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Authors: Kerstin Gier

Esmeralda (32 page)

«Inmortal.» Al principio me había negado a creer la afirmación de Gideon, aunque solo fuera por lo absurda que era y porque, con tantas complicaciones, mi vida ya estaba al borde del colapso sin necesidad de que le añadiera una nueva. Sencillamente, mi entendimiento se negaba a aceptarlo. Pero la verdad es que en mi fuero interno enseguida había sabido que Gideon tenía razón: la espada de lord Alastair me había matado. Había sentido el dolor y había visto cómo los míseros restos de lo que había sido mi vida desaparecían. Había exhalado mi último suspiro. Y sin embargo, aún seguía viva. La noche anterior, a partir del anuncio de Gideon, la inmortalidad se había convertido en nuestro único tema de conversación, sobre todo porque, después de la primera impresión, no había habido forma de frenar a Leslie y a Xemerius.

—¿Significa eso que nunca le saldrán arrugas?

—Pero si le cayera encima un bloque de cemento de ocho toneladas, ¿seguiría viviendo tan plana como un sello de correos?

—Tal vez no sea inmortal, tal vez solo tenga siete vidas como los gatos.

—Si le vaciaran un ojo, ¿volvería a crecerle uno nuevo?

El hecho de que Gideon no tuviera respuesta para ninguna de sus preguntas no parecía preocuparles especialmente, y probablemente habrían seguido así durante toda la noche si mamá no hubiera entrado y hubiera enviado a Leslie y a Gideon a sus casas. «Por favor, Gwendolyn, piensa que ayer aún estabas enferma —había dicho—. Te conviene dormir.» ¡Dormir! ¡Como si después de un día como ese pudiera pensar siquiera en dormir! ¡Y aún nos quedaban un montón de asuntos por comentar!

Pero mamá se había mostrado implacable, así que había acompañado a Gideon y a Leslie hasta la puerta para despedirme, y Leslie, muy en su papel de buena amiga, había comprendido enseguida la situación y se había adelantado unos pasos en dirección a la parada del autobús para hacer una llamada urgente. (La oí decir: «Eh, Bertie, enseguida estaré en casa».) Por desgracia, Xemerius no era tan delicado como ella, y en lugar de marcharse, se había colgado cabeza abajo del porche y había empezado a cantar con voz cascada:

«Gidi y Gwendolyn se besan bajo la cornisa mientras Xemerius se parte de risa».

Al final me había separado a regañadientes de Gideon y había vuelto a mi habitación con la firme intención de pasarme la noche rumiando, telefoneando y trazando planes, pero apenas me había tendido sobre la cama —solo un momento— me había quedado traspuesta. A los otros, por lo visto, les había ocurrido lo mismo que a mí, porque no había ninguna llamada perdida en la pantalla de mi móvil.

Miré a Xemerius, que se había replegado sobre sí mismo al pie de la cama y en ese momento se desperezaba y bostezaba ruidosamente, y le dije con tono de reproche:

—¡Tendrías que haberme despertado!

—¿Acaso soy vuestro despertador, oh inmortal señora?

—Pensaba que los fantasmas… los daimones no necesitaban dormir.

—Tal vez no lo necesiten —dijo Xemerius—, pero después de una cena tan opípara siempre sienta bien echarse una cabezadita. —Arrugó la nariz—. Igual que a ti te sentaría bien una ducha.

En eso tenía razón. Como los demás aún dormían (al fin y al cabo era sábado), pude ocupar el baño durante lo que a mí me pareció una pequeña eternidad y utilizar toneladas de champú, gel, pasta de dientes, loción corporal y crema antiarrugas de mamá.

—Déjame que lo adivine. La vida es tan, tan maravillosa y tú te sientes (ja, ja) como si acabaras de nacer —comentó luego Xemerius con sequedad mientras me vestía y le dirigía una sonrisa radiante a mi imagen en el espejo.

—¡Exacto ! ¿Sabes?, de algún modo es como si viera la vida con unos ojos totalmente diferentes…

Xemerius lanzó un resoplido.

—Puede que te creas que has tenido una iluminación, pero en realidad solo son las hormonas. Hoy dando brincos de alegría y mañana destrozada —dijo—. ¡Mujeres! Durante los próximos veinte o treinta años no pararán. Y luego pasarás directamente a la menopausia. Aunque en tu caso tal vez sea distinto. Me cuesta un poco imaginarme a una inmortal en plena crisis de mediana edad.

Le dediqué una sonrisa benévola.

—¿Sabes, pequeño cascarrabias?, tú ya tienes al menos…

Una llamada al móvil interrumpió mi charla. Leslie preguntaba a qué hora nos encontraríamos para preparar los disfraces de marcianas para la fiesta de Cynthia. ¡La fiesta! No podía comprender que pudiera tener eso en la cabeza en esos momentos.

—¿Sabes, Les?, estoy pensando en si debería ir o no. Han pasado tantas cosas y…

—Tienes que ir a la fiesta. Y lo harás —dijo con un tono que no admitía réplica—. Porque ayer aún tuve tiempo de organizar lo de la compañía, y si no fuéramos quedaría fatal.

Gemí.

—Espero que no hayas reclutado otra vez a ese primo bobo con su amigo que no para de tirarse pedos. —Durante un horrible instante tuve la visión de una bolsa de basura verde que se hinchaba y se hinchaba—. La última vez juraste que no volverías a hacerlo nunca más. Confío en que no tendré que recordarte el asunto de los besos de chocolate que…

—¿Me tomas por tonta? ¡Ya sabes que nunca repito dos veces el mismo error! —Leslie hizo una pausa, y luego comentó con aparente indiferencia—: Ayer, de camino al autobús, le hablé a Gideon de la fiesta. Y se propuso formalmente como acompañante. —Otra pequeña pausa—. Él y su hermano pequeño. Y por eso ahora no puedes rajarte.

—¡Les! Podía imaginarme perfectamente cómo había ido la conversación. Leslie era una maestra de la manipulación. Probablemente, Gideon ni se había enterado de lo que pasaba.

—Ya me darás las gracias más tarde —dijo Leslie, y soltó una risita—. Ahora solo tenemos que pensar en cómo vamos a arreglar lo de los disfraces. Ya he montado unas antenas en un colador de cocina verde; queda genial como sombrero. Si quieres, te dejo a ti el resto.

Gemí.

—¿Estás loca? ¿De verdad quieres que en mi primera cita oficial con Gideon me presente embutida en una bolsa de basura y con un colador en la cabeza?

Leslie dudó solo un momento.

—¡Es arte! Y es gracioso. Y no cuesta nada. Además, está tan colado por ti que no le importará.

Comprendí que la situación requeriría métodos un poco más refinados.

—Muy bien. Si tanto insistes, iremos de basureras marcianas —dije aparentemente resignada—. La verdad es que me da un poco de envidia ver que a ti no te importa nada que Raphael encuentre sexis o no a las chicas con antenas y un colador en la cabeza. Y que crujas al bailar y te sientas como… un cubo de basura. Y que desprendas un ligero olor a química… Y que Charlotte pase flotando ante nosotras con su vestido de elfo haciendo comentarios desagradables…

Leslie calló durante unos segundos antes de admitir:

—Tienes razón, realmente me importa un pimiento…

—Sí, ya lo sé. Si no, te hubiera propuesto que le pidiéramos a madame Rossini que nos vistiera. Podría prestarnos todo lo que tiene en verde en su taller: vestidos de películas de Grace Kelly y Audrey Hepburn. Vestidos de baile de la época del charlestón, de los felices años veinte. O vestidos de noche de…

—¡Muy bien, muy bien —chilló Leslie—, ya me has convencido con lo de Grace Kelly! Olvidémonos de esas asquerosas bolsas de basura. ¿Crees que madame Rossini estará despierta?

—¿Qué tal estoy?

Mamá volvió a girar sobre sus talones. Desde que esa mañana mistress Jenkins, la secretaria de los Vigilantes, la había llamado para pedirle que me acompañara a Temple para elapsar, se había cambiado de ropa tres veces.

—Muy bien —dije sin mirarla.

La limusina doblaría la esquina en cualquier momento. ¿Vendría también Gideon a recogerme, o me esperaría en el cuartel general? La noche anterior había terminado demasiado bruscamente, y había tantas cosas que teníamos que decirnos todavía.

—Si me lo permite, el conjunto azul me parece más apropiado —señaló mister Bernhard, que quitaba el polvo de los marcos de los cuadros del vestíbulo con un enorme plumero.

Mamá volvió a salir corriendo escaleras arriba.

—¡Tiene tanta razón, mister Bernhard! Este parece demasiado rebuscado. Demasiado elegante para un sábado al mediodía. Vete a saber qué podría imaginarse. Como si me hubiera emperifollado especialmente para él.

Le dediqué una sonrisa reprobadora a mister Bernhard.

—¿Tenía que decírselo?

—Me ha preguntado. —Los ojos marrones tras las gafas de mochuelo me dirigieron un guiño y luego se desviaron para mirar a través de la ventana—. Oh, ahí viene la limusina. ¿Debo indicarles que se retrasarán un poco? No encontrará unos zapatos a juego para el conjunto azul.

—¡Ya me ocupo yo! —Me colgué la cartera al hombro—. Hasta luego, mister Bernhard. Y por favor, controle un poco a usted-ya-sabe-quién.

—Por descontado, miss Gwendolyn. Me encargaré de que usted-ya-sabe-quién no se acerque a usted-ya-sabe-qué.

Con una sonrisa casi imperceptible en los labios, mister Bernhard volvió a concentrarse en su trabajo.

Gideon no estaba en la limusina, pero sí el inevitable mister Marley, que ya había abierto la puerta del coche antes de que yo pisara la acera. Su cara de luna seguía tan enfurruñada como en los últimos días, incluso diríase que un poco más. Y no pronunció ni una palabra para responder a mi entusiasta:

—¿No le parece que hace un día magnífico?

—¿Dónde está mistress Grace Shepherd? —preguntó en lugar de eso—. Tengo órdenes de llevarla también a Temple sin demora.

—Suena como si quisiera llevarla ante un tribunal —dije alegremente mientras me instalaba en el asiento trasero sin saber aún lo cerca que estaba mi comentario de la verdad.

Después de que mamá por fin hubiera acabado de arreglarse, hicimos el recorrido hasta Temple con bastante rapidez para lo que es habitual en Londres. Solo nos quedamos atascados en tres embotellamientos, y cuando llegamos, al cabo de cincuenta minutos, volví a preguntarme por qué no podíamos coger sencillamente el metro. Mister George nos saludó en la entrada del cuartel general. Me fijé en que tenía una expresión más seria de lo habitual y en que su sonrisa parecía un poco forzada.

—Gwendolyn, mister Marley te acompañará abajo a elapsar. Grace, la esperan en la Sala del Dragón.

Miré a mamá extrañada.

—¿Qué quieren de ti los Vigilantes?

Mamá se encogió de hombros, pero me pareció que estaba un poco tensa.

Mister Marley sacó el pañuelo de seda negro.

—Venga conmigo, miss. —Me sujetó por el codo, pero me soltó inmediatamente al ver cómo le miraba. Con los labios apretados y las orejas enrojecidas, murmuró entre dientes—: Sígame. Este mediodía tenemos un plan de trabajo muy apretado. Ya he ajustado el cronógrafo.

Le dirigí a mamá una sonrisa de ánimo y luego salí corriendo detrás de mister Marley, que había adoptado un ritmo frenético y como de costumbre iba hablando animadamente consigo mismo mientras caminaba. En la siguiente esquina hubiera arrollado a Gideon si este no hubiera tenido bastantes reflejos para apartarse en el último momento.

—Buenos días, Marley —dijo despreocupadamente mientras mister Marley daba un cómico brinco con efecto retardado.

Mi corazón también dio un brinco, sobre todo porque el rostro de Gideon se había iluminado al verme con una gran sonrisa del tamaño (¡como mínimo!) del delta oriental del Ganges.

—Eh, Gwenny, ¿has dormido bien? —preguntó cariñosamente.

—Pero ¿qué está haciendo aquí arriba todavía? Hace rato que tendría que estar vistiéndose en el taller de madame Rossini —protestó mister Marley—. Hoy tenemos un plan de trabajo realmente apretado y la operación Turmalina negra barra Za…

—No tiene por qué preocuparse, mister Marley —dijo Gideon amablemente—, adelántese, que yo ya vendré con Gwendolyn dentro de unos minutos, y luego me cambiaré en un segundo.

—No está usted auto… —empezó a decir mister Marley, pero de repente de los ojos de Gideon desapareció todo rastro de amabilidad, y su mirada se volvió tan fría que mister Marley no se atrevió a continuar y se limitó a decir encogiendo la cabeza:

—Sobre todo no se olvide de vendarle los ojos. —Le tendió el pañuelo negro a Gideon y se alejó caminando a grandes zancadas.

Sin esperar a que desapareciera de nuestra vista, Gideon me atrajo hacia sí y me besó en la boca.

—Te he echado tanto de menos.

Me alegré de que Xemerius no estuviera presente mientras respondía en un susurro «Y yo a ti», le echaba los brazos al cuello y le devolvía el beso apasionadamente. Gideon me empujó contra la pared, y no nos separamos hasta que un cuadro cayó al suelo a mi lado: una pintura al óleo con un velero de cuatro palos en un mar tempestuoso.

Sin aliento, traté de volver a colgarlo en su sitio, y Gideon me echó una mano.

—Quería llamarte otra vez ayer por la noche —dijo—, pero pensé que tu madre tenía razón y que realmente necesitabas dormir con urgencia.

—La verdad es que sí que lo necesitaba. —Me apoyé de nuevo con la espalda contra la pared y le sonreí irónicamente—. He oído que vamos a ir juntos a una fiesta esta noche.

Gideon se echó a reír.

—Sí, una cita a cuatro, con mi hermano pequeño. Raphael se puso contentísimo cuando se lo dije, sobre todo cuando se enteró de que había sido idea de Leslie. —Me acarició la mejilla con la punta de los dedos—. De hecho, me había imaginado nuestra primera cita de un modo distinto, pero tu amiga puede ser muy convincente.

—¿También te dijo que es una fiesta de disfraces?

Gideon se encogió de hombros.

—A estas alturas ya no me sorprende nada. —Las puntas de sus dedos bajaron por mis mejillas hasta llegar a mi cuello—. Nos quedó tanto… por comentar anoche. —Se aclaró la garganta—. Me gustaría saberlo todo sobre tu abuelo y también querría que me explicaras cómo demonios conseguiste encontrarte con él, o, mejor dicho, cuándo. ¿Y qué pasa con ese libro que Leslie sostenía en alto todo el rato como si fuera el Santo Grial?

—¡Ah,
Anna Karenina
! Te lo he traído, aunque Leslie opinaba que aún debíamos esperar un poco, hasta que estuviéramos del todo seguras de que estabas de nuestro lado. —Moví la mano buscando la cartera, pero no la llevaba encima. Chasqueé la lengua, enojada—. ¡Vaya! Mamá me ha cogido la cartera al bajar del coche.

En algún lugar sonó la melodía de «Nice Guys Finish Last» y no pude evitar que se me escapara la risa.

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