Vuelvo a acercarme al edificio, bordeo el muro por la izquierda hasta el ángulo, buscando una puerta de servicio o un tragaluz que pueda forzar. Diviso otra escalera que arranca también desde las rocas. Movido por el instinto, empiezo a subirla y descubro, a medio camino, una puerta de hierro.
El acceso al sótano o a un garaje.
Hormigueo en el cuerpo. Desenfundo la Glock y quito el seguro. Tengo el abrigo pegado al cuerpo, empapado y helado a la vez. Con un gesto reflejo, palpo la X de acero que cierra el paso, imposible forzar semejante muralla. Giro el pomo, por si acaso. La puerta pivota sobre sus goznes. Está abierta.
¡Simplemente abierta!
Cargo la pistola y me escabullo entre las sombras.
Un pasillo.
Completamente negro.
Avanzo en las tinieblas, sin pensar en nada, dejando detrás de mí la puerta entreabierta sobre el ruido del torrente. Inmediatamente, sé que no estoy en un simple trastero, garaje o nave. Estoy en la antecámara de un santuario. Un lugar de hormigón y silencio, donde se esconden los peores secretos.
Mis ojos se adaptan a la oscuridad. Otra puerta, al fondo del pasadizo. A cada paso, siento cómo el corazón aprieta mis costillas. Un calor viene a mí. Una humedad que no tiene nada que ver con la estación del año ni con el frío del exterior. También noto un olor que reconozco al instante.
Carne cruda.
Carne en mal estado.
Por fin he llegado. Estoy en el antro del Visitante del Limbo. Sigo avanzando. Ni un ruido, excepto un zumbido que proviene de una caldera o de un sistema de ventilación. El calor aumenta. La puerta, frente a mí. La pesadilla me espera del otro lado. Esta evidencia —grito silencioso en mi cabeza— me anestesia de golpe. Con la mano en el pomo, estoy tranquilo, como desvinculado de la realidad.
La puerta se abre sin resistencia. Todo es demasiado fácil. Lejos, muy lejos en mi espíritu, una alarma suena, esa fluidez huele a trampa, a un anillo que me encerrará. Beltreïn está aquí y me espera. SOLO TÚ Y YO.
La habitación está sumida en la oscuridad. Cojo la linterna y la enciendo. Me esperaba un criadero de insectos, un invernadero lleno de líquenes. Es un simple laboratorio de fotografía digital. Procesadores, objetivos, escáneres, impresoras.
Me acerco a una mesa de dibujo apoyada sobre caballetes, las fotografías están amontonadas en desorden. Dejo la linterna sobre la mesa, enfundo el arma y me pongo los guantes de látex. Vuelvo a coger la Streamlight y la dirijo hacia las fotografías. Reencuentros. El rostro deformado de Sylvie Simonis. Su cuerpo roído por los gusanos y las moscas. Salvo que en estas imágenes la mujer todavía vive.
Dominando los escalofríos, paso a las otras fotos. Un hombre en estado de descomposición; su rostro se reduce a una boca que aúlla. Salvatore Gedda. Más fotos. Un anciano agonizando, verdoso, cuyas carnes se rompen por la presión de los gases. El padre de Raïmo, sin duda.
Otros rostros, otros cuerpos. Otras confirmaciones. Desde hace años, Beltreïn golpea en toda Europa guiado por su especialidad, condicionando a los reanimados, torturando, descomponiendo, asesinando a las víctimas declaradas culpables, vengando a los Sin Luz en nombre del diablo.
Querría que este momento fuera histórico.
Que el mundo entero lo supiera.
«Viernes 15 de noviembre de 2002, ocho de la tarde, el inspector jefe Mathieu Durey identifica, sobre la ladera del Gantrisch, a uno de los asesinos en serie más perversos de este siglo que empieza.»
Pero no.
Nadie sabe que estoy aquí.
Nadie sospecha siquiera la existencia de este asesino único.
Alzo los ojos. Delante de mí, otra puerta pintada de negro. La prolongación del infierno. Rodeo la mesa. El olor a carne muerta se vuelve cada vez más presente. Una película de sudor adhiere la ropa a mi piel. Los tengo por corbata. Los pulmones encogidos, del tamaño de dos manzanas. Y un pensamiento consume que me mantiene alerta: Beltreïn no anda lejos.
Es una puerta cortafuego, con burletes en las juntas. Inspiro una bocanada de aire y entro, sin dificultad. No hay duda. Camino hacia una trampa. Pero es demasiado tarde para retroceder. Estoy hipnotizado, aspirado por la inminencia de la verdad, del desenlace final.
El olor a carne podrida asciende como una ventisca. Respiro solo por la boca. Es una inmensa estancia rectangular, débilmente iluminada; las paredes laterales están cubiertas de jaulas upadas con gasas. Exactamente como en casa de Plinkh. El techo y la parte superior de las paredes están revestidos de papel manila reforzado con fibra de vidrio. El calor es sofocante, cargado de los efluvios de la carne en descomposición. En el suelo, unos enormes humidificadores ocupan los cuatro rincones de la habitación.
Las fotografías pegadas sobre el muro del fondo provienen de la colección de la sala precedente. Me acerco. Rostros roídos, carnes hormigueantes, heridas purulentas. Pero también hay imágenes de manuales de medicina forense, de libros de anatomía. Grabados, planchas de insectos depredadores, dibujados con pluma. Todo es exactamente como en casa de Plinkh. En versión bárbara y criminal.
En el centro de la habitación, sobre una mesa de laboratorio, hay frascos, acuarios; todos están cubiertos con tela o con bolsas de basura. No me atrevo a imaginar lo que esconden: el alimento de las legiones de Beltreïn.
Me concentro en mi papel de madero. Soy el inspector Durey. Estoy en una misión y debo proceder a un registro reglamentario. No puede ocurrirme nada.
Levanto las telas y contemplo el interior de los recipientes de vidrio. Un pene arrancado, ojos, todo en una suspensión de formaldehído. Un corazón y un hígado marrón oscuro apenas visibles dentro de un líquido fibroso.
Esos restos humanos no pertenecen a las víctimas, lo sé. El matasanos es también un ladrón de cadáveres. Un profanador de sepulturas. Gracias a los cargos que ocupa, tiene acceso a las listas de defunciones no solo de su hospital sino también de Lausana y su región. ¿Desentierra él mismo los cuerpos para alimentar a sus tropas? Pienso en las familias suizas que van a recogerse ante unas tumbas vacías.
—Podría alimentarlos con carroña de animales, pero no correspondería a la esencia de este lugar.
Me vuelvo. Moritz Beltreïn está en la entrada. Lleva una bata sucia, abierta sobre el polar, con las dos manos en los bolsillos de los vaqueros. Siempre con ese aire de doctorando con Adidas Stan Smith. Su cabeza parece más ridícula que nunca, con el flequillo de caniche y las gafas gruesas.
Apuntándolo con mi Glock, le ordeno:
—Saque las manos de los bolsillos, lentamente.
Lo hace, con cierta dejadez.
—¿Por qué? —grito de repente lanzando una mirada desorbitada a mi alrededor—. ¿Por qué todo eso? ¿Esos muertos? ¿Esas torturas? ¿Esos insectos?
—Has llevado a cabo una investigación excepcional, Mathieu. La única que concierne a la cuestión primordial.
—¿El diablo?
—La muerte. En el fondo, los maderos, los jueces, los abogados no hablan nunca del hecho principal, de lo esencial: los muertos. ¿Qué opinan ellos de los asesinatos de los que fueron víctimas? ¿Qué harían si pudieran vengarse?
En sus gafas empañadas se reflejan las jaulas verdes; es imposible ver sus ojos. Me tutea: después de todo, somos enemigos íntimos.
—Por vez primera —prosigue—, gracias a nuestro Amo, los muertos tienen la palabra. Una segunda oportunidad. Los ayudo a volver y a vengarse de la crueldad de los vivos.
Tengo ganas de gritar. Beltreïn sigue hablando como si los Sin Luz fueran los autores de esos crímenes. No voy a dejarme engatusar. Recupero el aliento y articulo, más tranquilo:
—Es usted quien ha matado a Sylvie Simonis, a Salvatore Gedda, a Arturas Rihiimäki. ¡Y a muchos más!
—No has entendido nada, Mathieu. Yo no he matado a nadie. —Abre las manos, con una expresión modesta—. No soy más que un abastecedor. Digamos que un intermediario. Solo proporciono la… materia prima.
No puedo creer lo que oigo. Por fin he encontrado al asesino, al demente, al Visitante del Limbo, y el muy tarado aún me suelta un rollo sobre la culpabilidad de los Sin Luz.
—Lo sé todo —digo apretando los dientes—. Sus intrusiones en la mente de los reanimados. Su método para recrear una NDE. La utilización de la sugestión, de la iboga y de no sé qué otras sustancias. Usted ha condicionado a esa gente. Usted les ha hecho creer que habían visto al diablo. Usted ha manipulado sus memorias. Usted los ha convencido de su culpabilidad. Pero es usted y solo usted el que tortura y mata. Usted fabrica a los Sin Luz. Usted organiza su venganza. ¡Usted siembra el mal y la muerte!
—Estoy decepcionado, Mathieu. Has llegado hasta mí y, sin embargo, todavía no comprendes gran parte de la verdad. Porque te niegas, incluso ahora mismo, a la evidencia: el poder de Satán. Él los salvó y, luego, ellos se vengaron. Un día se escribirá un libro acerca de los Sin Luz.
Yo sí que estoy decepcionado. No conseguiré ninguna argumentación racional por parte de este asesino. Beltreïn es prisionero de su locura. Listo para el psiquiátrico y para la absolución. Pienso en los cuerpos retorcidos por el sufrimiento, en el cadáver castrado de Sarrazin, en la locura sin remisión de Luc… y me preparo para disparar.
—Se acabó, Beltreïn. Soy el final de la historia.
—Nada se ha acabado, Mathieu. La cadena no se romperá. Esté yo o no.
Siento una vibración en la piel. El móvil. Me quedo paralizado. El médico sonríe.
—Contesta. Estoy seguro de que esta llamada te interesará.
Su voz confiada me aterroriza. Esa llamada parece formar parte de un plan elaborado durante mucho tiempo. Pienso en Manon. Palpando el bolsillo, encuentro el móvil. Foucault:
—¿Dónde estás?
—En Suiza.
—¿En Suiza? Pero ¿qué coño haces allí?
La voz de mi adjunto no es la de siempre. Algo ha ocurrido.
—¿Qué pasa?
El madero no contesta. Su respiración en el móvil. Como si contuviera el llanto. No aparto los ojos de Beltreïn; sigo apuntándolo.
—¡Joder! ¿Qué pasa?
—Laure ha muerto. Laure y sus dos hijas.
Todo a mi alrededor se tambalea. De golpe, se me hiela la sangre. Bajo el flequillo y las gafas, asoma la sonrisa inalterable de Beltreïn. Me apoyo en la mesa y toco un frasco. Saco inmediatamente los dedos.
—¿Qué… qué quieres decir?
—Degolladas. Las tres. Estoy en el piso. Todo el mundo está aquí.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—Según los primeros datos, hace una hora.
Mis ojos se llenan de lágrimas. Mi visión se vuelve borrosa. No entiendo nada. Pero una evidencia palpita ya en el fondo de mi mente: el autor de la matanza no puede ser Beltreïn. Encuentro fuerzas para preguntar:
—¿Estáis seguros?
—Totalmente. Los cuerpos todavía están calientes.
Ningún sospechoso para esta nueva carnicería. Ninguna explicación para este último horror. Luego, como un veneno, la voz de Luc: «Manon. Querrá vengarse». De pronto, me acuerdo. Luc me rogó que protegiera a su familia y yo no moví un dedo. No había vuelto a pensar más en su petición. Me tiembla la voz.
—¿Dónde está Manon?
—Libre. La han soltado hace cinco horas.
—Joder, te había dicho que…
—No lo entiendes. Cuando me has llamado, ella ya había salido.
—¿Y no sabes dónde está?
—Nadie lo sabe. Todos los maderos la buscan.
—¿Por qué?
—Mat, no estás al día. Durante su detención, Manon se ha puesto histérica. Ha jurado que se vengaría de Luc. Que destruiría a su familia. Han encontrado sus huellas por todo el piso.
—¿QUÉ?
—Por Dios, ¡espabila! ¡Ella las ha matado! A las tres. ¡Es un monstruo! ¡Un jodido monstruo en libertad!
Me siento en caída libre. Y ahí están Beltreïn y su sonrisa. Su silueta rechoncha a través de mis lágrimas. Una espiral me arrastra me aspira. El mal es la falta de luz. Y esa carencia me absorbe como un gigantesco agujero negro…
Me desvanezco. Una fracción de segundo. Pero inmediatamente me recupero. Beltreïn ya no está allí. Por un reflejo condicionado, guardo el móvil y apunto con mi arma. Detrás de mí resuena una voz:
—¿Convencido por fin?
Media vuelta. Beltreïn está en la pared del fondo, entre las fotos del horror. En su mano, una enorme automática: una Colt 44.
No tiene importancia.
De ahora en adelante, ya nada tiene importancia.
Moriremos los dos.
—Manon las ha matado, ¿verdad? —pregunta con una voz suave—. Se ha vengado. Esperaba una llamada de ese tipo.
—Es imposible. Estaba en detención preventiva.
—No. Y lo sabes. Es hora de que mires la verdad cara a cara.
No sé qué contestar. Mi facultad de pensar está bloqueada, destruida.
—Ella es Su criatura —prosigue—. Nada la detendrá. Es libre. Intensamente libre. «La ley es lo que hacemos.»
Lanzo una especie de jadeo, a mitad de camino entre la risa y el sollozo.
—¿Qué le ha hecho? ¿Qué le ha inyectado?
Su sonrisa se amplía, fraudulenta, maliciosa, bajo las gafas.
—No le he hecho absolutamente nada. Ni siquiera le he salvado la vida.
—¿Y su máquina?
—Estás atrapado en tu lógica, Mathieu. Nunca has visto más allá de tu raciocinio. Manon ha sido salvada por el diablo. Si te hubieran dicho que había sido salvada por Dios, habrías cerrado los ojos y recitado un padrenuestro.
Quiero gritar «¡No!» pero no sale nada de mi garganta. Por fin tomo conciencia de nuestro fin inminente: arma contra arma, nos mataremos el uno al otro. Sin embargo, mi indiferencia ya empieza a desvanecerse: no debo morir. La investigación no ha terminado. Debo arrancar a Manon de esa pesadilla. Probar su inocencia. Debo reaccionar y neutralizar a ese cabronazo.
—Buscas a un asesino terrenal —prosigue—. Siempre has rechazado lo que estaba en juego en tu investigación. Tu único enemigo es nuestro Amo. Está aquí, oculto en nuestro interior. No importa quién ha matado o quién ha muerto. Lo que importa es Su poder en acción, que revela los engranajes secretos del universo. Los Sin Luz son los faros, Mathieu. Solo los ayudo. Los espero a la salida de la garganta. Ellos ni siquiera me interesan. Lo que me interesa es la luz oscura que titila en el fondo de sus almas. ¡Satán detrás de sus actos!
Ya no escucho su delirio. Si Beltreïn estaba en Suiza, ¿quién ha matado a Laure y a sus hijas? La historia no ha terminado. La investigación no está cerrada.