—Entonces, nos vemos más o menos al amanecer —dijo haciendo que el maestro vampírico arqueara las cejas.
Ivy me sonrió con los labios apretados y se giró hacia Rynn Cormel.
—Ivy —dijo él, ofreciéndole el brazo.
—Señor Cormel —respondió ella algo nerviosa sin aceptar su ofrecimiento—, una cosa. ¿Le importaría dedicarme el libro?
Yo me puse rígida y empecé a respirar agitadamente.
No, por favor. El manual de seducción vampírica no
.
Ivy se giró hacia mí, expectante. No era muy habitual ver aquella actitud en ella, y, para ser sincera, me ponía los pelos de punta.
—Todavía lo tienes, ¿verdad? —me preguntó—. ¿Sigue en tu mesilla de noche?
—¡Ivy! —exclamé, reculando y con las mejillas encendidas.
Mierda. Ahora ya sabe que lo he leído
. En ese momento me acordé de lo que ponía en la página cuarenta y nueve… y me quedé horrorizada al descubrir que mi expresión le provocaba una risotada.
—¡Lo hice para dejar de despertar sus instintos! —balbuceé, lo que provocó una carcajada por parte de Cormel.
Ivy estaba empezando a cabrearse y Rynn la cogió del brazo para conducirla hacia el exterior.
—Me encantará dedicarte tu ejemplar —dijo tirando suavemente de ella en dirección a la puerta trasera—. Estoy seguro de que Rachel no tendrá inconveniente en buscarlo para que puedas traértelo la próxima vez. E incluso puede que quiera echarle un vistazo primero —añadió, y yo apreté las mandíbulas.
—¡Ya lo he hecho! —grité mientras la puerta se cerraba tras ellos con un leve clic.
—Que Dios me ayude —musité mientras me dejaba caer en el viejo sofá de Ivy y respiraba el olor a incienso vampírico de los almohadones que yo misma había provocado. Si quería que Rynn Cormel le dedicara el libro, que lo buscara ella misma en el fondo de mi armario. Además, ni siquiera estaba segura de que siguiera allí. En ese momento me quedé mirando el techo, preguntándome si Ivy podría encontrar la felicidad en una auténtica relación vampírica con Rynn Cormel. La verdad es que parecía loca por él.
Entonces pensé en Kisten y me pregunté si ella también se sentiría culpable.
La quietud de la iglesia se apoderó de mí y escuché a lo lejos el sonido de un coche que arrancaba.
La cocina
, me dije a mi misma irguiéndome. Sí, le había dicho a Ivy que me quedaría en terreno consagrado, pero no podía dejarla en aquel estado hasta el día siguiente. Había quedado con David y, una vez que hiciera entrar en razón a una feliz banda de invocadores de demonios, recuperaría mi vida anterior. Tal y como era.
Al llegar a la cocina, me detuve en el umbral y suspiré al ver el desastre. Tal vez podía pagar a los pixies para que se encargaran de limpiarlo todo. Entonces recordé que tenían que quedarse recluidos en el tocón hasta el calor del amanecer, así que, resignada, atravesé la puerta arrastrando las zapatillas. Al agacharme para recoger lo que quedaba del reloj y dejarlo en la encimera, me di cuenta de que me dolía la espalda. La mayor parte del estante estaba en el suelo y, conforme me dirigía al armario para coger la escoba, decidí que lo amontonaría todo para clasificarlo después.
Iba a ser una noche muy larga.
Los rayos de luna penetraban por la ventana de la cocina mientras yo intentaba eliminar las marcas de mis dedos de la isla central. Casi había terminado de limpiarlo todo. Había necesitado que un grupo de veinte pixies me escoltara hasta el cobertizo para coger la caja de herramientas, pero al final había encontrado una placa de metal y algunos tornillos de madera para clavar los trozos del estante. No pensaba poner nada que pesara más que las hierbas, pero al menos ya no colgaba torcido del techo. Sí, le había dicho a Ivy que me quedaría en terreno consagrado pero, por alguna estúpida razón, estaba convencida de que Al no volvería a aparecer, como una extraña forma de mostrarme su agradecimiento por no haberle echado encima a Minias. Al día siguiente volvería a intentar secuestrarme, pero aquella noche estaba a salvo. Además, no le había dicho a Ivy en qué momento exactamente pensaba ir al terreno consagrado y, por otro lado, Marshal tenía que estar al llegar y la mesa de la cocina, a diferencia del sofá, dejaba mucho más clara la idea de que no se trataba de una cita.
Tras extender el mantel sobre la mesa, me arrodillé delante de los estantes abiertos de debajo de la encimera. En una primera pasada me había limitado a meterlo todo a empujones y estaba hecho un desastre. Si no conseguía coger los cacharros y utensilios de cobre más pequeños, tendría que hacer algunos cambios. Mi pistola de bolas estaba en el estante inferior, dentro de una pequeña cacerola con el resto de los cacharros, en un lugar donde podría alcanzarla sin problemas en caso de estar arrastrándome. Decidí que era el sitio más adecuado, pero tendría que buscarle un lugar mejor a las cucharas de cerámica.
Reuní todas las cucharas y los utensilios más largos y los metí en un jarrón de cristal que había sacado del fondo de un armario. Luego coloqué los libros de hechizos y utilicé el jarrón para sujetarlos, situándolo en el lugar donde anteriormente estaba el libro que Al había destruido.
Inquieta, me senté sobre los talones y observé mi pequeña librería. Jamás conseguiría remplazar aquel libro. Por supuesto, podía comprar otro ejemplar en cualquier tienda de hechizos, pero el mío tenía un montón de anotaciones imposibles de recuperar. Me pregunté si quizá debía llevarme los grimorios de mayor valor a terreno consagrado. Había tenido suerte de que Al no los hubiera destruido. O tal vez, conservarlos en mi poder debía considerarse una desgracia.
En ese momento saqué los tres libros en cuestión y sentí un cosquilleo en los dedos. Entonces me puse en pie y, tras pasar el brazo por la encimera para asegurarme de que estaba seca, los apoyé encima.
—¿Has decidido cambiarlos de lugar? —preguntó Jenks. Yo miré hacia el lugar donde estaba examinando mis objetos artesanales con los puños en las caderas mientras revoloteaba por encima del estante recién reparado.
—Tal vez —respondí abatida.
Sus alas emitieron un suave zumbido y yo me aparté el pelo cuando vi que se acercaba, aunque finalmente aterrizó sobre la encimera.
—Si no fuera por la gárgola, te sugeriría que los pusieras en el campanario.
Yo me estremecí al imaginarme el frío que haría allí arriba.
—No me digas que está en el campanario…
—En realidad no —respondió Jenks levantando un hombro y volviéndolo a bajar—, pero está en la parte de tejado que queda junto a la ventana. ¡Por las tetas de Campanilla!, todavía no la he visto moverse. Primero está en un sitio y un minuto más tarde me la encuentro en otro. Y no tengo ni idea de dónde se mete cuando no está durmiendo. En cualquier caso, lo mejor es que los pongas debajo de la cama. Ivy me contó que el tipo que consagró la iglesia dijo que el campanario era supersagrado.
Conque supersagrado
¿
eh
?
Tal vez debería irme a dormir allí
. Preocupada, aparté los libros en una esquina para dejar espacio para el resto de las cosas de debajo de la encimera.
—No sé… —En ese momento empezó a picarme la nariz. Me había puesto a desbrozar el montón de hierbas con las que había intentado modificar un hechizo ya existente, que debía ayudar a Ivy a controlar mejor sus ansias de sangre, y la verdad es que no estaba obteniendo los frutos esperados. A ella no le gustaba probarlos. La idea era que se los llevara a sus citas para que, si no funcionaban, yo tuviera que enfrentarme a ella. Ninguno de ellos parecía funcionar y yo me preguntaba si realmente los estaba probando o si me estaba engañando. A Ivy no le gustaba entrar en contacto con la magia, aunque le parecía genial que la utilizara con cualquier otro.
Jenks aterrizó junto a los libros de maldiciones. Su minúsculo rostro mostraba una expresión preocupada mientras observaba cómo yo sacudía un haz de altamisa para retirar la hierba lombriguera.
—No estarás pensando en conservarlos, ¿verdad? —preguntó.
Yo, que estaba concentrada en quitarle algunos pelos de gato, levanté la vista.
—¿Por qué piensas que no debería?
—Porque están contaminados —respondió dando una patada a un tallo seco y haciendo caer algunas astillas—. Hay trozos de romero en la equinácea, y semillas de equinácea pegadas al diente de león. Vete a saber qué efecto pueden tener. Especialmente si las utilizas para experimentar.
Eché un vistazo a la pila de hierbas secas pensando que sería mucho más sencillo tirarlas por la puerta de atrás, pero temía que, si lo hacía, acabaría rindiéndome. Adaptar hechizos era muy complicado. Podía seguir una receta, pero mi madre era como una especie de chef de alta cocina y nunca lo había valorado hasta que había intentado hacerlo yo misma.
—Puede que tengas razón.
Malhumorada, sacudí la bolsa de papel marrón y metí dentro todo un año de jardinería. El ruido áspero se abrió camino por el silencio, y yo me sentí fatal mientras empujaba hasta el fondo la bolsa y lo metía todo en el cubo de basura de debajo del fregadero. A continuación me giré y, tras echar un vistazo
a la
cocina, concluí que estaba lo suficientemente limpia. El estante estaba vacío, y me pregunté si debía olvidarme del hechizo para controlar las ansias de sangre de Ivy. Ella no estaba colaborando y aquello lo hacía todavía más complicado. Deprimida, me dejé caer sobre mi silla, que estaba junto a la mesa.
—No estoy segura de poder seguir con esto, Jenks —dije apoyando los codos sobre la mesa y exhalando un suspiro—. Mi madre consigue que parezca muy sencillo. Tal vez avanzaría mucho más si mezclara magia de líneas luminosas con los hechizos terrenales. Me refiero a que la magia de líneas luminosas es básicamente simbolismo y elección de palabras, lo que la hace más flexible.
Jenks comenzó a batir las alas y luego se paró. Después se retiró sus cabellos rubios de los ojos, frunció el ceño y estuvo a punto de sentarse sobre el texto demoníaco, lo evitó en el último momento inclinando las alas por completo.
—¿Mezclar magia terrenal con magia de líneas luminosas? ¿No es así como se consigue una maldición demoníaca?
El miedo se apoderó de mí y luego se marchó.
—No sería una maldición demoníaca si me la inventara, ¿no?
Sus alas se pusieron mustias y él pareció desplomarse.
—No lo sé. Marshal está aquí.
Yo me incorporé e inspeccioné la cocina.
—¿Cómo lo sabes?
—Su coche es de gasoil y un vehículo de esas características acaba de aparcar junto al bordillo.
Yo esbocé una sonrisa.
—¿Tiene un motor diésel?
Jenks se elevó dejando tras de sí una brillante estela de polvo.
—Probablemente lo necesita para sacar su jodido barco del agua. Ya abro yo. Tengo que hablar con él.
—Jenks —le advertí, y él soltó una carcajada de camino al vestíbulo.
—Solo quiero explicarle lo de Al, Rachel. ¡No pretendo parecer tu padre!
Yo me relajé, me puse en pie y guardé todos los libros demoníacos prometiéndome a mí misma que los ordenaría al día siguiente, cuando hubiera salido el sol. Oí como se abría la puerta delantera incluso antes de que sonara la campana, y un saludo masculino me llegó suavemente en un modo que parecía realmente… reconfortante.
—¿Se encuentra bien? —le oí preguntar desde el santuario, pero no capté la respuesta de Jenks—. No, es genial —añadió desde una distancia claramente menor, y yo me giré hacia el pasillo al oír el suave crujido de los tablones de madera y percibir el olor a arroz caliente.
—¡Hola, Marshal! —dije, contenta de verlo—. Lo conseguiste.
Había tenido tiempo de quitarse la ropa que se había puesto para la entrevista, e iba vestido con una suave camisa de franela de color azul. Llevaba un periódico debajo del brazo y lo dejó junto con la bolsa húmeda por el vapor encima de la mesa para poder quitarse el abrigo.
—Estaba empezando a pensar que había una conspiración en contra nuestra —dijo—. Jenks me ha dicho que has tenido una noche movidita.
Yo miré a Jenks preguntándome qué le habría contado. Luego me encogí de hombros y me crucé de brazos.
—Bueno… sobreviví.
—¿Sobreviviste? —exclamó Jenks aterrizando sobre la bolsa, que estaba cerrada con la parte superior enrollada—. ¡No seas modesta, Rache! Mandamos a ese demonio hasta la Revelación de una patada en el culo.
Marshal colgó el abrigo en el respaldo de la silla de Ivy y se detuvo un momento para ver como Jenks batallaba con la bolsa intentando abrirla.
—Me gusta tu iglesia —dijo echando un vistazo a la cocina—. Es muy de tu estilo.
—Gracias —respondí sintiéndome sinceramente agradecida. No se entrometió, no me preguntó qué hacía un demonio en mi cocina, no me cogió la mano y me miró a los ojos para preguntarme si estaba bien y si necesitaba sentarme y no me dijo que iba a morir joven y que era preferible que me dedicara a jugar d la canasta. Aceptó mi explicación y no insistió en el tema. No obstante, no creí que se debiera a que no le importaba lo más mínimo, sino que prefería esperar a que yo me sintiera lo suficientemente cómoda como para contárselo. Y aquello significaba mucho para mí. Kisten también era así.
No debo compararlo con Kisten
, pensé mientras sacaba dos platos y el pequeño recipiente para apoyar las bolsas de té usadas que Jenks utilizaba para comer. Ivy tenía una cita, lo que demostraba que era capaz de seguir adelante con su vida. Yo mejoraría, pero solo si me esforzaba por superarlo. No me gustaba sentirme desgraciada, pero no me había dado cuenta de ello hasta que había empezado a sentirme bien de nuevo.
—¿De dónde habéis sacado una calabaza tan grande? —preguntó Marshal rompiendo el silencio mientras miraba debajo de la mesa—. Porque es una calabaza, ¿verdad? —inquirió mientras las alas de Jenks aumentaban la velocidad—, no una de esas hortalizas extrañas que se parecen a las calabazas.
—Para nada. Es una calabaza —aclaró Jenks henchido de orgullo—. La cultivé yo mismo entre los terrenos de los Jameson y la estatua de Davaros. En el cementerio —añadió como si no resultara lo bastante obvio—. Vamos a tallarla mañana. Solo los niños y yo. He decidido darle un descanso a Matalina.
Claro. Matalina se toma un descanso y yo acabo con el techo lleno de restos de calabaza
. Estaba segura de que, al principio, estarían todos muy formales, pero sabía de sobra que no tardaría en dar comienzo «La guerra de la calabaza, segunda parte».