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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (106 page)

Estaba satisfecho de que nuestra fuga fuese saliendo bien y daba las gracias a la diosa Fortuna o a quien hubiese dispuesto tan casualmente la presencia de Maghib para que nos ayudara. La cólera de la reina Giso sería, por supuesto, como la erupción del Vesuvius, pero yo ya estaría bien lejos con su hijo y no había nadie en quien pudiese tomarse represalias; el patrón del barco no habría hecho más que cumplir las órdenes del príncipe y tenía testigos, igual que los cuatro pobres guardias. Maghib habría estado aguardando mi llegada, igual que la reina —y sirviendo a la reina en su propio lecho—, por lo que difícilmente podría ella sospechar su complicidad en la argucia; Maghib, incluso podría apaciguar la cólera de la dama (sonreí al pensarlo) ejerciendo con su nariz, por así decir. A menos que (al pensarlo, dejé de sonreír) la reina Giso fuese dada a morder con aquellos dientes tremendos. Hasta que no estuvimos en los arrabales dispersos de Pomore no volví a dirigir la palabra a Frido.

—A partir de ahora, muchacho, a galopar lo más rápido posible. ¡Adelante!

El largo viaje por tierra transcurrió sin incidentes por lo que a mí atañía, pero cada milla y cada jornada eran una apasionante aventura para el joven príncipe, por el simple hecho de que todo lo ajeno al palacio de Pomore era una novedad para él. Nunca había cruzado un río y nosotros tuvimos que vadear muchos, ni había subido a una montaña y no fueron pocas las que ascendimos; nunca había precisado de cazar, poner trampas ni pescar para comer y yo le enseñé. Y aprendía rápido, incluso a cazar piezas menores con el emslinthr que yo había adoptado de las amazonas. Salvo por el hecho de que no existía mucha diferencia de edad, me sentía en una situación muy parecida a la del viejo Wyrd, haciendo de mentor y tutor del inexperto muchacho que él llamaba «cachorro», pues yo le enseñaba a Frido las mismas artes de la vida en el bosque para que aprendiese a reconocer plantas comestibles incluso en pleno invierno, a encender fuego en días soleados con un trozo de hielo, a cómo servirse de la piedra de sol en los días nublados para orientarse…

La piedra de sol nos resultó inestimable para mantener la ruta que consideraba yo la más corta hacia las provincias romanas, la dirección recta hacia el sur; naturalmente que hubimos de desviarnos de ella en ocasiones, cuando era más fácil rodear obstáculos que cruzarlos con fatiga. Ante las poblaciones que encontrábamos en nuestro camino yo daba un rodeo para evitar el tener que responder a las preguntas que

la gente del campo suele plantear, pero dimos con pocos sitios habitados, y, después de dejar atrás el río Viswa, apenas vimos gentes.

La ruta directa al sur nos llevó por fin a la civilización en la gran curva del río Danuvius. O, más bien, nos llevó al linde de la civilización, porque no había signo alguno de ella más que las ruinas de la antigua ciudad castro de Aquincum, que yo ya conocía de antes. Pero estábamos en la provincia de Valeria y esto excitaba al príncipe Frido —pues era la primera vez que pisaba el imperio romano— tanto como las otras novedades del viaje. Advertí que el hielo del río comenzaba a resquebrajarse, lo que quería decir que la primavera estaba próxima, por lo que apresuré el ritmo del viaje, aguas abajo del Danuvius, sin abandonar la dirección sur.

Alcanzamos la base naval de la flota de Panonia en Mursa, y, mientras Frido paseaba maravillado, mirando a los primeros romanos que veía, me presenté al emnavarchus de la flota y le entregué mi credencial de mariscal firmada por su comandante en jefe. Inmediatamente se puso a mi disposición para lo que necesitara, y lo primero que le pregunté fue qué noticias tenía de la guerra u otros hechos en Moesia Secunda. No había estallado la guerra, me dijo, aunque parecía inminente, pero nada tenía que comunicarme salvo acontecimientos rutinarios. Tras lo cual, le pedí tinta y pergamino y me senté a escribir un mensaje, que rogué al emnavarchus enviase mediante el dromo más veloz a la Puerta de Hierro para que desde allí la flota de Moesia lo llevase con su dromo más rápido al rey Teodorico en Novae. El emnavarchus envió el documento río abajo antes de que Frido y yo nos reclinásemos a la mesa (era nuestra primera colación civilizada bajo techado) en el emtriclinium del puesto de mando. En mi mensaje a Teodorico no había despilfarrado palabras contándole mis aventuras y descubrimientos, sino que le explicaba, sucintamente, que había actuado como «Parmenio» en tierras de los rugios y, en esencia, le decía: «Rehuye enfrentamiento con Estrabón y sus aliados hasta que llegue yo. Traigo un arma secreta.»

CAPITULO 14

Cuando zarpamos en la barcaza hacia Novae, había desaparecido el hielo de los árboles de la ribera que ya comenzaban a brotar. Como el Danuvius discurría cerca de mis propiedades, antes de llegar a la ciudad desembarcamos allá y alojé al príncipe en mi finca, diciéndole:

—Acomódate a tus anchas mientras yo voy a ver dónde está acampado tu real padre. Los criados me recibieron con grandes muestras de alegría después de tanto tiempo lejos y sus mujeres acogieron encantadas y maternales al pequeño emfráuja que les encomendaba, y el propio Frido profirió exclamaciones de asombro al ver que mi casa era más grande que el palacio en que él había crecido; le dejé instalado en sus aposentos y, sin bañarme ni cambiarme de ropa, cabalgué sin detenerme hasta el palacio de Teodorico.

Pensaba que el rey pudiera estar con sus tropas, pero el anciano Costula, dándome alborozado la bienvenida, me dijo que se hallaba en palacio e inmediatamente me condujo a su presencia. Encontré a mi amigo con mejor aspecto regio que nunca; le vi más robusto —de músculos, no de grasa—, la barba se le había espesado y parecía más tranquilo. Lo que no impidió que nos abrazásemos con afecto, saludándonos e inquiriendo mutuamente por nuestra salud. Luego, me dijo así:

— emSaio Thorn, he seguido tu consejo y no he librado batalla, pero te confieso que me impacienta esta espera. Habría preferido caer sobre el enemigo sin darle oportunidad alguna de elegir lugar y fecha.

—Ahora podrás hacerlo —dije yo, explicándole el arma que había traído y lo que le aconsejaba hacer—. El muchacho cree que le voy a llevar con su padre, y, en cierto modo, eso voy a hacer. Empero, comprendo que mi plan tal vez resulte en que no haya combate, lo cual puede que te desagrade! Recuerdo muy bien que decías que no te preocupa buscar la paz, sino emmith blotha.

Toedorico sonrió al evocarle aquel recuerdo y me sorprendió al verle menear la cabeza.

—Sí que solía hablar gustoso de sangre, emja, cuando era un guerrero entre guerreros, pero, ahora que soy rey, cada vez comprendo mejor lo conveniente que es no desperdiciar inútilmente soldados. A ellos puede desagradarles, pero no pienso renunciar a la estrategia de obtener una victoria incruenta y rápida. Thorn, te doy mi enhorabuena de todo corazón y mis sinceras gracias por traernos el arma con la cual lograrlo. —¿Dónde está ahora Estrabón? —inquirí. —En la otra orilla del Danuvius, a un día de caballo en dirección norte, cerca del pueblo llamado Romula. Según mis emspeculatores, ha puesto a Romula bajo tributo para que le aprovisionen de vituallas y se surte de agua de un río cercano; durante el tiempo que tú

has estado por esos mundos ha ido reuniendo tropas de sus antiguos partidarios o de los que siempre han estado con él; restos de los sármatas a quienes derrotamos tiempo ha y otras nacionalidades, tribus dispersas de gau o de sibja a las que ha convencido para que entren en sus ambiciosos planes de grandeza. Sus tropas más numerosas, como debes saber, son los rugios del ambicioso Feva —hizo una pausa para reír—. Pese a todo, tengo que reconocer que mi primo Triarius tiene su mérito, pues, aun mutilado como está y reducido a la condicióm de cerdo, ha logrado convencer a toda esa chusma sin dejarse ver.

—Y evidentemente, sin que ninguno se diera cuenta de que la empresa está condenada —añadí

yo—. Estrabón lleva las de perder, pues, aparte de tu ejército, podrías lanzar sobre él todas las legiones de las fortalezas del río.

—Desde luego. Y el emperador Zenón me ha ofrecido otras tantas del imperio oriental. emJa, mi primo sabe muy bien que ésta es su última baza, por eso no ha lanzado aún el ataque. Espera que por el simple hecho de complicar la situación y amenazar más esta vez, pueda obtener concesiones. Un territorio para los ostrogodos que le siguen siendo fieles, una porción de poder, y nada para esos aliados suyos, sin que le preocupe su decepción después de haberse valido de ellos. Teodorico volvió a reír y me dio una amigable palmada en la espalda.

—¡Bien, vamos a desbaratar sus planes! —dijo, abandonando el salón del trono y dando órdenes a un paje.

Al poco llegaron los comandantes militares, algunos de los cuales yo ya conocía, y a quienes el rey dio someras instrucciones.

—Pitzias, comienza a pasar las tropas al otro lado del Danuvius. Ibba, que tus centuriones dispongan las tropas en orden de combate a tiro de arco de Romula. El enemigo se apresurará a formar también en orden de combate, por lo que tú, Herduico, tomarás bandera blanca para comunicar a Estrabón que deseo parlamentar antes de entablar batalla. Dile que asista también el rey Feva. Yo y mis mariscales Soas y Thorn estaremos en las afueras de Romula antes de que todo esté dispuesto. Id y cumplidlo.

¡Habái ita swe!

Todos saludaron gallardamente y abandonaron el salón, al tiempo que Teodorico me decía:

—No quiero entretenerte, Thorn. Sé que estarás deseando sumergirte en una terma caliente y cambiarte de ropa; pero tengo ganas de oír el resultado de tu misión histórica. Ven esta noche a emnahtamats y charlaremos tranquilos. Trae al príncipe Frido, si quieres.

— emNe, no confundamos al niño. Él cree que he ido a ver a Teodorico Estrabón, y difícilmente puedes hacerte pasar por él sin hacerte el bizco. Frido está contento en mi casa, bien servido y bien protegido. Con tu permiso, le mantendré alojado allí hasta que salgamos para Romula. Regresé a mi finca y el resto del día lo pasé deleitándome en un baño caliente, luego vestí mis mejores galas de Thorn y, camino de palacio, me detuve en mi casa de Novae para asegurarme de que seguía intacta y dejar en ella las pertenencias de Veleda que había transportado por todo el continente. En el emtriclinium de palacio, con una comida tan excelente como el vino, conté a Teodorico mis aventuras desde el día de mi marcha. Le relaté la verdad en términos generales, por mucho que contradijese las antiguas canciones y otros encarecidos mitos, leyendas y fábulas. Empero, para no propiciar demasiadas preguntas por su parte, resumí lo más posible los motivos por los que un tal Thor se me había unido inesperadamente procedente de las tierras de los visigodos, e igualmente abrevié las circunstancias por las que esa persona y la cosmeta palaciega Swanilda, se «habían enemistado»; le hablé

de las gentes que había encontrado, de los nombres de los pueblos poco conocidos de los que había tenido noticía o había visto, y le relaté todas las curiosas costumbres y hábitos que me habían contado o que yo mismo había presenciado.

—En cuanto a nuestra historia, la de los godos, parece que se remonta a las nieblas de los tiempos, cuando la antigua familia de los dioses, llamada el Aesir, designó a uno de sus miembros para engendrar a los pueblos germánicos. Éste fue Gaut, desde luego menos que un dios, pero más que un rey; de las numerosas naciones que de él descienden sólo los godos han conservado su nombre, aunque también perdura en los vocablos que significan «bueno» en los dialectos del antiguo lenguaje.

—Pues es cierto —musitó Teodorico, agradablemente sorprendido—. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—El primer nombre de mortal que he localizado en la historia de los godos —proseguí— es el del rey Berig, que mandó los barcos que trajeron a los godos desde Gutalandia. Luego, después de establecerse en las tierras del golfo Véndico, no sé cuanto tiempo, fue el rey Filimer quien inició la larga migración hacia el sur, atravesando el continente. Por experiencia y por las observaciones que he hecho, puedo decirte una cosa, Teodorico. He visto la isla de Gutalandia y la costa del Ámbar y las demás tierras en que vivieron o se detuvieron los godos, y puedo afirmar que entiendo por qué dejaron o no se quedaron mucho tiempo en ellas. Me alegra de todo corazón —y tú también debes congratularte— de que nuestros antepasados fuesen expulsados de las bocas del Danuvius, pese a que debieron encontrar bastante habitables esas marismas; lo cierto es que esa región les gustaba tanto que se volvieron blandos, complacientes y apáticos. Por eso, según me dijeron —y lo creo—, los hunos les hicieron un gran favor obligándoles a dejar aquellas tierras del mar Negro antes de que se hubiesen extinguido por decadencia como los escitas, o degenerasen en una raza de mercaderes sin relevancia.

—Estoy de acuerdo —dijo Teodorico, alzando su copa y dando un buen trago.

—Volviendo a la secuencia de reyes —dije yo—, a partir de Filimer existe una notable confusión de nombres, fechas y orden sucesorio —conforme hablaba, iba consultando las notas que había tomado durante el viaje, pues había llevado a palacio los pergaminos, tablillas de cera y hasta las hojas de árbol en que había ido recopilando los datos—. Para empezar, la lista de reyes la he hecho al revés, por así

decir, pues conforme viajaba hacia el norte retrocedía en el tiempo.

Le leí los numerosos nombres y él asintió con la cabeza al escuchar algunos, pero en casi todos arqueaba las cejas, dando a entender que era la primera vez que los oía.

—De vez en cuando —comenté—, se reconoce un nombre visigodo o gépido. Uffo, que sería un gépido, y Hunuil, que sería un visigodo. Otros son claramente ostrogodos, como Amal el Afortunado y Ostrogothe el Paciente. Pero hay muchos que son difíciles de identificar, y aún no he podido establecer en qué momento de la historia se produce en el linaje amalo la divergencia de las ramas que constituyen tu familia y la de Estrabón… ni tampoco la de la familia de la despótica y dentona reina Giso.

—Comprendo lo difícil que es —dijo Teodorico—. Realmente no se pueden confirmar esos nombres y reinados hasta la historia más reciente.

— emJa —dije yo—, hasta que llegamos a ese rey Ermanareikhs a quien daban el sobrenombre godo equivalente al de Alejandro Magno. Si realmente se suicidó desesperado por haber sido expulsado de sus tierras por los hunos, debió ser hacia el año 375 de la era cristiana.

—Le comparaban con Alejandro, ¿eh? —musitó Teodorico.

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