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Authors: David Lynn Golemon

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Evento (5 page)

Los dos hombres llevaron a Collins a una habitación más pequeña que había detrás de la primera. En algunas zonas, los tableros de madera estaban llenos de grietas y de rasguños. En la habitación solo había una mesa gastada; sobre ella había una pantalla de ordenador que desentonaba con la vieja mesa. Detrás del ordenador, estaba sentado un hombre que no se levantó al verlos llegar y que se limitó a hacer un gesto con la cabeza al comandante. Collins sabría más tarde que aquella pantalla de ordenador era un mero escaparate. La verdadera razón para tener esa mesa y ese ordenador falsos era la metralleta Ingram que iba enganchada por debajo, en cuyo gatillo apoyaba aquel hombre la mano que mantenía oculta. La pantalla del ordenador iba conectada a un interruptor de presión situado en el suelo que, en caso de ser activado, provocaría una explosión en la parte posterior del monitor que lanzaría trescientos dardos sedantes, cortesía del director ejecutivo de la farmacéutica Pfizer.

Los tres hombres caminaron hacia la pared más alejada de la puerta por la que habían entrado. Un sensor de movimiento hizo que el yeso que unía uno de los paneles cediera y dejara al descubierto un teclado numérico donde el sargento marcó un código de seis dígitos que provocó que a la derecha se alzara otro panel del tamaño de una puerta. Dentro había un pequeño cubículo, cuyo suelo estaba cubierto de linóleo de color verde vómito, el color favorito del Ejército (el mismo que se podía encontrar por todo el país en cualquier edificio gubernamental). Los tres hombres entraron, el sargento posó su mano sobre un panel de cristal y un fogonazo iluminó momentáneamente la habitación e hizo parpadear a Collins.

—Análisis de huella dactilar y de voz. Por favor, diga el destino —se escuchó decir a una voz artificial femenina que hablaba a través de un altavoz oculto.

—Lanzadera Nellis —dijo el sargento.

—Gracias, sargento Mendenhall —contestó la voz después de los tres segundos que tardaba en realizarse el análisis de voz y de huella dactilar.

—El cristal lee las huellas de los dedos y de la palma de la mano, y el ordenador analiza el tono y la pronunciación de la voz para permitirnos la entrada al Grupo. Se trata de un dispositivo de seguridad de ingeniería biomecánica —explicó Mendenhall—. Si el resultado de uno de los dos análisis no es realmente apropiado, ese ordenador con esa voz femenina tan sexi nos habría dado una descarga de dos mil voltios que nos habría dejado inconscientes —dijo al tiempo que sonreía.

—Muy bien, y ¿cuándo vamos a conocer al capitán Kirk y al señor Spock? —contestó Collins, sin devolver la sonrisa. Luego dejó pasar un momento y se volvió hacia el sargento—. Escuche… sargento Mendenhall, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Soy plenamente consciente de las posibilidades del sistema de seguridad de bioingeniería cifrada Kendall A2-6000. Es una gran ventaja disponer de él, pero podría haberlo inutilizado antes de entrar en la tienda. La línea eléctrica que lo alimenta proviene de la red de suministro de Las Vegas. Su generador se ve a simple vista; está en una caja desprovista de seguridad a la izquierda de la puerta trasera, tal y como pude claramente oír mientras daba un pequeño paseo antes de animarme a entrar en el edificio. No se enorgullezca tanto de algo que no se utiliza correctamente.

La puerta se cerró y el sistema hidráulico hizo que el ascensor descendiera velozmente y en silencio. Mendenhall se quedó callado, sin saber muy bien qué pensar de este hombre que conocía tan bien sus sistemas de seguridad. Observándolo mejor, se percató de algunas cicatrices que asomaban por debajo de la ropa.

El ascensor se movía tan silencioso como un susurro y el único indicio que el comandante tenía de que se estaban moviendo era que sentía que su estómago se había quedado en la tienda. Collins murmuró algo en voz muy baja.

—¿Cómo dice, señor?

—Que estoy harto del rollo James Bond.

—Sí, señor, tiene razón.

La puerta del ascensor se abrió y los tres hombres salieron a una plataforma de cemento que, para sorpresa de Collins, se trataba de un túnel para un tren. La vía era distinta a todas las que había visto, excepto quizá las de Disneylandia; tenía un solo riel que parecía estar hecho de cemento. Era una vía única con una tira de metal en el lado izquierdo.

—Solemos introducir a la gente a través de las puertas de Nellis, atravesando los controles habituales, señor, como si fueran personal de las Fuerzas Aéreas, pero tenemos estas posiciones sujetas a una renovación en los sistemas de seguridad. El director Compton y el senador pensaron que eso facilitaría la tarea.

—¿El senador? —preguntó Collins.

Ninguno de los dos hombres respondió.

—Por favor, manténganse detrás de la línea amarilla, su vehículo está a punto de llegar —dijo una voz generada por ordenador.

Mendenhall tiró delicadamente de la camisa del comandante, que miró hacia abajo y advirtió que estaba unos centímetros más allá de una línea amarilla pintada a palmo y medio del borde del andén, así que dio un paso atrás. De pronto se oyó un silbido proveniente del oscuro túnel. A continuación, Collins vio un pequeño vagón de metro acabado en punta por los dos lados y cubierto únicamente de vidrio desde la altura de la cintura; el vagón se detuvo delante de ellos. No se escuchó ningún sonido de frenada, solo una ráfaga de aire que hizo que se le alborotara el pelo.

—Su vehículo ya está aquí —dijo la voz.

—Caray, qué suavidad —comentó Collins.

—Su funcionamiento está basado en el electromagnetismo y la neumática: la tracción, el frenado y todo lo demás —se aventuró a decir el sargento, confiando en que los conocimientos del comandante no lo dejaran en evidencia.

Una puerta se abrió permitiendo la entrada a los tres pasajeros. Parecía una versión en miniatura del sistema de monorraíl que Collins había visto en algunos aeropuertos, con la única diferencia del morro puntiagudo. Se acomodó en uno de los asientos de plástico que había en la parte delantera, la puerta se cerró y volvió a escucharse la voz del ordenador:

—Bienvenidos al sistema de transporte Nellis. Durante el trayecto deberán permanecer sentados. La distancia hasta el andén principal es de dieciocho kilómetros y doscientos metros, y la duración del viaje será de dos minutos y treinta y tres segundos.

Collins frunció el ceño ante la idea de viajar sin conductor a semejante velocidad.

El vagón empezó a emitir un zumbido a medida que aumentaba la velocidad. Al otro lado del cristal todo estaba oscuro excepto la línea azul de alumbrado que iba por el centro de la vía. Las luces iban pasando de forma intermitente, cada vez más rápido, hasta convertirse en una línea continua de luz. El comandante notó que descendían ligeramente y fue consciente de que aquel tranvía se estaba adentrando en el desierto que rodeaba la ciudad de Las Vegas.

Dos minutos y medio más tarde, Collins notó que el vehículo empezaba a decelerar. Luego pudo ver la luz de un andén mucho más grande que el que acababan de dejar atrás. En el apeadero había un grupo de gente. Llevaban monos de trabajo y estaban metiendo algunas cajas en un ascensor. Los monos de trabajo eran de diferentes colores y había tanto hombres como mujeres.

—Bienvenidos a la plataforma Uno del Grupo —dijo el ordenador con cierto entusiasmo. Un silbido de aire precedió a la apertura de la puerta y los tres hombres se pusieron de pie.

—Ya no estás en Kansas, Toto —bromeó Mendenhall, y luego añadió «señor» al tiempo que salían a los dominios subterráneos del Grupo Evento.

El comandante Collins observó a los hombres y mujeres transportar las cajas al ascensor. El enorme montacargas tenía capacidad para albergar más de dos tanques, pero por el momento el personal solo estaba cargando pequeños contenedores y cajas en aquel espacio monstruoso.

—Sígame, por favor, aún nos queda parte del viaje —requirió el sargento.

Collins permitió de nuevo que el sargento cogiera su bolsa y siguió a los dos hombres de seguridad a través de más puertas. Junto a estas puertas solo había un indicador luminoso que apuntaba hacia abajo. Al acercarse, las puertas se abrían sin el ruido habitual de los ascensores. El sargento Mendenhall hizo un gesto con la cabeza al otro hombre, que se despidió después de saludar con bastante desgana.

—Yo lo escoltaré hasta el complejo, comandante. No nos gusta dejar a Artillero solo mucho tiempo. Tiene la manía de abrir en canal a los clientes que vienen a la tienda. —Mendenhall esbozó una sonrisa al tiempo que las puertas se cerraban.

Collins observó cómo el sargento repetía el proceso que había usado en el primer ascensor, solo que ahora, en vez de su mano, le tocó a su ojo derecho pasar por un reconocimiento ante una estructura hecha de goma flexible.

—Análisis de retina completado, sargento Mendenhall. ¿Puede, por favor, su acompañante colocar el pulgar de su diestra sobre la placa situada a la derecha? —solicitó el ordenador.

Mendenhall le señaló al comandante una superficie de cristal que había a la derecha del lector ocular que acababa de utilizar. Collins puso el pulgar derecho en el cristal y vio cómo las líneas de rayos láser rodeaban su dedo y después desaparecían.

—Gracias, comandante Collins. Pueden ustedes continuar.

—El ordenador ha registrado el peso del ascensor y ha detectado que no estaba solo, por eso sabía que había un acompañante. Este ascensor funciona a partir de un sistema neumático. Vamos a dejar que el aire a presión nos lleve hasta el complejo.

Collins vio en los indicadores en la parte izquierda del ascensor que la única posibilidad era descender, y los botones marcaban del 1 al 150. No hizo ningún comentario a la explicación de Mendenhall sobre el ascensor, ese asunto del aire a presión no le interesaba demasiado.

—¿Dónde demonios estamos, sargento? —preguntó Collins.

—Bueno, señor, la gente que le explicará eso cobra bastante más dinero que yo —contestó Mendenhall con una sonrisa mientras apretaba el botón del nivel seis—. Estamos en la zona más al norte de la base de la Fuerza Aérea de Nellis, debajo del antiguo campo de tiro de la artillería. Cuando las puertas se abran, nos encontraremos en el nivel principal del complejo, a ciento setenta metros bajo la superficie del desierto.

—Dios mío —fue lo único que el comandante alcanzó a contestar.

—En total hay ciento cincuenta niveles, lo que equivale a unos mil trescientos metros de profundidad. Es un buen tramo, sí. Los niveles principales fueron excavados a partir de unas cuevas similares a las de Carlsbad, solo que estas no fueron descubiertas hasta 1906. —El sargento hizo una pausa, y luego citó de memoria—: Esta es la segunda instalación del Grupo, la primera estuvo en Virginia. Pero este complejo en particular se construyó durante la segunda guerra mundial, durante el mandato del presidente Roosevelt. Supongo que en aquel entonces era más fácil ocultar el gasto. Los promotores fueron los mismos que diseñaron el Pentágono —dijo con una sonrisa.

—¿Qué hace el Grupo aquí? —preguntó Collins, mirando los botones del ascensor.

—Las preguntas más importantes se las tendrán que contestar otros.

El ascensor se detuvo suavemente con un ligerísimo balanceo. Mendenhall recogió la bolsa del comandante al mismo tiempo que las puertas se abrían. Collins salió a lo que parecía ser una tranquila sala de recepción normal y corriente.

—Comandante, espero que disfrute de su visita; conociendo su reputación creo que me gustará formar parte de su equipo —declaró el sargento de raza negra mientras dejaba la bolsa en el suelo. A continuación volvió al ascensor y las puertas se cerraron. A Collins ni siquiera le dio tiempo a darle las gracias antes de quedarse a solas frente a la flecha iluminada que señalaba hacia arriba sobre la puerta del elevador.

Collins examinó la sala de recepción. Había tres mesas situadas en distintos rincones de la sala cubierta por una moqueta de felpa de color verde bosque. Dos de ellas estaban ocupadas por dos hombres concentrados en su trabajo delante del ordenador. En la que estaba más cerca del centro había sentada una mujer. Su mesa era la más grande de las tres; la mujer se levantó, le sonrió y salió de detrás de la mesa. Se acercó y le tendió la mano.

—El comandante Collins, supongo.

—Así es, señora —contestó, estrechando la pequeña y elegante mano. Se trataba de una mujer menuda, cercana a la sesentena. Lucía una delgada cadena de oro alrededor del cuello de la que colgaban unas gafas bifocales. Iba vestida con un traje de chaqueta azul, una falda larga y una blusa blanca. Tenía el pelo entrecano y lo llevaba perfectamente recogido en un moño tirante. Apenas iba maquillada y como único adorno portaba una insignia de la bandera estadounidense en la solapa izquierda de la chaqueta.

—Bienvenido al Grupo Evento, también conocido como departamento 5656 del gobierno federal. Estoy segura de que conseguiremos que sus días aquí sean tan emocionantes como los que ha vivido hasta ahora en su carrera profesional —le dijo mientras le dedicaba una afable sonrisa.

Collins levantó una ceja mostrando sus dudas, gesto que no pasó desapercibido a la mujer, que continuó sonriendo y le dio una palmadita en la mano antes de soltarla.

Collins volvió a observar la zona de recepción. De una de las paredes colgaba un enorme retrato de Abraham Lincoln que no había visto nunca antes. El óleo mostraba al presidente sentado, leyendo un libro cuyo título no se alcanzaba a ver. En otra de las paredes había un cuadro algo más pequeño de Theodore Roosevelt, posando con el uniforme de los Rough Riders. Al lado había un retrato de Franklin, que era primo quinto de Teddy. También había expuestas vitrinas con maquetas de veleros, acorazados y otros ilustres barcos de guerra. En la pared del fondo había dos enormes puertas de madera de cinco metros de altura cada una, con picaportes de bronce en los que se reflejaba la luz de la oficina. Sobre las puertas, en una placa de roble, había una inscripción grabada con letras doradas que decía: «Aquellos que olvidan el pasado están condenados a repetirlo». Y luego, debajo, otra más pequeña: «En este laberinto reside la verdad de nuestro mundo, de nuestra civilización y de nuestra cultura».

—Bellas palabras, ¿verdad, comandante? —dijo la mujer.

—Sí, muy bellas, aunque quizá un poco ambiguas —contestó Collins, volviéndose para mirar a la pequeña y sonriente mujer.

—Le resultarán mucho más claras antes de que finalice su misión. Me llamo Alice Hamilton, llevo trabajando con el senador desde 1947 y ahora soy la asistente del director Niles Compton.

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