pero aquella playa tiene el gran inconveniente de hallarse en el golfo véndico del mar Sármata. Yo ya conocía otros mares importantes —el Propontís y el Euxino— y había disfrutado con la vista, pero no creo que a nadie pueda agradarle la vista del mar Sármata, que desde la orilla hasta el horizonte es de un gris triste sin ribete alguno de espuma blanca en la playa.

Aquellos días en que Frido y yo cabalgamos por las orillas del golfo, el tiempo se fue haciendo cada vez más frío, y los vientos más inclementes, la costa del ámbar me resultaba cada vez más fea. Aguas arriba desde Pomore, el río Viswa estaba ya cubierto de hielo, y más al Norte, incluso el mar se hallaba helado y las aguas grises comenzaron a traer a la playa trozos de hielo grisáceo. Empero, el príncipe y yo disfrutábamos con nuestras excursiones; él, sin duda alguna, por quedar libre unas horas del rigor de su madre, y yo porque aprendía cosas. No todas ellas eran aprovechables para mi compilación histórica, pero algunas eran interesantes. Por ejemplo, Frido me llevó a la franja de tierra que los campesinos eslovenos llamaban emnyebyesk povnó, «tierra azul» (aunque más que azul era de un verde claro), en la que más frecuentemente se hallan los terrones y trozos de ámbar natural; Frido hizo de intérprete de un modo inmejorable cuando pregunté a uno que paseaba por la orilla, y él mismo me dio útil información, y más aún cuando me aclaró por qué me daban una comida tan monótona en palacio.

—De todos los mares de la tierra —me dijo— el Sármata es el menos salado; no hay corrientes que muevan y limpien su sal, que está llena de partículas de otros materiales. Su agua es muy fría aun en verano, y en invierno se hiela de tal modo que un ejército puede caminar por el hielo hasta Gutalandia en el Norte; por todo ello, los pescadores dicen que en el mar Sármata no se crían ostras ni pescado de profundidad, y, efectivamente, el único pescado que merece la pena capturar y comer es el arenque y el bacalao.

Así que, dije para mis adentros, el mar estaba esquilmado y la tierra era arenosa y yerma. Volvía a hallarme en un lugar en el que los godos primitivos, comprensiblemente, no habían querido quedarse. No podía por menos de preguntarme por qué los rugios, que habían llegado después, habían tardado tanto en cansarse de la costa del ámbar, decidiendo buscar mejores tierras al sur. Pero había otra cosa en lo que Frido decía que me interesaba más.

—Me has hablado de un lugar llamado Gutalandia —dije. — emJa, una gran isla lejana, al norte. De allí vinieron los godos hasta estas costas en los tiempos míticos de la antigüedad. Los antepasados de mi madre, del mismo modo que los de mi padre, llegaron de una isla del oeste llamada Rugilandia.

—Creo que he oído hablar de Gutalandia, y debe ser la misma isla que llaman Skandza —dije yo.

— emAj, todo lo que está lejos se llama Skandza —replicó Frido, con un amplio gesto que abarcaba el horizonte de Este a Oeste—. Las tierras de los daneses, los svear, los fenni, los litva, todos los pueblos que viven más allá de este mar. Pero las diversas partes de Skandza tienen distintos nombres. Así, Rugilandia, patria de los rugios; Gutalandia, patria de los…

—¿Y sigue habitada Gutalandia? —le interrumpí impaciente—. ¿Hay aún descendientes de los godos? ¿Van allá los barcos pomeranos?

—Sí que van allí nuestros barcos, pero creo que hay poco comercio —contestó no muy seguro.

—Vamos a hablar con el patrón de un barco mercante.

Lo hicimos, y afortunadamente el patrón era un rugió, lo que significaba que se había tomado la molestia de aprender la historia del lugar que habitaba, cosa que no habría hecho un esloveno. Frido me tradujo lo que decía:

—Hay pruebas de que Gutalandia era en épocas pretéritas un gran centro de comercio naval. Actualmente, cuando cambiamos dinero allí, a veces nos dan unas extrañas monedas, romanas, griegas y hasta cretenses. Pero el comercio y la prosperidad debieron cesar al marchar los godos, pues desde aquellos siglos la isla no ha tenido importancia. Ahora habitan allá una cuantas familias de campesinos svear que llevan una vida miserable cultivando cebada y criando un ganado de piel amarilla; seguimos comprándoles la cebada para hacer cerveza y las curiosas pieles. Sólo conozco una mujer goda, pero es muy vieja y está muy loca.

—De todos modos —dije—, quiero comunicar a mi rey que he visitado ese lugar. ¿Me llevarías allí?

—¿Ahora, que está helándose el mar? emNi.

—Mi rey hará que se pague debidamente a ti y a tu tripulación por los peligros que pueda haber —

insistí—. Y él no paga con monedas antiguas sin valor.

—Peligro no hay —replicó el patrón—, sólo incomodidades y esfuerzo en vano. Cruzar el mar Sármata en pleno invierno para ver una isla miserable es una tontería. emNi, ni, no me vendo.

—Pues se te ordenará —terció Frido, sorprendiéndonos a mí y al patrón con su aire autoritario—. Yo, tu príncipe, también quiero ir allí. Nos llevarás.

El patrón refunfuñó, se defendió y protestó, pero no podía negarse a una orden real. El príncipe le dijo con gran firmeza que estuviese preparado para cuando volviésemos, y con ésas nos despedimos. Por el camino hacia palacio, dije:

—Frido, emthags izvis, por tu intervención como príncipe; pero sabes que tu madre no te dejará hacer ese viaje.

—Ya veremos —contestó él con gesto taimado.

Giso dijo que no en todas las lenguas que hablaba: gótico, germánico rugió y esloveno kashube.

— em¡Ne! ¡Ni! ¡Nye! Frido, estás loco pidiéndome hacer ese viaje.

—El patrón del barco dice que no hay peligro, señora; únicamente el frío —aduje yo.

—Bastante peligro es el frío. El príncipe heredero no puede correr el riesgo de enfermar.

—Si va bien abrigado con pieles…

—Desistid, mariscal —me espetó—. Bastante he cedido en mis atribuciones maternas dejándoos viajar al aire libre con mi hijo por todo el país. Pero eso se ha acabado.

—Señora, mirad al muchacho; ahora está más rubicundo y fuerte que cuando llegué —añadí, suplicante.

—Ya os he dicho que se acabó.

Yo no podía desobedecer, pero Frido sí.

—Madre —dijo—, le he dicho al patrón que iría. Le ordené que nos llevase. No puedo volverme atrás en una decisión real ni anular la orden.

La reina palideció. Y comprendí por qué Frido había hecho aquel gesto taimado, pues había recurrido a la estratagema para vencer la voluntad de una mujer como aquélla, que continuamente le repetía que tenía que mantener su «alcurnia» y que todo el mundo debía acatar su voluntad, y ahora ella misma no podía desautorizarle; la madre del príncipe heredero de los rugios no podía impedir que cumpliera su palabra, pues afectaba a su propia vanidad de reina. Así, aunque no fue una fácil victoria, Frido se salió con la suya. Giso hizo toda clase de aspavientos, protestando y hasta llorando, pero al final su vanidad real prevaleció sobre su maternal desvelo.

—¡Vos seréis responsable! —me dijo, gruñendo—. Hasta vuestra llegada, Frido era un hijo sumiso y obediente, y vos le habéis socavado el respeto filial por su madre. Os prometo que ésta será la última vez que os acompaña.

Vociferó para que acudieran criados y les impartió órdenes, malhumorada, para que hiciesen los preparativos y el equipaje con todo lo que el príncipe pudiese necesitar en el viaje. Luego, volvió su rostro hacia mí, con aquellos dientes y encías protuberantes, y pensé que iba a responsabilizarme de la vida del niño durante el viaje, pero esto fue lo que me dijo:

—Cuatro de mis más fieles guardias de palacio os acompañarán, y no sólo para proteger a Frido, sino que les ordenaré que en ningún momento os dejen a solas con él para que no le inculquéis vuestros sediciosos conceptos de rebeldía. Cuando concluya el viaje, abandonaréis el país, mariscal. Pero si Frido muestra el menor signo de desobediencia, os marcharéis con la espalda deshecha a latigazos. ¿Está claro?

No me atemorizó gran cosa la amenaza, pues no pensaba dejarme azotar; pero, en honor a la verdad, tuve que admitir que me lo merecía. Pues pensaba pecar, no contra las leyes godas del parentesco, sino, lo que era peor, contra la ley universal de la hospitalidad.

CAPITULO 12

El patrón del barco, todavía renuente a hacer la travesía, nos recibió enfurruscado y con reparos. Creo que habría inventado alguna excusa en el último momento para impedir el viaje —y hasta habría sido capaz de perforar el casco— de no ser porque la reina Giso nos acompañó al muelle y en un abrir y cerrar de ojos se puso tan insoportable con todos, que el mar Sármata resultó una alternativa mucho más agradable que Pomore. Así, el patrón alzó las manos impotente, puso a sus hombres a los remos y zarpamos.

El barco era un navio mercante amplio de popa redonda, muy parecido a los que yo había visto en el Propontis, aunque no tan grande; tenía dos mástiles, pero, naturalmente, no desplegó las velas pues habrían sido un inconveniente puesto que navegábamos en contra del viento norte, por lo que avanzábamos a fuerza de remos; como había un solo banco a ambas bordas, el navio avanzaba tan despacio que daba la impresión de que aquel mar era tan «espeso» como me había dicho Frido. Salvo por el frío brutal, el viaje por mar no me resultó muy distinto a la navegación en un emtomus de pesca en las aguas no menos sombrías del lago Brigantinus.

Empero, el pequeño Frido estaba encantado y excitado por aquel su primer viaje marítimo y yo me congratulaba, pensando en mi primera navegación, cuando fui con Wyrd en barca por el río Rhenus. Cuando perdimos de vista la costa del Ámbar, el patrón recobró el ánimo al verse en alta mar y poco a poco fue cediendo su malhumor y se volvió amigable. Desde luego que tanto él, como yo y Frido, cuando nos cansábamos de holgazanear en cubierta mirando las aguas grises —cosa que no tardó en suceder—

podíamos retirarnos a nuestros camarotes a popa. Los cuatro guardias impuestos por Giso también se

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