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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (59 page)

Yo me removí y mi madre se sacudió para zafarse de Marshal.
Maldita sea, Takata. Lo siento
. Trent era un cabrón y me iba a encargar de que pagara por lo que nos estaba haciendo.

—El hombre que la crió era un humano —dijo mirando fijamente a Mi­nias—. Lo descubrí cuando recurrió a mi padre para que le encontrara una cura. Tengo su historial médico, pero no aparece ningún nombre. No tengo ni idea de quién es.

Keasley y Marshal parecían sorprendidos al descubrir que mi padre no era un brujo, pero yo entreabrí la boca maravillada. ¿Trent había… mentido? Mi madre dejó caer los brazos aliviada y yo me eché atrás hasta tocar el muro de siempre jamás y apoyé la mano intentando sobreponerme. No se lo había dicho. Trent había mentido a Minias.

El demonio me miró y luego apretó con más fuerza la muñeca de Trent.

—¿Y quién es su verdadero padre? —preguntó.

La mirada de Trent se volvió aún más desafiante.

—Pregúntale a ella —dijo haciendo que mi corazón volviera a latir de nue­vo—. Ella lo sabe.

—No es suficiente —dijo Minias consciente de que mentía—. O me lo di­ces… o serás mío.

Mi miedo se duplicó. ¿Esperaba que lo soltara así como así solo para salvarle el culo?

—Ese tipo está vivo —dijo Trent con el mismo brillo desafiante en sus ojos—. Y la madre de Rachel también. Los hijos de Morgan sobrevivirán llevando en sus genes la habilidad para prender magia demoníaca. Y yo puedo hacer más como ella. —En ese momento esbozó una desagradable sonrisa—. Y ahora suéltame.

Minias se me quedó mirando, soltó la muñeca de Trent y dio un paso atrás.

—La marca se queda como está.

Ceri lloraba en silencio y mientras las lágrimas recorrían lentamente sus mejillas observó como Trent recuperaba la compostura. ¿Acababa de asegurarlo Trent que en unas pocas generaciones dispondrían de una cosecha de brujos altamente deseables para utilizarlos como familiares? ¿Unos que podrían invocar sus maldiciones para no tener que hacerlo ellos mismos? Que Dios me ayude. Era un canalla. Un maldito canalla. Había puesto marcas demoníacas en mis hijos potenciales incluso antes de que nacieran.

Sin moverme de donde estaba, intenté reprimir mis ganas de estrangularlo. Había salvado a Takata solo porque había descubierto una manera mejor de hacerme daño.

—¿Podemos irnos ya? —pregunté odiándolo con toda mi alma.

Minias asintió y Trent dio un paso atrás. El elfo colocó el círculo interior para atraparlo y, cuando Ceri bajó el suyo, se retiró y se situó junto a nosotras. El olor a ámbar quemado se me pegó a la garganta y Trent apestaba. Consciente de que el círculo de Trent desaparecería apenas nos marcháramos, Ceri restableció el segundo círculo alrededor de Minias.

El subir y bajar de las franjas de energía estaba haciendo que me mareara. Minias sonrió desde detrás de los dos arcos de realidad, como si no le importara quedar atrapado en un pequeño círculo durante trece horas hasta que el sol del amanecer lo liberara. Las palabras de Trent le debían haber producido una satisfacción infinita.

Recogí mi macuto y me preparé. Miré alternativamente a Ivy y a mi madre, y sentí que el corazón iba a salírseme del pecho. De un modo u otro, iba a estar de vuelta muy pronto. Después, Trent y yo íbamos a tener unas palabritas.

—Ten cuidado —dijo mi madre. Yo asentí con la cabeza y agarré con fuerza las asas de la bolsa de tela.

Y entonces Trent tocó una línea y pronunció una palabra en latín.

Mis pulmones se vaciaron de golpe y sentí que me caía. Parecía como si la maldición me hubiese reducido a un puñado de pensamientos cortados en mi­núsculos pedacitos y que se mantenían unidos entre sí gracias a mi alma. Un cosquilleo recorrió mi cuerpo y mis pulmones se recuperaron y se llenaron de un aire áspero y arenoso.

Solté un grito ahogado justo en el momento en que mis manos y mis rodillas golpeaban el suelo cubierto de hierba y la gorra se me caía. A mi lado pude oír a Trent dando arcadas.

Tambaleándome, me puse en pie, tragué saliva para librarme de la sensación de náusea, y miré el cielo rojizo y la hierba larga por entre mis rizos ondean­tes. Deseaba darle una patada a Trent por haber puesto a mis futuros hijos en el radar de los demonios, pero supuse que podía esperar hasta estar segura de tener un futuro.

—Bienvenido a la madre patria, Trent —susurré rezando porque todos es­tuviéramos de vuelta en casa antes del amanecer.

26.

Temblando, busqué a tientas la cremallera de la bolsa de tela para sacar el mapa y poder orientarme. Hacía frío, y cuando el viento ácido me apartó el pelo de la cara, me bajé la gorra y escruté la imagen de un oscuro páramo iluminado tan solo por un cielo rojizo. No me hubiera sorprendido ver las ruinas de mi iglesia, pero allí no había nada, tan solo un puñado de árboles raquíticos y arbustos contrahechos que se alzaban entre los montículos de hierba seca. En el lugar donde debía encontrarse Cincy, se divisaba una bruma carmesí que provenía de la parte inferior de las nubes, pero allí, a aquel lado del río seco, predominaba una funesta vegetación.

Trent se limpió la boca con un pañuelo y lo escondió bajo una roca. La luz rojiza hacía que sus ojos parecieran negros, y no era difícil adivinar que no le gustaba el empuje del viento. No obstante, no parecía tener frío. El muy cabrón nunca tenía frío, y aquello estaba empezando a fastidiarme.

Entrecerrando los ojos, me metí un mechón de pelo detrás de la oreja y me concentré en el mapa. El aire apestaba y el olor a ámbar quemado se me pegaba a la garganta. A Trent le dio tos, pero rápidamente intentó sofocarla. La gabardina de David se me pegaba a los tobillos y me alegré de haberla traído para poder tener algo que se interpusiera entre mi cuerpo y aquel aire grasiento. Estaba oscuro, pero las nubes que reflejaban la luz de la distante ciudad derruida le confería al paisaje un aspecto enfermizo, como el del cuarto oscuro de un fotógrafo.

Con los brazos rodeándome el estómago, seguí la mirada de Trent hacia la distorsionada vegetación intentando decidir si las rocas que se escondían entre la maleza eran tumbas. En medio de los árboles había un gran montón de rocas derruidas. Con mucha imaginación, podría haberse tratado del ángel arrodillado.

Trent bajó la vista y se quedó mirando un débil destello metálico a sus pies. Agachándose para verlo mejor, apretó con el pulgar el interruptor de una pequeña linterna con forma de bolígrafo. Irradiaba un tenue brillo rojo y, tras estremecerme ante la reveladora luz, me incliné de manera que nuestras cabe­zas estuvieron a punto de tocarse. Entre la hierba aplastada había una diminuta campana, ennegrecida por la falta de lustre. No era lisa, sino que presentaba una serie de bucles decorativos que se asemejaban a un nudo celta. Trent alargó la mano para tocarla, y yo, movida por una oleada de adrenalina, le di un empujón.

—¿Qué demonios haces? —le recriminé entre dientes cuando me miró, de­seando haberle empujado con la fuerza suficiente para que se cayera de culo—. ¿Acaso no ves la televisión? ¡Si te encuentras un objeto brillante en el suelo, no debes tocarlo! Si lo coges, liberarás al monstruo, o te colarás en una trampa, o algo parecido. ¿Y qué me dices de la luz? ¿Quieres que todos los demonios de este lado de las líneas descubran dónde estamos? ¡Dios! ¡Debería haberme traído a Ivy!

La expresión enfadada de Trent dio paso a una mirada de sorpresa.

—¿Has visto la luz? —preguntó. Yo se la arrebaté y la apagué.

—¿Tú que crees? —pregunté en un susurro.

—Emite una longitud de onda imperceptible para los humanos —dijo recu­perándola de un tirón—. No sabía que los brujos pudieran verla.

Yo me eché atrás, ligeramente aplacada.

—Pues ya ves que sí. No la uses.

Seguidamente me puse en pie y observé con incredulidad que volvía a encenderla y cogía la campana con actitud desafiante. Esta emitió un leve tintineo y, tras retirarle la capa de suciedad, la agitó de nuevo. No podía creer lo que estaba haciendo. Poniéndome una mano en la cadera, me quedé mirando el resplandor rojo que se cernía sobre la ciudad en ruinas que se encontraba a varios kilómetros de distancia. Esta vez se oyó un sonido amortiguado, y Trent se la metió en un pequeño bolsillo del cinturón.

—Jodido turista —susurré. A continuación, alzando la voz, añadí—: Ahora que ya tienes el suvenir, será mejor que nos vayamos.

Nerviosamente, me acerqué a uno de los árboles retorcidos y me situé bajo la oscuridad, aún más intensa. No tenía hojas, y parecía que el frío y enérgico viento lo hubiera despojado de cualquier rastro de vida.

En vez de continuar, Trent se sacó un papel del bolsillo trasero. Una vez más, sacó la linterna y enfocó un mapa. El reflejo de la luz roja iluminó su rostro, y yo volví a arrebatársela furiosa.

—¿Quieres que nos descubran? —susurré—. Si yo la veo, y tú también, ¿qué te hace pensar que los demonios no?

La silueta de Trent adoptó una actitud agresiva, pero cuando el crujido de algo pequeño atravesando la hierba a toda prisa se elevó por encima del susurro del viento en los árboles, cerró la boca.

—Tenías que hacer sonar la campana, ¿verdad? —le pregunté tirando de él para que se pusiera a la sombra—. Tenías que hacer sonar la maldita campana —repetí sintiendo un escalofrío bajo el abrigo prestado de David.

Él sacudió la cabeza con desprecio.

—Relájate —se le oyó decir por encima del crujido del mapa al cerrarlo—. No puedes dejarte amedrentar por un poco de viento.

Pero no podía relajarme. La luna no saldría hasta, por lo menos, la medianoche, pero el horrible resplandor del cielo hacía que todo tuviera el aspecto de una noche de cuarto creciente. En ese momento me quedé mirando hacia el lugar en el que el brillo era más intenso, y decidí que se encontraba al norte. Luego me vino a la memoria el mapa de Ceri y giré un poco hacia el este.

—Por ahí —le indique metiéndome su linterna en el bolsillo—. Ya miraremos el mapa cuando encontremos algún edificio derruido en el que resguardarnos del resplandor.

Trent se guardó el trozo de papel y se ajustó la mochila a los hombros. Yo me pasé la bolsa al otro brazo y me puse en marcha, contenta de que, por fin, echáramos a andar, aunque solo fuera para entrar en calor. La hierba ocultaba los obstáculos más bajos, y antes de que hubiéramos recorrido diez metros, ya había tropezado en tres ocasiones.

—¿Qué tal andas de visión nocturna? —me preguntó Trent cuando encon­tramos una franja relativamente llana que se extendía de este a oeste.

—No muy mal —respondí escondiendo las manos en las mangas y pensando que debería haberme traído unos guantes.

Trent se colocó delante de mí. Aparentemente, seguía sin tener frío, y la gorra hacía que su silueta tuviera un aspecto radicalmente diferente.

—¿Y te ves capaz de correr?

Yo me pasé la lengua por los labios pensando en la irregularidad del terreno. Me hubiera gustado responder «Mejor que tú» pero, reprimiendo mi irritación, respondí:

—Sin romperme nada, no.

El resplandor rojizo de las nubes iluminó su entrecejo, ligeramente fruncido.

—Entonces seguiremos caminando hasta que salga la luna.

A continuación me dio la espalda y echó a andar a paso ligero, obligándome a dar un salto para adaptarme a su ritmo.

—Entonces seguiremos caminando hasta que salga la luna —me burlé en voz baja pensando que el señor Elfo no tenía ni idea de los peligros a los que nos enfrentábamos. No veía la hora de que se topara con su primer demonio de superficie. Estaba segura de que escondería su esquelético culo detrás del mío, y que se quedaría en el lugar que le correspondía. Hasta entonces, dejaría que fuera él el que se enfrentara a los posibles agujeros en la hierba y, con un poco de suerte, tal vez se torcía un tobillo.

El viento nos empujaba sin descanso y hacía que me dolieran los oídos. Poco a poco mi cabeza se fue inclinando hacia delante, hasta que tuve que esforzarme por mirar de frente e intentar ver lo que había más allá de la sombra de Trent Este avanzaba como si fuera un espectro, siguiendo un ritmo constante y algo superior al que estaba acostumbrada, abriéndose paso casi sin esfuerzo a tra­vés de la hierba, que prácticamente nos llegaba hasta la cintura. Lentamente, empecé a entrar en calor y, sin dejar de mirarlo, me pregunté si había sido una buena idea traerme la gabardina de David. Aunque me protegía las piernas del dolor seco del viento arenoso, el roce con la hierba producía un frufrú que me estaba poniendo de los nervios. El mono de Trent, sin embargo, apenas la tocaba.

La situación no mejoró gran cosa cuando dejamos atrás la hierba y nos aden­tramos en un frondoso bosque cuyas retorcidas ramas formaban una especie de dosel sobre nuestras cabezas. La maleza se redujo a algunos matorrales aquí y allá, pero teníamos que enfrentarnos a las prominentes raíces de los árboles. Pasamos por lo que antiguamente debió de ser un lago, y que en ese momento estaba cubierto por una espesa zarza cuyas espinas invadían la orilla del bosque como si fueran olas.

Finalmente, cuando los árboles dieron paso a algunos fragmentos de hor­migón y a ciertas zonas aisladas de hierba espesa, le pedí a Trent que nos detuviéramos. Él aminoró su ritmo implacable y se giró. Sin aliento, y con el frío viento azotándome el rostro, le indiqué lo que parecían las ruinas de un paso elevado. Sin decir ni una palabra, se dirigió a la concavidad rocosa que había debajo.

Con la mano en el costado y la mente en el agua y las barritas energéticas que Ivy me había metido en la bolsa, me dejé caer junto a él sobre la fría roca, feliz de tener algo sólido en lo que apoyarme. Llevaba luchando contra la sensación de que alguien nos observaba desde que habíamos penetrado en el bosque. El sonido de la cremallera de mi bolsa dio un toque de normalidad sobre la rojiza existencia que nos rodeaba, con su viento grasiento y sus plomizas nubes.

Trent me tendió la mano para pedirme la linterna y yo se la entregué. Luego se giró para estudiar el mapa y yo escruté el terreno que habíamos dejado atrás y vislumbré fugazmente la retorcida silueta de una figura de apariencia vagamente humana en el lecho del lago seco. La mano ahuecada de Trent ocultaba la mayor parte de la luz y su dedo teñido de rojo trazaba el trayecto que probablemente debíamos seguir para llegar hasta el lugar en el que, según Ceri, los demonios tenían el acceso a su base de datos. No entendía por qué no se encontraba en la ciudad, pero ella había dicho que lo habían puesto en terreno consagrado para evitar que los demonios o sus familiares pudieran alterarlos.

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