Buck y él habían estado caminando desde el alba para alcanzar la falda de las montañas antes del mediodía. Quería empezar a cavar en un lugar nuevo que había descubierto la semana anterior. Le había dicho a Buck que aquel lugar parecía prometedor.
De pronto, un intenso viento del sur se levantó sin avisar. La arena se estrelló contra el viejo y su mulo como si se tratara de un vertiginoso muro hecho de alfileres. El mulo corcoveó y comenzó a dar coces; los rebuznos del animal se perdieron en medio de la repentina furia del viento y de la arena. Gus se cubrió rápidamente la boca y la nariz con su pañuelo de color rojo y tiró con una mano de los arreos para tranquilizar al animal, mientras con la otra trataba de evitar que el vendaval se llevara su maltrecho sombrero de fieltro marrón.
—Eh, Buck, tranquilo, que solo es una racha de nada —gritó, pero sus palabras fueron engullidas por el viento.
El mulo sabía por instinto, igual que el viejo, que aquello no era un vendaval producido de forma natural. La temperatura había descendido al menos diez grados y ni tan siquiera un soplo de brisa había precedido al suceso. Gus Tilly había pasado en esas montañas toda su vida adulta y nunca había vivido nada parecido, no de esta manera. Además, sabía que Buck no se asustaba fácilmente, y sin embargo este extraño cambio de tiempo había inquietado muchísimo a su viejo amigo.
Los botes, las sartenes y el resto de utensilios del viejo buscador de oro tintineaban al tiempo que Buck intentaba liberarse de la pesada carga que llevaba. Mientras Gus trataba desesperadamente de tranquilizarlo, tanto el hombre como el animal escucharon un ruido ensordecedor. El viejo se agachó; por encima de su cabeza algo surcó los cielos provocando un inmenso estruendo. El vapor condensado proveniente de las nubes lo cubrió todo. A continuación, otro estruendo, diferente al primero, recorrió el cielo. Con la misma premura con la que había comenzado, el viento dejó de soplar y la arena se estabilizó. El anciano se quedó mirando el cielo y luego al mulo, que continuaba inquieto, observando el calmado desierto y olfateando el aire. Las orejas le temblaban.
—Esta es la cosa más condenadamente rara que he visto en mi vida, Buck. ¿Tú qué dices? —preguntó, quitándose de la cara el pañuelo cubierto de polvo.
El mulo se quedó mirando a su dueño y luego enseñó los dientes, los ocho que tenía. Pero antes de que pudiera decir nada más, una gran explosión recorrió el desierto y el viejo cayó de espaldas sobre las piedras y la maleza, y se quedó sin aliento a causa del golpe. Luego se dio la vuelta y se protegió la cabeza con las manos. El estruendo hizo que se le escapara el poco aire que le quedaba en los pulmones. Buck intentó extender sus fuertes patas para poder apoyarse mejor, pero perdió el equilibrio y se desplomó. Cayó primero sobre las rodillas y luego de lado, aplastando la carga cuidadosamente empaquetada. El suelo tembló un momento y luego se detuvo y todo volvió a recuperar la calma.
El viejo respiró con dificultad e intentó con todas sus fuerzas coger aire. Rodó sobre su dolorida espalda, levantó la vista y vio las estribaciones y las montañas que había un poco más allá. Estaban igual que en el último medio siglo de vida. Silenciosas y en calma. Pero le invadió un sentimiento de extrañeza que no había sentido nunca allí antes. Tragó saliva y se sostuvo sobre los codos, luego giró el cuerpo y se puso de pie. Nunca le había prestado especial atención a las montañas, pero ahora mirarlas atentamente le producía cierta inquietud. Mientras las observaba, varios conejos salieron de sus madrigueras y echaron a correr hacia el desierto, en dirección contraria a las montañas. Luego un coyote cruzó por delante de él, siguiendo a los conejos, pero sin ánimo de perseguirlos. El coyote echó la vista atrás, hacia las rocosas montañas, luego giró la cabeza y corrió todavía más rápido, con la lengua colgando.
Gus seguía sosteniendo en sus fuertes manos las riendas del mulo, y fue viendo, medio atontado, que Buck iba perdiendo la carga conforme caía hacia la derecha, se hincaba de rodillas y conseguía al fin enderezarse. El mulo miró al anciano con gesto acusatorio, como si él fuera el responsable de todo aquel embarazoso episodio.
Gus negó con la cabeza para despejar cualquier duda.
—No me mires así, hijo de puta, que bastante raro es ya todo esto y no he sido yo el que te ha tirado al suelo.
Pero Buck no escuchaba, tiró de las riendas, libre ya del control del viejo y, al igual que los conejos y el coyote, se alejó de las montañas todo lo deprisa que su pesada carga le permitió. Gus se quedó quieto, mirando con asombro al mulo correr por el desierto. Luego fue dándose lentamente la vuelta y se quedó observando las de nuevo tranquilas y, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, amenazantes montañas de la Superstición.
A Gus le costó más de una hora encontrar a Buck. Siguió el rastro de botes, sartenes y palas hasta que llegó al lugar donde su viejo compañero mascaba algo de artemisa junto a un derrubio. El mulo masticaba tranquilo, como si ya casi no recordara lo que les acababa de suceder. De uno de los lados del mulo pendía abierta la lona, de donde colgaban las pocas pertenencias del viejo que no habían caído al suelo durante la estampida. El anciano insultó al mulo mientras intentaba volver a meter las cosas y a colocar bien las alforjas. El animal, mientras tanto, apenas le prestaba atención.
—Muy bien, sigue como si no fueras tú el que corría como un conejo asustado —refunfuñó. Se puso delante de él y lo miró directamente a los ojos—. Podrías haberte roto una pata corriendo de ese modo por este secarral. —Gus se rascó la barba de cuatro días y habló con un tono más suave—. Ese viento también me ha asustado a mí, viejo, tampoco te pongas así.
Gus golpeó en el hocico del animal. A Buck le tembló el ojo derecho y agitó las orejas, pero siguió comiendo como si nada.
—Muy bien, no me hagas caso, cabrón. No te voy a volver a hablar en todo el día. Venga, vamos de vuelta para arriba y a trabajar.
Cogió las riendas y empezó a estirar. El mulo, después de una débil resistencia inicial, empezó a caminar mientras seguía masticando.
El viejo se ajustó el sombrero de fieltro y se secó el sudor de la cara.
—Dios, hoy va a hacer calor de verdad —dijo para sí mirando el sol—. En marcha, muchacho, el oro nos espera —afirmó sin mucho entusiasmo mientras emprendía a regañadientes el camino hacia la montaña.
El grupo Evento
Aquellos que olvidan el pasado están condenados a repetirlo
—GEORGE SANTAYANA
Bienvenidos, amigos, al espectáculo que nunca termina, nos alegra que estéis aquí, adelante, adelante…
—EMERSON, LAKE & PALMER
Las Vegas, Nevada
7 de julio. 9.00 horas
El comandante Jack Collins entró a la hora acordada en la casa de empeños Gold City. Dejó la bolsa de viaje en el suelo y se secó el sudor de la frente. El aire acondicionado de la tienda le concedió una tregua ante el implacable calor que hacía en el exterior. Tras pasar los últimos diez años yendo de desierto en desierto por todo el mundo, había acabado por acostumbrarse a las altas temperaturas, pero no era algo que le gustara.
Collins medía un metro ochenta y siete centímetros, y tenía el pelo oscuro y cortado al rape. Las miles de horas al sol en lugares no muy diferentes a Nevada habían marcado los rasgos de su rostro. Se quitó las gafas de sol y dejó que sus ojos se acostumbraran a la penumbra de la vieja tienda. Echó un vistazo a los objetos que había expuestos, tristes tesoros de los que la gente había tenido que separarse para, dependiendo del caso, poder seguir en Las Vegas o conseguir largarse de allí de una vez. Él mismo jugaba con cosas algo más preciadas que el dinero, normalmente con vidas humanas, incluida la suya.
Un hombre estaba de pie en silencio en la trastienda del local. En la tienda había instaladas seis cámaras sensibles al movimiento que registraban hasta el más mínimo detalle del recién llegado, desde la gota de sudor que le bajaba por la sien hasta las gafas de sol de marca que sujetaba con la mano derecha, la bonita chaqueta deportiva o la camisa azul claro que llevaba puestas. El hombre que lo observaba se volvió hacia una pantalla de ordenador y cruzó la imagen del extraño con una que había sido programada con anterioridad. Un láser de color rojo en forma de red registró el cuerpo del recién llegado, seleccionando puntos de referencia en su cabeza y cuerpo que debían ser interpretados por el ordenador. Al mismo tiempo, otro láser invisible leía la pequeña superficie de cristal maleable situada sobre el picaporte que había utilizado para entrar en la tienda. En otra pantalla de alta definición apareció una gran huella con todo tipo de detalles; este otro ordenador era capaz de leer los diminutos valles y espirales de la huella dactilar. Una huella, precisa hasta en lo más mínimo, apareció en la pantalla; luego el ordenador seleccionó dieciocho puntos distintos. Desde la huella almacenada en el ordenador surgieron distintas líneas que señalaban las coincidencias con la huella que se acababa de registrar en el pomo de la puerta. Siete coincidencias eran suficientes para condenar a alguien ante un tribunal, pero este sistema exigía un mínimo de diez. En la parte inferior derecha de la pantalla apareció un nombre, seguido, unos segundos después, de la imagen del hombre. En la foto que apareció llevaba una boina de color verde y posaba sentado con gesto serio. Debajo de la foto apareció el siguiente texto:
Comandante Jack Samuel Collins. Operaciones Especiales del Ejército de los Estados Unidos. Último destino: Kuwait capital. 5.° Grupo de Fuerzas Especiales. Destinado temporalmente al departamento 5656.
El hombre que había al otro lado de la puerta se rió en voz baja mientras leía el texto de la pantalla.
Destinado temporalmente, y una mierda
, pensó el viejo,
no si el senador y Doc Compton pueden evitarlo
.
Collins volvió a mirar a su alrededor y golpeó dos veces sobre el mostrador de cristal con el anillo en el que llevaba grabada la insignia de la Academia del Ejército de los Estados Unidos.
—¿Alguien me puede atender?
—Como rompas ese mostrador lo vas a tener que pagar —dijo una voz con tono cansino desde la parte trasera de la tienda.
El comandante miró a través de la oscuridad y el polvo de la lúgubre casa de empeños. Desde detrás de los instrumentos musicales y de los amplificadores vio aparecer a un hombre más bien menudo mientras se ponía las gafas que llevaba sobre la frente.
—¿Qué puedo hacer por ti, hijo? —preguntó con acento hispano el hombre de avanzada edad.
Collins dejó la bolsa donde estaba y se dirigió hacia el interior de la tienda, sin poder pasar por alto todos los objetos que había en las paredes y los estantes. Mientras cruzaba por entre las cajas de discos viejos y las de sus sustitutos, los cedés, advirtió el gesto de sorpresa del viejo.
—Quizá pueda usted ayudarme —dijo Collins, mientras sonreía ligeramente—. Estoy pensando en vender un reloj y no sé cuánto dinero podría costar.
—Depende de la calidad, hijo.
—Bueno, es un viejo reloj de bolsillo. Era de mi padre, se lo regalaron al jubilarse del servicio ferroviario.
—Los relojes de bolsillo son muy bonitos, no es fácil desprenderse de ellos.
Esa era la respuesta que Collins estaba esperando. Sacó del bolsillo de atrás su carné de identidad y lo puso sobre el mostrador de cara hacia el dependiente. El hombre de pelo cano y anteojos miró la identificación militar, luego volvió a mirar a los penetrantes ojos azules del forastero. Las contraseñas habían sido intercambiadas correctamente.
—Bienvenido al Grupo, comandante.
Collins se quedó mirando la tienda e hizo una mueca.
—Me lo habían pintado algo distinto —dijo mientras volvía la vista hacia el hombre que tenía delante.
—No se ría, comandante, esta tienda da buenos beneficios. Ya disfrutará de los resultados en el comedor del Grupo. —El viejo salió de detrás del mostrador y se dirigió hacia donde Collins había dejado su bolsa—. Soy el sargento de artillería Lyle Campos, del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, y el responsable de seguridad de este acceso. Se llama la «puerta Dos» —dijo mirando hacia atrás—. Si me sigue, le enseñaremos el complejo.
Cogió la bolsa del comandante y regresó tras el mostrador, haciéndole un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Tras pasar dos puertas batientes llegaron a la trastienda de la casa de empeños.
Dentro había otros dos hombres: el de menor estatura se adelantó y cogió la pesada bolsa de las manos de Campos; el otro, calvo y más musculoso, se acercó a Collins y lo miró de arriba abajo. Luego se guardó la Beretta automática de 9 mm que llevaba en el costado en la parte de atrás del pantalón.
—Bienvenido al desierto, señor. Soy Will Mendenhall, sargento del Ejército de los Estados Unidos. Este es el soldado de primera clase, Frakes. Es un marine cabeza hueca. —Le hizo una seña al que había cogido la bolsa.
—Lo escoltaremos a través del túnel que lleva hasta el Grupo, señor.
Collins no estaba impresionado, pero se mostró precavido. Los dos hombres iban vestidos de civiles: el soldado de los marines llevaba pantalones cortos y el sargento de raza negra llevaba una camisa hawaiana roja demasiado chillona y unos pantalones Levi's. Collins asintió y se preguntó para sus adentros qué mierda de misión era esta a la que le habían destinado.
—Artillero, ¿puedes poner la señal de cerrado en la puerta hasta que volvamos? —dijo Mendenhall.
El viejo inclinó la cabeza una vez más y salió de la oficina sin decir una palabra.
—Tendrá que disculpar al sargento de artillería, comandante, está un poco molesto desde que lo han destinado aquí. Quiere seguir formando parte del Grupo, pero solo se le permite estar en la puerta de seguridad y sospecho que es posible que incluso eso cambie dentro de poco.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Collins.
Mendenhall hizo un gesto al comandante de que lo siguiera.
—Nadie hace ningún comentario respecto a su edad, es una cuestión de pura supervivencia. Puede que tenga unos años, pero es más hombre que muchos a los que dobla en edad. Si se lo preguntara, estoy seguro de que me rompería el culo de una patada… señor —dijo dándose la vuelta al tiempo que caía en la cuenta de que estaba hablando con su nuevo jefe y de que su comportamiento era propio de un inconsciente.