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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (71 page)

—No me dijiste que estaba intentando seducirla —le respondí con sequedad. Por alguna estúpida razón, tenía ganas de provocarla. Quizá yo también necesitaba desahogarme gritándole a alguien—. Me contaste que le hacía de canguro.

Jenks volvió a agitar las alas con tal fuerza que, tras rozarme el cuello, aca­baron enredándose en mi pelo.

—¿Cuánto tiempo han estado juntos? ¿Unos pocos cientos de años? ¿Y cuál es su problema? ¿Ya no se le levanta?

Ceri alzó las cejas y respondió secamente.

—Mató a los seis últimos demonios con los que mantuvo relaciones íntimas. Los atravesó con toda una línea luminosa y…

—Les frió sus pequeños cerebros gatunos —concluyó Jenks.

En aquel momento busqué a Rex en el umbral, pero todavía no había salido de debajo de mi cama.

—Es perfectamente comprensible que Minias se muestre cauto —explicó Ceri.

Ivy resopló, levantó los brazos de la encimera y se dirigió a la cafetera.

—Si la cuestión es cómo llegar hasta allí, ¿no puede colocarse sobre una línea y, simplemente… moverse? —inquirió. Su inusual expresión de ignorancia era un claro indicio del miedo que sentía.

Ceri negó con la cabeza y dejó caer el bloc sobre la mesa. Yo, por mi parte, rememoré aquella ocasión que estaba en el despacho de Trent, con un pie aquí y otro en siempre jamás. Había estado fuera de peligro, a menos que Al me hubiera agarrado y tirado de mí.

—No. Se necesita la intervención de un demonio —dije frotándome los brazos para mitigar la carne de gallina—. Y no me va a acompañar nadie. Ni tú, ni tú, ni tú.

Miré a cada uno de ellos sucesivamente, percibiendo una expresión de alivio en el rostro de Ceri, de ira en el de Jenks y de enfado en el de Ivy.

—No me importa cargar con una pequeña mancha demoníaca —dijo Ivy, poniéndose a la defensiva.

—Ni a mí tampoco —intervino Jenks. Ceri movió la cabeza de un lado a otro susurrándome un tenue «no». Haber vuelto al mundo real apenas salió el sol no era una buena señal—. Voy a ir contigo, Rachel —dijo alzando la voz—. Aunque tenga que esconderme en tu sobaco.

¡Oh! ¡Qué estampa tan agradable!

—Ni hablar —dije intentando borrar la imagen de mi mente—. No hay razón alguna para que vengas.

Jenks levantó el vuelo agitando las alas con fuerza.

—¡Por supuesto que la hay! —gritó lanzándole una miradita nerviosa a Ivy—. Necesitarás a alguien que te cubra las espaldas.

Frustrada, golpeé la mesa con la palma de la mano. En ese momento un par de pixies salieron disparados del armario de los hechizos en dirección al pasillo. Lo que me faltaba. Matalina estaba a punto de enterarse de que Jenks quería acompañarme. Sabía que no se lo impediría, pero no estaba dispuesta a arrebatárselo de nuevo.

—No voy a siempre jamás para patearle el culo a ningún demonio —dije en voz baja intentando que entrara en razón—. Incluso con tu ayuda, la magia no me permitiría enfrentarme a más de uno y, en cuanto se enteren de que estoy allí, acudirán como moscas a la miel. —Entonces miré a Ceri, y ella hizo un gesto de asentimiento—. He pensado mucho en ello, y ni la fuerza ni la magia me ayudarán a conseguir mi objetivo. Tengo que usar el ingenio, y lo siento pero, a pesar de que me encantaría que me acompañarais, no podéis ayudarme. —En aquel instante me quedé mirando a Ivy, que estaba junto al frigorífico, y sentí que despedía una oleada de frustración—. Prefiero que os quedéis aquí y que me invoquéis para que pueda volver a casa. —Mi rostro se encendió por la vergüenza de tener un nombre demoníaco, y el miedo hizo que bajara el tono de voz—. Una vez que haya conseguido liberarlo.

—¡Deja de decir chorradas! —gritó Jenks—. Todo eso no es más que un montón de mierda de hada.

Ivy se frotó las sienes.

—Me duele la cabeza —susurró. Aquella era una de las pocas veces que admitía que le dolía algo—. Al menos, podrías llevarte a Ceri.

La dulce elfa tomó aire emitiendo un sonido ronco.

—No —respondí poniéndole la mano en el hombro para mostrarle mi apo­yo—. Iré sola. —Jenks comenzó a agitar las alas y yo me incliné sobre él—. ¡He dicho que iré sola! —exclamé—. No podría haber conseguido la muestra sin tu ayuda, pero esta vez es diferente. Y no voy a permitir que tengas que cargar con una mancha del tamaño de un cubo solo para que me sujetes la mano mientras lo hago. ¡De ninguna manera! —dije casi gritando mientras me ponía a temblar—. Antes de conoceros, trabajaba sola, a pesar de que, supuestamente, tenía quien me guardara las espaldas. Se me da muy bien, y no voy a poneros en peligro si no es absolutamente necesario. ¡Así que basta!

Por unos instantes, Jenks se quedó callado, mirándome con el ceño fruncido, los labios apretados y los brazos en jarras. Desde la ventana se oyó que alguien chistaba a otro para que tuviera la boca cerrada.

—¿Tan poco valor le das a tu vida, Rachel?

En aquel momento me di la vuelta para que no pudieran verme los ojos.

—Yo maté a Kisten —dije—. No pienso poneros en peligro. A ninguno de los dos.

Entonces apreté la mandíbula para tragarme el dolor que sentía. Es cierto que había matado a Kisten. Tal vez no lo había hecho directamente, pero había sido culpa mía.

Ivy frotó los pies contra el linóleo y Jenks se quedó callado. No conseguía amar a nadie sin poner en peligro su vida. Tal vez por eso mi padre me aconsejó que trabajara sola.

Ceri me tocó el brazo y yo me sorbí la nariz para librarme de mi profundo pesar.

—No fue culpa tuya —me consoló. Sin embargo, el silencio de Ivy y de Jenks me decía todo lo contrario.

—Sé cómo hacerlo —dije tratando de acallar mi dolor—. He sido invocada, como un demonio; puedo utilizar la magia demoníaca, exactamente igual que un demonio; y tengo un nombre registrado en su base de datos, al igual que todos ellos. Entonces, ¿por qué no puedo alegar que Trent me pertenece y traerlo de vuelta a casa? Estoy segura de que él no pondría ninguna pega.

—¡Por todos los achuchones y arrumacos de campanilla! —exclamó Jenks. Hasta Ivy parecía desconcertada. Ceri, sin embargo, se limitó a clavar los codos en la mesa y a apoyar la barbilla en la palma de la mano con expresión meditabunda. Era el primer atisbo de esperanza, y las manos empezaron a sudarme.

—No puedes saltar a través de las líneas —dijo como si aquel fuera el factor decisivo—. ¿Cómo piensas llegar hasta allí?

Nerviosa, me puse a juguetear con el cuenco de las galletas. Tendría que hacer un trato con un demonio. Maldición. Estaba obligada a negociar con ellos una vez más. Pero esta vez había una pequeña diferencia. Se trataba de una elección que había tomado con la cabeza fría, y no porque me hubiera visto obligada a escoger entre una marca demoníaca o la muerte. Así que, era cierto que me dedicaba a negociar con demonios. ¿Y qué? Eso no me convertía en una mala persona. O en una estúpida inconsciente. Simplemente me convertía en una persona que ponía en peligro a todos los que la rodeaban.

—Tendré que comprar un viaje —respondí con toda tranquilidad sabiendo que jamás volvería a mirar del mismo modo a las personas que invocaban demonios. Tal vez empezaría a tomarlos en serio, en vez de considerarlos una panda de idiotas. Quizá me había equivocado al acusar a Ceri de no saber lo que estaba haciendo.

La elfa suspiró, ajena a mis pensamientos.

—Vuelta a empezar —musitó mirando el bloc amarillo. Bajé la vista y des­cubrí un nuevo par de ojos, esta vez, decididamente masculinos.

—Y tendré que comprárselo a Al —concluí.

Ivy dio un respingo y Jenks alzó el vuelo.

—No —dijo el pixie—. Te matará. Mentirá y te matará. ¡No tiene nada que perder, Rache!

Precisamente por eso, sé que funcionará, dije para mis adentros. Al no tenía nada que perder y mucho que ganar.

—Jenks tiene razón —dijo Ivy. No sabía cómo pero, de algún modo, había conseguido cruzar la cocina sin que la viera, y en aquel momento la tenía prácticamente encima.

Ceri parecía horrorizada.

—¡Dijiste que estaba en la cárcel!

Yo asentí con la cabeza.

—Lo encerraron de nuevo cuando se dieron cuenta de que yo sabía alma­cenar energía de líneas luminosas. Pero todavía puede negociar. Y conozco su nombre de invocación.

Con su bonita boca abierta de par en par, Ceri miró a Ivy y luego a Jenks.

—¡Podría matarte!

—Tal vez sí, o tal vez no. —Apesadumbrada, pero sabiendo que no tenía más opciones, aparté con la mano el bloc de notas en el que Ceri había estado dibujado los mapas—. Tengo algo que le interesa, y aferrarme a ello no me hará ningún bien. Si se lo doy, es posible que liberen a Trent…

Ceri miró a Ivy con ojos suplicantes, y la vampiresa arrastró su silla hasta el otro lado de la mesa y tomó asiento.

—Rachel —dijo Ivy con voz suave y apenada—, no puedes hacer nada. A mí tampoco me gusta la idea de que Trent esté encerrado en siempre jamás, pero no tienes por qué avergonzarte de renunciar a una batalla que está perdida de antemano.

Jenks se colocó delante de mí con la cabeza ladeada, pero su expresión de alivio solo consiguió que me cabreara aún más. No querían escucharme, pero no los culpaba. Mi tensión aumentó y me pasé la mano por la cara.

—De acuerdo —admití consiguiendo que Jenks retrocediera—. Tenéis razón. Es una mala idea,
Tengo que salir de aquí
. Olvidaos de todo lo que he dicho —dije examinando la cocina en busca de mi abrigo.
En la entrada… creo
.

A continuación me dirigí a la puerta principal, sin el bolso y sin la cartera. Lo único que llevaba encima eran las llaves de reserva, que había escondido en un lugar seguro junto al testamento vital de Ivy. Alguien se había molestado en traerme el coche, pero todavía tenía que encontrar mi bolso.

—¡Eh! —me increpó Jenks desde la mesa—. ¿Adonde vas?

El corazón me latía con una fuerza inusitada y, con cada paso que daba, sentía una vibración que me recorría la espina dorsal.

—A Edén Park. Sola. Volveré después del amanecer. A menos que me vea arrastrada a siempre jamás —añadí en un tono que sonó cortante, sarcástico y lleno de amargura. El chasquido de las alas de Jenks siguiéndome hizo que me pusiera tensa.

—Rachel…

—Deja que se vaya —le sugirió Ivy quedamente, obligándolo a dar marcha atrás—. Es la primera vez que tiene que enfrentarse a una situación en la que lleva todas las de perder. Será mejor que llame a Rynn —añadió adentrándo­se en el pasillo—. Después tendré que salir de compras para abastecernos de víveres. Es posible que las tiendas permanezcan cerradas durante un tiempo. Incluso podría haber disturbios, teniendo en cuenta que la ciudad tendrá que reorganizar el equilibrio de poderes. Va a ser una semana muy dura. La SI va a estar demasiado ocupada como para ponerse a hurgar en su propia basura.

Yo atravesé el santuario repleto de murciélagos pensando que no iba a estar allí para verlo.

32.

Hacía frío, lo que no era de extrañar, teniendo en cuenta que estaba sentada en el respaldo de un banco de madera de Edén Park, con los pies en el asiento, mientras oteaba por encima de las aguas grises del río Ohio en dirección a los Hollows. Estaba a punto de amanecer, y los Hollows estaban cubiertos por una brillante neblina de un color gris rosáceo. Estaba pensando o, para ser más exactos, esperando. El simple hecho de estar allí sentada significaba que ya había agotado la porción de mi vida dedicada a pensar. Había llegado el momento de actuar.

De modo que allí estaba, sentada en el respaldo de aquel banco, temblando de frío, pues la cazadora de cuero, los vaqueros y las botas no conseguían resguardarme de las gélidas temperaturas de aquella madrugada de noviembre. Al respirar expulsaba pequeñas vaharadas, que se desvanecían casi al mismo tiempo que mis fugaces pensamientos. Por unos instantes me acordé de mi padre, de mi madre, de Takata y de Kisten, y también me vino a la cabeza la imagen de Trent encerrado en siempre jamás; de Ivy, confiando en que conseguiría arreglar todo aquello; y de Jenks, insistiendo en acompañarme.

Con el ceño fruncido, bajé la vista y me limpié los restos de suciedad de la bota. Mi padre me había llevado allí en alguna que otra ocasión. Por lo general, coincidía con los periodos en que mamá y él estaban enfadados, o cuando ella sufría una depresión, en cuyo caso ella se limitaba a sonreír y darme un beso cada vez que le preguntaba qué le pasaba. En aquel momento me pregunté si sus depresiones tenían que ver con el hecho de estar pensando en Takata.

Entonces exhalé y me quedé mirando cómo aquella idea me abandonaba y, del mismo modo que el vaho, se desvanecía en la consciencia colectiva. Mi madre se había ido alejando poco a poco del rockero intentando divor­ciarse del hecho de haber engendrado a los hijos de Takata, a pesar de estar felizmente casada con mi padre. Los había amado a los dos, y tener que enfrentarse día a día a nuestro parecido con él debió de ser una especie de castigo autoinfligido.

—No es posible olvidar —dije observando cómo las palabras se disipaban hasta desaparecer por completo—. Y aunque lo consigas, a la mañana siguiente se presenta de nuevo para darte una buena hostia.

La fría y húmeda neblina del día que estaba por comenzar me resultaba muy agradable, y en ese momento cerré los ojos para protegerme de la incipiente luz de la mañana. Llevaba demasiado tiempo despierta.

Sin levantarme de donde estaba, me giré y miré por encima del estrecho aparcamiento hacia los dos estanques artificiales y el amplio puente peatonal que los dividía. Más allá del puente había una línea luminosa que estaba en muy malas condiciones, y que prácticamente no se notaba a menos que pres­taras especial atención. La había descubierto el año anterior, mientras ayudaba a Kisten a luchar contra una camarilla de fuera de la ciudad que intentaba raptar a su sobrino Audric. Me había olvidado de ella por completo, hasta que sentí su resonancia discordante a través de Bis. A pesar de su debilidad, estaba segura de que bastaría.

Preguntándome cuántos años tendría Audric, me levanté del banco trastabi­llando, me sacudí el frío de los vaqueros y me puse en marcha. Al pasar junto a mi descapotable, acaricié su pintura roja. Me encantaba aquel coche y, si hacía las cosas bien, volvería a recogerlo antes de que se lo llevara la grúa.

Atravesé el puente lentamente, mirando hacia abajo para ver si descubría alguna onda que me revelara la presencia de Sharps, el trol del puente del parque, pero una de dos, o estaba escondido en la parte más profunda, o lo habían vuelto a echar. A la izquierda había una amplia extensión de cemen­to que lindaba con el bordillo del estanque superior. En ella se erigían dos estatuas, y justo entremedias pasaba la línea luminosa. El tenue color rojo, visible solo gracias al ojo de mi mente, perdía intensidad conforme el sol se acercaba al horizonte, pero todavía se apreciaba su recorrido, limitado a un lado por la figura de un lobo, y al otro por un extraño tipo con un caldero. Ambas esculturas servían para marcar el centro de la línea, que se extendía de un extremo a otro del parque. Pasaba por encima de las aguas poco profun­das, y esa era la razón por la que era tan débil en aquel lugar. Si el estanque hubiera tenido algunos metros más, la línea no habría podido sobrevivir. No obstante, despedía la suficiente energía como para que, cuando hallé un trozo de cemento lo suficientemente limpio para sentarme, sintiera un pequeño cosquilleo en la piel.

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