Volví al vestíbulo, me quité la gabardina y dejé el arma. La lluvia golpeaba con furia el tejado, los cristales, las paredes; todo el espacio estaba sumido en una inmersión crepitante, cadenciosa.
Me instalé detrás del escritorio y enchufé el USB en mi Mac. Apareció el icono del expediente. Utilicé el programa que Foucault había adjuntado y abrí las páginas de la magistrada.
Foucault estaba en lo cierto. Corine Magnan no tenía nada.
Ni contra Manon ni contra nadie.
Leí. La declaración de Manon, hecha en Lausana el 29 de junio de 2002, dos días después del descubrimiento del cuerpo de su madre. Otros testimonios, recogidos por la juez en la ciudad suiza. El rector de la Universidad de Lausana. Los vecinos de Manon, los comerciantes de su barrio. Había un vacío en los horarios de Manon, pero la ausencia de coartada nunca ha señalado a un culpable. En cuanto a su formación universitaria, solo era una presunción más.
Cerré el ordenador, tranquilizado. Aunque la pelirroja perdiera el tiempo interrogando a Manon en París, no tendría más de lo que había conseguido en Lausana. Y el testimonio de Luc no cambiaría la situación.
Cinco y media de la mañana
Me estiré y me levanté para dirigirme hacia el baño. En ese instante, un crujido salió del dormitorio. Me acerqué y sonreí. Con el ruido de fondo del aguacero, Manon hablaba en sueños. Un rumor suave, un balbuceo de princesa dormida. Agucé el oído y, de repente, unas tenazas de acero me oprimieron el corazón.
Manon no hablaba en francés.
Hablaba en latín.
Tuve que aferrarme al bastidor de la ventana para no gritar.
El murmullo me taladraba la cabeza.
—
Lex est quod facimus… lex est quod facimus… lex est quod facimus… lex est quod facimus…
Manon repetía la letanía del Juramento del Limbo.
Como Agostina.
Como Luc.
¡Como todos los Sin Luz!
Mi edificio se derrumbaba una vez más. Mis teorías, mis hipótesis, mis intentos de exculpar a Manon y de inventar, a cualquier precio, otro asesino.
De espaldas a la pared, me dejé caer de culo. Con la cabeza metida entre los brazos me puse a lloriquear como un crío. Estaba hundido en la desesperación. Luc tenía razón. Manon había sufrido una NDE negativa. En el fondo de sí misma guardaba ese recuerdo maléfico como un núcleo infeccioso. Pero de ahí a deducir que había matado a su madre…
Me enderecé. No. Era demasiado fácil. Todavía podía defender mi teoría. Si Manon había sido condicionada por el Visitante del Limbo, algunos fragmentos de aquella vivencia podían escapársele durante el sueño, pero eso no probaba su culpabilidad. ¡Era él, el demiurgo, el asesino en las sombras, el que había sacrificado a Sylvie Simonis y adoctrinado a Manon a su pesar!
Me puse de pie y me sequé las lágrimas.
Identificar al Visitante.
Era el único modo de salvar a Manon.
De ella misma y de los otros.
Ocho y media, viernes 15 de noviembre
No había pegado ojo en toda la noche.
Manon se levantó a las siete. Le preparé el desayuno: cruasanes y una pasta rellena de chocolate, comprados en la panadería. Luego pasé media hora tranquilizándola acerca del giro que tomaban los acontecimientos. No estaba convencida. Eso, sin contar con que sentía claustrofobia, encerrada en el piso. La besé, sin decir nada sobre sus palabras de la noche anterior, y le prometí volver a la hora de la comida.
Estaba en la rue Dante, en la orilla izquierda, justo frente a la catedral de Notre-Dame. A unos metros de la plaza de la noche anterior. Aparqué en doble fila delante del lugar donde tenía la reunión.
El Apsara era un salón de té, mitad indo, mitad indonesio. Allí citaba a mis maderos cuando se imponía una reunión secreta; a nadie se le ocurriría buscar a unos tíos de la Criminal en un lugar donde solo se podía beber té de jengibre y
lassi
de mango.
A aquella hora el salón estaba cerrado. Pero gracias a la amabilidad del dueño podíamos ir tan temprano. La decoración recordaba el interior de una hoja de palma: paredes empapeladas de verde esmeralda, manteles verde brillante, servilletas de papel verde claro. Todo el mobiliario era de mimbre.
El escondrijo perfecto.
Un solo problema: estaba prohibido fumar.
Fui el primero en llegar. Cerré el móvil y pedí un té negro. Bebí el
keemun
a sorbitos mientras daba vueltas a mi estrategia de emergencia. Era hora de poner a mis hombres al corriente de los detalles. Ya había perdido demasiado tiempo: una semana, desde mi regreso de Polonia. Ahora tenía que explicarles el caso y asignarles tareas precisas para los dos días siguientes. ¡No era posible que no consiguiéramos ni un indicio, ni uno solo, sobre el Visitante del Limbo!
Foucault, Meyer y Malaspey llegaron, poniendo en peligro la decoración con su sola presencia. A la vista de sus respectivas envergaduras, parkas forradas de piel con las mangas vueltas, se temía por las figuras de porcelana y otros delicados objetos del restaurante.
En cuanto se sentaron, empecé mi exposición.
Capítulo uno: el asesinato de Massine Larfaoui. Capítulo dos: el caso Sylvie Simonis en el Jura. Capítulo tres: los otros asesinatos siguiendo el mismo ritual. Luego hablé de las
Near Death Experience
y de los Sin Luz. Les ofrecí, con las claves a la vista, el enfoque metafísico del caso: la experiencia negativa, la intervención del diablo, el Juramento del Limbo.
Los tíos no salían de su asombro.
Por fin, expuse mi hipótesis racional. Había un hombre, y solo uno, detrás de aquella pesadilla. Un demente que se creía Satán, creaba sus propios Sin Luz y los vengaba utilizando ácidos e insectos.
Dejé que digirieran la información y luego proseguí:
—En resumen, busco a un solo asesino. Y estoy seguro de que vive en el Jura. Es él quien despachó a Sylvie Simonis; a Salvatore, el marido de Agostina Gedda, y al padre de Raïmo Rihiimäki. Es él quien condiciona a los salvados por un milagro, inculcándoles recuerdos satánicos. Cuanto más tiempo pasa, más me convenzo de que se trata de un médico que dispone de una sólida formación en otros campos: química, botánica, entomología, anestesia. En mi opinión, ha vivido en África central. Tiene medios para informarse sobre los casos espectaculares de pacientes reanimados y para estar en su cabecera. Y puede acceder de incógnito a un hospital.
Después de una pausa, lancé otra primicia:
—También creo que él manipuló la memoria de Luc cuando despertó del coma.
Nuevo silencio. Ninguno de ellos había tocado su taza de cerámica. Jamás habíamos visto un caso tan delirante. Por fin, Foucault tomó la palabra, algo incómodo, moviéndose en su asiento.
—¿Qué podemos hacer?
—Reiniciar la investigación desde cero, concentrándose en los hechos concretos.
—He rastreado todo el valle, Mattos historias de escarabajos y de…
—Hay que volver a empezar. El hombre está allí, no me cabe duda. —Me volví hacia Meyer—.Tú, insiste en lo de los insectos, el liquen, los africanos del Jura. Foucault te lo explicará. Tengo la convicción de que si cruzamos las informaciones saldrá un hecho, un nombre. No cabe otra posibilidad.
Me dirigí a Malaspey:
—Tú, sigue la red de Larfaoui. Te concentras en la droga africana, la iboga negra, que es muy difícil de encontrar. Un producto que el cabileño vendía a algunos iniciados. Tengo un expediente sobre ello, te lo he traído. Trata de ver si existen otras redes que suministren la droga. Estoy seguro de que el asesino la buscará, para sus experimentos. Se pondrá en contacto con otros traficantes.
Malaspey tomaba notas, con la pipa entre los dientes. Podía confiar en él; había pasado varios años en los estupas. Foucault intervino:
—¿Y yo?
—Según mi teoría, el asesino encuentra los casos de reanimación en toda Europa. Por lo tanto, tiene un medio de identificarlos. Esa es nuestra pista más sólida. De una manera u otra, localiza a los supervivientes. Hay que descubrir cómo lo hace.
—Concretando, ¿con quién tengo que ponerme en contacto?
—Con las asociaciones que llevan un registro de los casos de NDE o, simplemente, de pacientes que salen de su cuerpo. Por ejemplo, la IANDS: International Association for Near Death Studies.
—¿Es estadounidense?
—Hay una oficina en Estados Unidos pero también en Francia y en varios países de Europa. Pregunta en todas las filiales. Probablemente se acuerden de si algún hombre se ha interesado en las experiencias negativas. O, simplemente, de un sujeto sospechoso. Como dominas tantos idiomas no tendrás el menor problema.
Foucault me sacó la lengua. Continué:
—Amplía la búsqueda a todos aquellos a los que han rescatado de forma espectacular, aunque no hayan experimentado visiones. Al fin y al cabo, si estoy en lo cierto, mi asesino se encarga de grabar cosas en su mente. Deben de existir asociaciones que se ocupan de los casos de supervivientes del coma.
Encendí un Camel. A la mierda el aire puro del local.
—Por mi parte —dije—, conseguiré las historias clínicas de Raïmo Rihiimäki, Agostina Gedda y Manon Simonis. Quizá surja un nombre común a las tres historias. Un médico, un experto, un especialista.
Meyer susurró:
—Joder, Mat, está muy bien salir con dos cojones, pero tenemos otros casos cocinándose.
—Dejadlo todo.
—¿Y Dumayet? —preguntó Foucault.
—Yo me ocupo. Esta investigación tiene prioridad absoluta. Quiero veros a los tres metidos de cabeza en esto. De inmediato.
Silencio sepulcral. Solté una carcajada. Hice señas al camarero.
—Ahora, ocupémonos de cosas serias. Seguro que esta gente tendrá alguna botella escondida por ahí, ¿verdad?
Fuera me esperaba una bomba.
Un mensaje de Manon, de las nueve y diez.
—¿Dónde estás? ¡Me están arrestando, Mat! ¡Me llevan en detención preventiva! No sé adónde. ¡Ven a buscarme!
La comunicación terminaba con un suspiro breve, jadeante, el de un animal aterrorizado. De modo que Magnan se había movido más rápido de lo previsto. Y había optado por la peor medida: la detención preventiva. Veinticuatro horas encerrado, prorrogables una vez, con cacheo y confiscación de cualquier objeto personal. ¿Quién la interrogaría? Pensé en los tíos de la 1.ªDPJ, los más duros de todos.
Llamé a Manon. Contestador. Marqué el número de la magistratura. Contestador también. Me cago en… Hice dos llamadas más y me informaron que le estaban tomando declaración en la rue des Trois-Fontanots de Nanterre.
Conecté la sirena, puse la luz giratoria en el techo y salí en dirección a la Défense. Los destellos de luz saturaban mi habitáculo de un azul helado. Sin levantar el pie del acelerador me dije que, a pesar de todo, no debía olvidar mi investigación. Aparté de mi mente las imágenes de Manon en lágrimas, perdida, y volví a la otra prioridad: los expedientes de los que se habían salvado por un milagro.
Llamé a Valtonen, el psiquiatra de Raïmo Rihiimäki. Le expliqué mi urgente demanda gritando; debía enviarme cuanto antes la historia médica de Raïmo, incluidos los nombres de los médicos y especialistas que lo habían tratado.
Valtonen ya los tenía en el ordenador. Podía mandármelos por e-mail inmediatamente, pero no había encontrado la versión inglesa. Todo estaba redactado en estonio. No sería un problema: buscaba un nombre, no una disertación científica.
A pesar del estrépito de la sirena, me puse en contacto con la Oficina de Constataciones Médicas de Lourdes, para conseguir los nombres de los expertos que habían certificado el milagro de Agostina Gedda. Me explicaron que esos documentos no estaban disponibles debido a una investigación criminal. Pierre Bucholz, el médico que había seguido a Agostina, acababa de ser asesinado.
Colgué sin más y sin dar mi nombre. Joder. Joder. Joder. Pensé en Van Dieterling. Él también tenía el expediente, pero era pedirle otro favor y no quería más negociaciones con el purpurado.
Quedaba la diócesis de Catania. Llamé a monseñor Corsi. Desactivé la sirena y hablé con dos sacerdotes antes de que el arzobispo me atendiera. Se acordaba de mí y no veía ningún problema en hacerme llegar el informe del peritaje de la Santa Sede. Pero quería enviarme las fotocopias por correo, lo que significaba que tardaría, como mínimo, una semana. Manteniendo la sangre fría, expliqué la urgencia de mi investigación y conseguí que uno de sus diáconos me enviara el expediente por fax aquella misma mañana. Me deshice en agradecimientos.
Sobre la marcha, marqué el número del hospital universitario de Lausana. También tenía que conseguir los documentos sobre el rescate y el tratamiento de Manon Simonis. El doctor Moritz Beltreïn estaba en un seminario y no regresaría hasta la tarde. Solo él sabía dónde estaba el expediente. ¿Quería dejarle un mensaje?
Pedí hablar con la becaria que había conocido la primera vez que había ido allí, me acordaba de su nombre: Julie Deleuze. Solo trabajaba los fines de semana y no empezaba hasta el viernes a última hora de la tarde, es decir, en unas horas. Me prometí llamar más tarde.
Porte Maillot.
Hice mis cálculos. Conseguiría los expedientes de Raïmo y de Agostina durante el día. Por otra parte, Éric Thuillier iba a hacerme llegar la lista de todos los que habían visitado a Luc Soubeyras después de que despertara. Solo me faltaría el informe de Manon, para comparar todos esos datos y ver si surgía un nombre.
Evité el túnel de Saint-Germain-en-Laye y tomé la avenida de circunvalación, que me condujo rápidamente a la salida «Nanterre-Parc», la vía más rápida para alcanzar el cuartel general de la pasma de Nanterre.
Unos guardias uniformados me prohibieron el acceso a las oficinas. No me había citado con nadie y ellos no me habían llamado. Estaba claro que tenía menos suerte que Foucault, que había entrado la noche anterior como Pedro por su casa. Pedí que avisaran de mi presencia a Corine Magnan.
Cinco minutos más tarde, la juez pelirroja apareció. Sus mejillas ya no tenían color de herrumbre sino de fuego. Ni siquiera me saludó.
—¿Qué hace aquí? —soltó, cruzando el detector de metales.
El tono delataba su ira. La alarma del sistema hizo eco a sus palabras, sumándose a la agresión de la voz.
—Quiero hablar con Manon.
Se rió. Era una risa forzada, que se apagó de golpe. Di un paso hacia ella.