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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (21 page)

BOOK: Fuera de la ley
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Entonces mi mirada se dirigió hacia las oscuras ventanas y aparté a un lado la lima.

—Marshal, no puedo.

—¿Porqué no? —comenzó a decir. Luego se quedó callado—. ¡Oh! —continuó y yo pude oír cómo se golpeaba suavemente la cabeza—. ¡Me había olvidado! Lo siento, Rachel.

—No te preocupes —lo tranquilicé. La sensación de alivio hizo que me sintiera culpable, pero luego, decidida a librarme de esa carga, inspiré lentamente e intenté recobrar la calma—. ¿Te gustaría pasarte por aquí cuando acabes? Tengo algunos informes que revisar, pero podríamos jugar al billar o algo así. —A continuación, tras vacilar unos instantes, añadí—: Ya sé que no es El Almacén pero… —Dios, me sentía como una cobarde escondiéndome en aquella iglesia.

—Sí —respondió. Su cálida voz me hizo sentir un poco mejor—. Me parece genial. Yo llevo la cena. ¿Te gusta la comida china?

—Ummm, sí —respondí sintiendo los primeros indicios de entusiasmo—. Pero que no lleve cebolla.

—De acuerdo, sin cebolla —dijo confirmando que había captado el mensaje. En ese momento se escuchó una voz que decía su nombre con autoridad—. Siento mucho tener que repetir siempre lo mismo, pero te llamo cuando haya terminado.

—Marshal, ya te he dicho que no tienes por qué preocuparte. Al fin y al cabo, no se trata de una cita —dije recordando lo bien que encajaba Kisten el que yo cancelara nuestros planes en el último minuto por culpa de alguna mi­sión inesperada. Nunca se había mostrado disgustado pues estaba convencido de que, cuando él se encontrara en una situación similar, yo haría lo mismo. El caso es que había funcionado, y me había convertido en una persona capaz de aceptar que alguien cancelara una cita en el último momento sin que me afectara. Marshal había llamado. Le había surgido un imprevisto. Caso cerrado. Además, tampoco es que tuviéramos una relación…

—Gracias, Rachel —dijo sonando aliviado—. Eres una persona muy especial.

Yo parpadeé varias veces al recordar que Kisten solía decirme lo mismo.

—De acuerdo. Entonces nos vemos después. Hasta luego, Marshal —dije esforzándome por que mi voz no me traicionara. A continuación, dejé de apretarme con los dedos la parte superior de mi brazo derecho y presioné el botón de colgar sin saber si sentirme bien por las últimas palabras de Marshal o deprimida por el recuerdo de Kisten.

¡
Basta ya, Rachel
!, me dije a mí misma, respirando hondo y pasándome la mano por el pelo.

—Hasta luego, Marshal —se mofó Jenks desde la seguridad de mi escritorio. Yo me giré justo a tiempo para ver que Matalina le daba unos golpecitos en el hombro con el revés de la mano.

—Jenks —le dije con tono cansado mientras intentaba recobrar el equili­brio—, cierra la boca.

Matalina se elevó en el aire con las alas de color rosa pálido.

—Jenks, cariño —dijo remilgadamente—, ¿puedo hablar contigo un mo­mento en el escritorio?

—¿Qué…? —se quejó él. Luego dio un gritito cuando ella le pellizcó una de las alas y lo arrastró en dirección a la rendija de la persiana del escritorio. Los niños aplaudieron entusiasmados y la hija mayor agarró la mano de la pequeña y se la llevó volando de allí buscando algo con que distraerla.

Sonriendo al pensar en un experto guerrero llevado a rastras por su mujer, tan mortífera como él, estiré las piernas. Habían empezado a dolerme después de haber pasado tanto tiempo inmóvil sobre el duro suelo de madera. Realmente necesitaba hacer unos cuantos estiramientos para desentumecerme y me pregunté si a Marshal le gustaría salir a correr. Es­taba dispuesta a conseguirle un pase para ir a correr al zoo por la mañana temprano con tal de que me hiciera compañía. Sin expectativas, sin planes ocultos, tan solo necesitaba alguien con quien pasar el rato. Kisten nunca había salido a correr conmigo. Tal vez hacer cosas diferentes podría ayudar. Y por razones diferentes.

Seguidamente agarré el bolso y me dirigí hacia la cocina, donde me espera­ban los informes. Mi estado de ánimo había cambiado ante la prospectiva de hacer algo diferente, y me puse a intentar planear la noche. Marshal podría hablarme de sus entrevistas y yo podría contarle lo de mi marca demoníaca. Aquello contribuiría a hacer más interesante la conversación mientras nos tomábamos el arroz. Y si después no salía corriendo despavorido, entonces se merecía todo lo que pasara.

Poniéndome cada vez más amargamente introspectiva, volví a sacudirme el polvo de pixie mientras entraba en el vestíbulo. Este despidió un breve destello por la fricción y me rodeó de una luz que iluminó la oscura estancia. En aquel momento pasé por delante de los que un día fueron los servicios para hombres y mujeres, y que habíamos reconvertido para transformarlos en un cuarto de baño convencional para Ivy y en una especie de aseo, que hacía las veces de lavandería, para mí. Nuestros dormitorios se encontraban en donde antiguamente se situaba la sacristía, y la zona donde teníamos la cocina y la sala de estar se había añadido posteriormente para proporcionar a la congregación un lugar donde preparar y servir comidas para los feligreses.

A continuación me asomé a mi habitación y, justo en el momento que iba a tirar el bolso sobre la cama, volvió a sonar mi teléfono móvil. Tras recuperarlo del interior, me senté en la cama para quitarme las botas y levanté la tapa.

—¿Ya estás de vuelta? —pregunté dejando que mi voz permitiera entrever mis ganas. Tal vez Marshal había terminado por fin las entrevistas.

—¡Claro! Al fin y al cabo solo he tenido que revisar los todos informes de los últimos tres días. —Desconcertada, me di cuenta de que era la voz de David.

—¡Oh, David! —exclamé desatándome los cordones de una de las botas y quitándomela de una patada—. Creí que eras Marshal.

—Pues… no —respondió arrastrando las palabras con un cierto tono in­quisitivo.

—Es un tipo que conocí en Mackinaw —aclaré sujetando el teléfono con el hombro y levantando la otra pierna—. Acaba de mudarse a Cincinnati y va a venir a casa para que ninguno de los dos tenga que cenar solo.

—¡Bien! Ya iba siendo hora —respondió con una carcajada. Cuando me oyó carraspear a modo de protesta, prosiguió—: He estado comprobando los expedientes más recientes. Hemos recibido una avalancha de interesantes re­clamaciones sobre daños producidos a cementerios pequeños.

Yo me estaba desatando los cordones con una sola mano y mis dedos se de­tuvieron. Se podían adquirir todos los elementos necesarios para realizar magia negra en cualquier tienda de hechizos, pero los ingredientes estaban regulados por ley y con frecuencia la gente se los procuraba por su cuenta.

—¿Saqueadores de tumbas, tal vez?

—A decir verdad… —comenzó mientras se oía que revolvía sus papeles—, no te lo sé decir. Tendrías que preguntárselo a la AFI, pero las estadísticas muestran un importante incremento en la cantidad de daños a pequeños cementerios, de manera que no te vendría mal vigilar un poco más de cerca el tuyo. De momento solo afectan a los que están activos. Daños a monumentos, puertas rotas, can­dados cortados y surcos en la tierra. Puede ser que se trate solo de gamberradas de adolescentes, pero alguien robó el instrumental que se utiliza para extraer cadáveres. Sospecho que está acumulando provisiones para un compromiso a largo plazo, ya sea para suministrar magia negra e invocadores de demonios con fines económicos, o para uso personal. Deberías consultarlo con el tipo de la AFI. A mí no me llegan noticias sobre saqueos de tumbas a menos que se dañe o se sustraiga algún objeto. Al fin y al cabo, nuestros seguros no incluyen a los que están realmente muertos.

—Gracias, David —le dije—. En realidad ya he estado hablando con Glenn. —Entonces dirigí la mirada a los cuatro informes que tenía sobre el tocador, encajonados entre los frascos de perfume—. Le preguntaré si ha desaparecido algún cuerpo. Te agradezco mucho que los revisaras. —De pronto, mientras me quitaba la otra bota, se me planteó una duda—: ¿No te habrá creado problemas?

—¿Por qué? ¿Por haber trabajado en los días previos a Halloween? —pre­guntó con una sonora carcajada—. Es bastante improbable. Tenemos una recla­mación de escasa cuantía presentada por una mujer que vive muy cerca de los Hollows. En principio no estaba previsto que fuera yo el encargado de hacer la tasación pero, si consigo hacer un cambio, ¿te gustaría venir a echar un vistazo? Prácticamente toda una pared del sótano se ha abombado hacia el exterior por culpa del agua. Podría tratarse de un error de imprenta, pues normalmente el agua hace que las paredes se curven hacia el interior, y no hacia fuera. Aun así, tampoco ha llovido mucho últimamente.

En ese momento me incliné hacia el tocador y saqué los expedientes de la AFI.

—¿Dónde está?

Una vez más, oí que revolvía los papeles.

—Un momento —dijo David. Tras una breve pausa, añadió—: En el número 931 de Palladium Drive.

Al oír sus palabras sentí un hormigueo en el estómago y alargué la mano hacia los expedientes de mi tocador. Tras un pequeño tirón, las direcciones aterrizaron sobre mí. ¡
Bingo
!

—David, tienes que hacerte con esa reclamación como sea. Tengo delante la necrológica del propietario de esa casa y escucha esto: en su expediente constan varias profanaciones de tumbas durante su época universitaria.

David se rio por lo bajo con evidente entusiasmo.

—Mi jefe debería pagarte por todo el dinero que se está ahorrando gracias a ti. ¿Los daños se debían a estragos demoníacos?

—Probablemente.

Las piezas empezaban a encajar. Yo me merecía una noche de descanso, y no tenía nada malo que la pasara en la iglesia. Por favor, Dios mío, que no sea Nick.

—De acuerdo —dijo David con la voz tensa por la impaciencia—, pero pro­méteme que no irás a ninguna parte esta noche. Voy a ver si consigo hacerme con esa reclamación y pasaré a recogerte. ¿Necesitas algo? ¿Helado? ¿Palomitas? No quiero que salgas de la iglesia bajo ningún concepto.

Yo negué con la cabeza, a pesar de que él no lo podía ver.

—Estoy bien. Avísame cuando estés listo para ir. Cuanto antes, mejor.

Con la mente sumida ya en otros pensamientos, David gruñó un adiós. Yo no estaba mucho mejor y, tras murmurar algo entre dientes antes de colgar, me dirigí hacia la cocina. Me encantaba patear algunos culos, pero en ese momento, lo mejor que podía hacer era preparar los hechizos que facilitaran el trabajo.

Llegué al vestíbulo sumida en mis pensamientos, repasando mentalmente lo que iba a necesitar para hacer frente a experimentados invocadores de demonios especializados en la manipulación de líneas luminosas. Hechizos para detectar magia…, tal vez algún que otro amuleto para disfrazarse en aquel precioso momento de distracción que podía marcar la diferencia entre caerse o mantenerse erguido…, y un par de bridas hechizadas que me había dado Glenn a cambio de un bote de kétchup y que evitarían que los brujos que usaban magia de líneas luminosas pudieran aprovecharlas. Iba a ser una noche de mucho trabajo.

El pasillo estaba a oscuras y, de pronto, me detuve en seco con el ceño frun­cido. Ivy había colgado un cartel que pendía del techo y que estaba sujeto con hilos; era evidente que había contado con la ayuda de Jenks. La pobre incluso se había molestado en utilizar una plantilla para estarcir, y yo agarré el cartón amarillo y leí lo que había escrito en letras de color rojo brillante: «Más allá de esta línea, podría haber presencia demoníaca». Mierda. Me había olvidado por completo.

Cuando Jenks compró la iglesia en la agencia inmobiliaria de Piscary, insistió en que pagara para que la volvieran a consagrar, y aunque yo protesté, al final decidí dejar la parte posterior sin santificar, como había estado originariamente. No todos nuestros clientes estaban vivos, e Ivy señaló que entrevistar al resto en los escalones del porche resultaba muy poco profesional. Como consecuencia de esto, la cocina y la sala de estar no fueron consagradas. En el pasado, parecía que Al siempre se enteraba de cuándo pisaba yo terreno no santificado, y des­pués de que la muñeca me empezara a arder de forma insoportable antes de presentarse en la tienda de hechizos de Patricia y destrozarla, comprendí cómo lograba averiguarlo.
Tengo que librarme de esto
, pensé frotándome suavemen­te el relieve de la cicatriz. Mientras estaba allí en la oscuridad, sopesando los riesgos, sonó la campana de la entrada.

Y me di media vuelta de inmediato.

—¡Ya voy yo! —grité antes de que Jenks tuviera tiempo de salir del escrito­rio. Él y Matalina raras veces tenían ocasión de tener un rato para ellos solos. Es posible que hubieran entrado en el escritorio enfrascados en una discusión, pero yo sabía que la cosa no acabaría así. Por algo tenía cincuenta y cuatro hijos.

Cuando irrumpí en el santuario trotando, Rex me adelantó arrastrando su esponjosa cola por el suelo, convencida de que iba a por ella. Era demasiado pronto para que fuera Marshal, y si era alguien que había empezado a pedir «truco o trato» con antelación, estaba decidida a quedarme con ellos. Ni siquiera había preparado los tomates todavía.

Tras tirar el cartel de Ivy sobre el piano para que pudiera verlo, caminé hacia la entrada con los pies cubiertos tan solo por los calcetines. Antes de abrir me detuve unos instantes para que mis pupilas se acostumbraran a la falta de luz del estrecho espacio que se extendía desde el santuario hasta la puerta principal. Un día de aquellos iba a tener que invertir en un taladro y una mirilla.

Dispuesta a darle una lección a quienquiera que hubiera decidido empezar a pedir caramelos por adelantado, abrí el pesado portón y la luz amarilla del cartel de la entrada penetró en la iglesia. Un breve raspado de zapatos de vestir llamó mi atención y me crucé de brazos para observar al recién llegado, cuyo Jaguar descansaba junto al bordillo.

—¡Vaya, vaya! —exclamé al ver a Trent completamente disfrazado—. Es un poco pronto para empezar con el truco o trato, pero tal vez tenga algunas monedas para darte.

—¿Perdón? —preguntó con aquellos hechizos que le daban una apariencia imponente. Con los ojos muy abiertos se giró hacia el coche haciendo crujir su traje de seda y lino y quitándose el elegante sombrero que dejaba a la vista su media melena negra, cortada del mismo modo que la última foto de Rynn Cormel. Estaba realmente impresionante, ligeramente más viejo, más alto y, en cierto modo, más sofisticado. Era algo así como el reverso de sí mismo, oscuro, donde normalmente era claro y viceversa. No obstante, mantenía la misma constitución física: delgado y estilizado. Definitivamente, la altura le sentaba bien.

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