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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (73 page)

—¿Comprendió usted el significado de lo que decía?

—«
Dina hou be’ovadâna.
» La traducción literal sería: «La ley está en nuestros actos».

—«La ley es lo que hacemos» ¿sería similar?

—Sí, pero en el arameo no existe el tiempo presente. Digamos que sería un presente universal.

La frase de Agostina. La frase del Juramento del Limbo, la ley es lo que hacemos. La libertad absoluta del mal, erigida en ley. ¿Por qué Luc repetía esas palabras? ¿Cómo había llegado a conocerlas? ¿Las había escuchado realmente en el fondo de la nada? Cada elemento reforzaba la lógica de lo imposible.

—Permítame una última pregunta —dije, concentrándome en mis palabras—. ¿Usted había hablado con Luc antes de la experiencia de esta mañana?

—Sí, me había llamado.

—¿Le pidió que lo exorcizara?

Hizo un gesto de negación.

—No, todo lo contrario.

—¿Lo contrario?

—Parecía casi satisfecho con su estado. Se observa a sí mismo, por así decir. Es el teatro de una experiencia. El protagonista de su propia condena.
Lux aeterna luceat eis, Domine
!

101

En la calle escuché el buzón de voz. No había mensajes. Mierda. Me dirigí hacia el coche y decidí ir directamente a casa. En el camino, no podía cambiar de velocidad sin que el cambio crujiera. Frenaba en seco y volvía a acelerar. Cada vez que giraba el volante, sentía dolor en el hombro. Necesitaba dormir bien una noche.

En casa, otra decepción. Manon aún dormía. Me desembaracé de la pistola y de la funda y fui a la cocina. Ella había preparado una comida a mi gusto. Brotes de bambú, judías verdes, aceite de soja, arroz blanco y semillas de sésamo. Había un termo de té lleno. Contemplé el servicio y los cubiertos, cuidadosamente dispuestos sobre la barra: el cuenco de madera de azufaifo, los palillos laqueados, las pequeñas copas, la taza. A mi pesar, vi un mensaje oculto tras esas delicadas atenciones. Siempre el mismo: «Vete a la mierda».

Comí de pie, sin apetito. Las ideas sombrías no me abandonaban. Todo el día había andado entre chiflados, pero yo no valía más que ellos. ¿Por qué perder doce horas en hipótesis condenadas al fracaso? ¿Por qué pasar todo ese tiempo dando vueltas a las visiones de Luc, simples espejismos psíquicos? Y todo eso, en lugar de concentrarme en el aspecto concreto de la investigación: encontrar al asesino de Sylvie Simonis, porque era la única cuestión importante.

La que podía exculpar a Manon.

Desde mi regreso no había avanzado ni un paso en ese sentido. Era incapaz de guiar a mis hombres hacia pistas constructivas. En el Jura no había encontrado nada. La pista de Gabón tampoco había dado resultados. Y durante ese tiempo, llegaban nuevos casos a la Brigada. Los miembros de mi equipo volvían a los expedientes abiertos. Dumayet tenía razón: no era de mi incumbencia.

Interrumpí mi simulacro de cena, guardé la comida en la nevera y coloqué los platos, cuencos y palillos en el lavavajillas. Cogí la botella de vodka del fondo del congelador y llené la taza. La bebí de un trago. Quemaba como leña ardiendo. Cogí la botella y me desplomé en el sofá.

No había encendido las luces. Me quedé en la penumbra, observando las vigas negras del techo. Percibía el rumor de la lluvia y de la circulación detrás de los cristales. Encontrar nuevas vías de investigación. Olvidarme de las visiones de Luc y de la supuesta existencia del diablo. Agotar las soluciones posibles para avanzar en el Jura, con los insectos, el liquen, los ácidos. Tenía que acotar la investigación. Después de todo, tenía un culpable en Italia. Otro en Estonia. Debía concentrarme en el de Sartuis. Una vez detuviera a los asesinos ya tendría tiempo para dedicarme a las especulaciones metafísicas.

Llevé la taza a mis labios y me paré en seco. Una idea acababa de cruzar mi mente. Desde hacía mucho tiempo, desde que había descubierto la existencia de los Sin Luz, sospechaba que había un hombre en la sombra, una especie de «entrenador», que ayudaba y apoyaba a esos «visionarios». En el fondo, nunca había creído en la culpabilidad de Agostina, no más que en la de Raïmo. Ninguno de los dos poseía los conocimientos necesarios para llevar a cabo el sacrificio con los insectos.

Pero no había ido lo suficientemente lejos en mi razonamiento.

Un hombre oculto, sí, pero no solo eso.

Un verdadero criminal.

Un homicida que asesinaba en lugar de los Sin Luz y que conseguía, de algún modo, convencerlos de su culpabilidad.

Van Dieterling había mencionado un «supraasesino».

Zamorski, un «inspirador».

Pero ambos hablaban siempre del diablo en persona.

La verdad era otra: un hombre, un simple mortal, mataba a la sombra de los Sin Luz. Un demente que localizaba los casos de supervivientes en toda Europa y los vengaba. ¿Acaso la inscripción sobre la corteza, en Bienfaisance, no decía «YO PROTEJO A LOS SIN LUZ»?

No debía buscar un culpable del caso Sylvie Simonis.

Debía buscar un asesino para los tres casos. ¡Y sin duda otros más!

Un homicida que vivía en el Jura, de eso estaba seguro, y que actuaba en toda Europa. No solo un manipulador de ácidos que criaba insectos, sino también un hombre capaz de penetrar en la mente de los Sin Luz para hacerles creer que eran ellos quienes habían matado.

De repente, otra revelación. ¿Y si ese hombre incluso creara a los Sin Luz? ¿Y si conseguía penetrar en su inconsciente y grabar esas visiones negativas?

No un demonio, un demiurgo.

Un hombre que tiraba de los hilos de los tres crímenes.

Un hombre que orquestaba las visiones que parecían precederles.

Encontré un nombre para mi «supersospechoso».

El Visitante del Limbo.

Sí, tenía que poner los pies en la tierra y ubicar en ella ese teatro maléfico. El anciano luminiscente, el ángel carnicero, el niño despellejado; esas visiones componían el rostro de un solo hombre. Un loco que se caracterizaba, se disfrazaba y trituraba las conciencias. Un asesino que torturaba los cuerpos y dejaba en ellos las señales del diablo. ¡Un demente que se creía Satán y fabricaba sus propios Sin Luz!

Otro vaso de vodka.

Más reflexiones que quemaban.

¿Cómo lograba sugerir a los sujetos sus visiones? ¿Cómo se manifestaba? No había respuesta. Sin embargo, dejaba que se diluyera en mí esa nueva certeza; una oleada cálida, bienhechora.

El Visitante del Limbo.

Semejante cabrón existía y yo iba a echarle el guante.

Él había escrito «te esperaba» y luego «solo tú y yo». ¡Ese diablo esperaba a su san Miguel Arcángel para batirse en el gran duelo!

Me serví otro vaso a la salud de mi idea.

La vibración del móvil me sobresaltó.

Pensé en Corine Magnan. Era Svendsen.

—Creo que hay novedades.

—¿Sobre qué?

—Las mordeduras.

Había vaciado la mitad de la botella de vodka y mi cabeza estaba llena de teorías; no entendía de qué hablaba mi amigo el forense. Hacía siglos que nadie mencionaba ese aspecto específico de los asesinatos: las marcas de dientes. Era fallo mío: siempre había dejado de lado ese indicio, por miedo a descubrir pruebas físicas de la existencia de Pazuzu, el diablo con la cabeza de murciélago.

El forense continuó:

—Creo que sé cómo opera.

—¿Estás en la Rapée?

—¿Dónde quieres que esté?

—Ahora mismo voy.

Me levanté con dificultad, volví a guardar la botella en el congelador y luego cogí mi gabardina y abroché la pistolera al cinturón. Contemplé la puerta del dormitorio. Escribí una nota, explicando que debía salir «por la investigación», y la dejé sobre la mesa baja del salón. Me escabullí sin hacer el menor ruido.

Crucé la calle y golpeé la ventanilla del coche de los tíos que hacían guardia delante de casa. Desde nuestra llegada a París, había reclutado a un equipo para vigilar mi edificio y los desplazamientos de Manon. El cristal bajó. Olor a McDonald’s y a café frío.

—Estaré de vuelta dentro de un par de horas. Permaneced atentos.

Un madero con tez de cartón piedra asintió sin ni siquiera tomarse el trabajo de abrir la boca.

Corrí hasta mi coche. Maquinalmente, alcé los ojos hacia las ventanas de mi piso. De pronto, me pareció distinguir una forma ágil, rápida que se deslizaba detrás de las cortinas del dormitorio. Observé los pliegues de la tela frunciendo las cejas. ¿Se habría despertado Manon o era un reflejo? ¿La luz de unos faros que se habían reflejado en la ventana?

Esperé un minuto largo. No pasó nada. Me puse en camino, sin ni siquiera estar ya seguro de lo que había visto.

Diez de la noche

Circulación fluida, calzada brillante. Encendí un cigarrillo. El gusto a vodka se evaporaba, mi lucidez volvía. Esa salida imprevista tenía visos de fiesta.

Sin embargo, cuando entré en el instituto forense, el malestar me invadió de golpe. Svendsen me esperaba con dos machetes colocados frente a él, sobre una mesa de autopsias. La imagen de Ruanda me llegó hasta la garganta. Sentí un ardor ácido, cargado de vodka y de terror. Me apoyé en una mesa con ruedas.

—¿Qué es eso?

Tenía la voz alterada. El sueco sonrió.

—Tu solución. La demostración.

Cogió un bote de pegamento industrial y cubrió con él uno de los machetes. Luego, extendió un puñado de fragmentos de vidrio sobre el pegamento. Por fin, puso el segundo machete encima, como quien pone una rebanada de pan sobre el jamón de un bocadillo.

—Ahí lo tienes.

—¿Qué tengo?

Envolvió los dos mangos con cinta adhesiva hasta formar una sola empuñadura. Luego se volvió hacia un bulto que había bajo una sábana. Sin titubear, desnudó el tronco de un anciano con las facciones hinchadas. Levantó su arma y la abatió violentamente sobre el torso. Me quedé pasmado. A veces, Svendsen no controlaba demasiado.

Con gran esfuerzo extirpó los colmillos de vidrio de la carne y luego me ordenó:

—Acércate.

Yo no me movía.

—Acércate, te digo. No te preocupes. Este cuerpo está aquí desde hace una semana. Un sin techo. Nadie nos demandará por daños y perjuicios.

A regañadientes, di un paso y observé la herida. Simulaba perfectamente las marcas de mordeduras. Por lo menos de «mis» mordeduras. Una hiena o una fiera, descargando su ira en el cadáver de Sylvie Simonis.

—¿Lo comprendes ahora?

Blandía orgullosamente su doble lanza. A nuestro alrededor, las paredes de acero brillaban débilmente bajo las regletas de iluminación.

—De haber tenido tiempo para encontrar verdaderos dientes de fiera —prosiguió—, el efecto habría sido perfecto.

La pirámide de esquirlas de vidrio brillaba bajo la luz plateada. Ruanda se borró para dar paso a otros horrores. La doble hoja que se abatía sobre Sylvie Simonis. Los ruidos secos de los golpes. Los jadeos del homicida, sin aliento. Las carnes de Sylvie, llenas de heridas, despedazadas.

—¿De dónde sacaste la idea?

—Un ajuste de cuentas entre negros, en la avenida République. La forma de las mutilaciones me ha llevado a hacer algunas llamadas. Matasanos que habían vivido los conflictos recientes de Ruanda, Sierra Leona, Sudán.

—Nadie utilizaba esa técnica en Ruanda.

Levantó la cabeza.

—Ah, es cierto. Sabes de qué hablo. De hecho, me refiero a Sierra Leona. Me he informado. Los años ochenta. Las milicias de Foday Sankoh. Ciertos grupos usaban este método para hacer creer a la población que contaban con la ayuda de animales salvajes. Ya has estado en esos lugares. No hace falta que te lo cuente.

Lo ignoraba todo de Sierra Leona, pero me acordaba de que los hombres de esas milicias solían llevar unas máscaras aterradoras. Imágenes conocidas: soldados cubiertos de cartucheras, blandiendo fusiles automáticos, con fisonomías y pelucas abominables.

Observé una vez más el doble machete de Svendsen. Esa arma abyecta me reconfortaba. Daba cuerpo a mis hipótesis pragmáticas.

Un solo y único asesino.

En Estonia, en Italia, en Francia, utilizando cada vez ese «trasto» chapucero.

También era un nuevo indicio que señalaba a África. Mi visitante había vivido allí. Había luchado en el continente negro. Había vivido los conflictos y había estudiado los insectos y la botánica de esos países.

Un hombre muy real se acercaba.

Y Pazuzu dejaba la escena.

Felicité a Svendsen y salí a toda prisa. Más que nunca, debía reemprender la investigación sobre bases concretas. El Visitante se había tomado mucho trabajo para parecerse al diablo y hacer creer en una existencia más allá de lo real. Pero los detalles de su técnica empezaban a desvelarse y yo iba a remontar esa pesadilla hasta la fuente.

102

Consulté el buzón de voz. Corine Magnan me había llamado. Por fin. Ya en el patio del instituto forense, bajo una suave llovizna, marqué su número.

—No he podido llamarlo antes —comenzó—, lo siento. En París los días se me pasan volando. ¿En qué puedo ayudarlo? Aunque me temo que no puedo hacer gran cosa. Ni siquiera estoy autorizada a hablar con usted.

El tono era propicio. Icé la bandera blanca.

—Quería ofrecerle ayuda.

—Durey, haga al favor de mantenerse al margen de todo esto. Ya hice la vista gorda cuando intervino en el Jura. ¡Le recuerdo que no tiene ninguna legitimidad en este caso!

La voz era seca, pero sentía que su actitud era defensiva. Sola en París, sin apoyos ni conocidos, rodeada por los tipos de la DPJ, Corine Magnan mostraba las uñas para sentirse más segura.

—Está bien —dije en tono conciliador—. Dígame solamente qué hacía esta mañana en el hospital. Usted instruye el sumario del homicidio de Sylvie Simonis. ¿Qué relación tiene con los delirios de Luc?

Hubo un breve silencio. Magnan seleccionaba la información: qué podía revelarme y qué no. Finalmente dijo:

—La experiencia de Soubeyras aporta un enfoque transversal a mi investigación.

—¿De modo que cree en todas esas historias de visiones, de posesión?

—Lo que yo crea no tiene importancia. Lo que me interesa es la influencia de esos traumas en los protagonistas de mi caso.

—Hable claro. ¿Qué protagonistas?

—Mi principal sospechoso es Manon Simonis. Esa joven podría haber vivido la misma experiencia que Luc Soubeyras. En 1988, durante su coma.

—Manon no conserva ningún recuerdo de ese tipo.

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