—El diablo sigue vivo —continuó.
—No entiendo.
—Claro que lo entiendes. Esta carnicería, este desastre es obra suya. No permitas que triunfe.
Su voz apenas me alcanzaba. Mi pensamiento estaba obstruido por Manon. Un destino marcado por una estrella negra. Y algunos recuerdos, para mí tan siniestros como un puñado de huesos en la mano. Señalando la tumba, continuó:
—Lucha por ella. Que el demonio no se lleve su memoria. Prueba que no estaba presente y que solo él asesinó a las niñas. Encuéntralo. Destrúyelo.
Sin esperar respuesta, se volvió. Los bordes afilados de su esclavina dividieron en dos el aire gris. Miré cómo se alejaba. Acababa de decir en voz alta lo que una pequeña voz no cesaba de murmurarme, a pesar de mis votos monásticos.
La cosecha de terrores no había terminado.
Antes de abdicar debía actuar.
No podía permitir que el diablo dijera la última palabra.
Debía encontrarlo y enfrentarme a él.
Viernes 22 de noviembre. Regreso a Paris
La ciudad ya lucía los adornos de Navidad. Guirnaldas, bolas, estrellas, otra ofensa a mis tinieblas. Esas luces, esos destellos, que pugnaban por vencer al día gris, parecían una galaxia miserable en un cielo de cenizas. Ahora conducía un Saab, el nuevo coche alquilado.
Camino de Villejuif, me detuve primero en la porte Dorée. Quería pasar un momento de recogimiento ante las tumbas de Laure y sus niñas, enterradas en el cementerio sur de Saint-Mandé.
No tuve dificultades para encontrar la sepultura de granito, coronada por una lápida más clara. Tres retratos estaban dispuestos formando un triángulo, subrayado con las palabras:
No llores por los muertos. No son más que jaulas de las cuales los pájaros han partido.
Reconocí la cita. Muslah al-Din Saadi, poeta persa del siglo XIII. ¿Por qué un autor profano? ¿Por qué no había ningún símbolo católico? ¿Quién había elegido esa frase? ¿Estaba Luc en condiciones de tomar algún tipo de decisión?
Me arrodillé y recé. Estaba azorado, en un estado que rozaba la inconsciencia; ni siquiera comprendía qué significaban esos retratos sobre la piedra, pero murmuré las palabras:
De ti Señor,
de ti viene nuestra esperanza
cuando nuestros días se oscurecen
y nuestra existencia se desgarra…
Volví a la carretera de Villejuif. Luc Soubeyras. Después de la carnicería, no había hablado con él personalmente. Solo le había dejado un par de mensajes en el hospital, a los que no había respondido. Más que su angustia, temía su cólera, su locura.
A las once de la mañana, llegué al muro ciego del Instituto Paul-Guiraud, a los campos de deporte, a los pabellones en forma de hangares. Me detuve en el pabellón 21, con el temor de que Luc hubiera sido trasladado a Henri-Colin, la unidad para pacientes graves. Pero no. Estaba instalado nuevamente en una habitación normal del pabellón, En realidad, solo había pasado unas horas en Ingreso Forzoso.
—Siento mucho no haber podido asistir al entierro.
—¿No estabas allí?
Luc parecía sinceramente sorprendido. Vestido con un chándal azul claro, estaba echado en la cama, con una actitud desenfadada. Parecía sumido en sus pensamientos, manipulando unos trozos de cuerda, seguramente del taller de ergoterapia.
—Tuve que encargarme de los funerales de Manon.
—Desde luego.
No apartaba los ojos de su labor con los nudos. Hablaba dulcemente, pero también con un matiz distante, irónico. Había preparado un discurso, una parrafada cristiana sobre el sentido oculto de los acontecimientos, pero lo mejor era abstenerse. No había protegido a su familia. No había prestado la menor atención a su petición. Me arriesgué.
—Luc, no sabes cuánto lo siento. Debí actuar con mayor rapidez. Debí mandar unos hombres, yo…
—No hablemos de ello.
Se levantó y se sentó en el borde de la cama, suspirando. Incapaz de contenerme, volví a mi obsesión.
—No fue ella, Luc. No estaba en París cuando Laure y las niñas fueron asesinadas.
Volvió la cabeza y me miró, sin verme. Sin embargo, sus pupilas doradas no estaban muertas. Temblaban, bajo los breves parpadeos.
Ante su silencio, añadí, casi agresivamente:
—¡No fue ella y no es culpa mía!
Luc se tumbó de nuevo y cerró los ojos.
—Déjame. Debo descansar.
Eché una ojeada a mi alrededor: la celda blanca, la cama, la mesilla. Ni la libreta negra, ni un libro, ni televisión. Pregunté de un modo absurdo:
—¿No necesitas nada?
—Tengo que descansar. Antes de llevar a cabo mi misión.
—¿Qué misión?
Luc volvió a abrir los párpados y mantuvo fija la mirada. Sus pestañas parecían espolvoreadas con azúcar moreno.
Una sonrisa desgarró su rostro.
—Matarte.
De regreso a mi despacho del 36, cerré la puerta con llave y ordené el expediente de mi investigación. Todo lo que había encontrado desde el pasado o 21 de octubre, desde mis notas sobre el asesinato de Larfaoui hasta los recortes de prensa acerca de Moritz Beltreïn, pasando por los artículos de Chopard, el informe de la autopsia de Valleret, las notas tomadas en el Vaticano, los artículos y las fotos de Catania, el expediente de Callacciura, las historias clínicas de los Sin Luz, los informes de Foucault, de Svendsen…
Había una clave oculta entre esos documentos.
El veneno negro de la historia no había sido extraído completamente.
Una del mediodía
Me propuse no salir de allí hasta que encontrara una señal, un elemento que me diera un indicio para explicar cómo habían matado a la familia de Luc si el asesino del caso, Moritz Beltreïn, se encontraba a mil kilómetros del lugar del crimen.
Antes de tomar el tren hacia Besançon, fui a visitar a Corine Magnan. Ella había regresado a sus dominios dos días después de la muerte de Manon. Había cruzado la frontera inmediatamente para tomar declaración a los equipos encargados de las investigaciones en la mansión de Moritz Beltreïn. El asesinato de Sylvie Simonis era caso cerrado. Se había identificado al culpable. Todas las pruebas estaban en su casa: las fotografías, los insectos, el liquen, un alijo de iboga.
La magistrada había expuesto esos elementos durante una conferencia de prensa en Besançon, el martes 19 de noviembre. Yo no había asistido, pero ella me había resumido sus conclusiones. Moritz Beltreïn, especialista en reanimación, había vengado a sus «pupilos» matando a los responsables de que entraran en coma. Paralelamente, y gracias a un arsenal químico, había condicionado a los supervivientes convenciéndolos de que eran los autores del asesinato de sus víctimas. El demente también había eliminado a Stéphane Sarrazin, una amenaza, pues podía descubrirlo y demostrar su culpabilidad.
Corine Magnan no había mencionado a los Sin Luz. Nunca utilizaba ese nombre. Además, en la investigación eludía cualquier referencia a la dimensión metafísica: los milagros del diablo, la evolución maléfica de los «soldados» de Beltreïn, su posesión. Finalmente, la budista se había limitado a una visión cartesiana de los hechos.
Durante nuestra entrevista, tampoco me habló de los Siervos de Satán. Por una razón muy sencilla: ignoraba la existencia de dicha secta. En ese sentido, las desapariciones de Cazeviel y de Moraz no formaban parte del sumario. Dos víctimas caídas en el olvido, marginadas de un caso mal cerrado.
Pero persistía una pregunta: ¿quién era el asesino de Moritz Beltreïn?
Magnan no tenía ninguna respuesta. Por lo menos oficial. El estado del cadáver, medio devorado por los insectos, no había permitido determinar las circunstancias exactas de su muerte. No obstante, me parecía que la juez tenía una vaga idea de la identidad del culpable. Pero yo sabía, de un modo implícito, que jamás me molestarían. De hecho, una sola persona podía establecer una relación entre ese cadáver y yo: Julie Deleuze, la ayudante de Beltreïn. Y, evidentemente, la señorita Tic-Tac no había hablado.
Quedaba aún otro enigma.
¿Quién había asesinado a Laure Soubeyras y a sus dos hijas?
A Magnan no le preocupaba ese misterio, por lo menos en el plano profesional. El caso ya no le concernía, un juez de París estaba a cargo de la instrucción del sumario. Yo me había puesto en contacto con él cuando todavía estaba retirado en Bienfaisance. Le di la dirección del conductor del taxi que yo había identificado: el que condujo a Manon hasta Sartuis cerca de las ocho de la tarde del 15 de noviembre. Ya era oficial. Manon Simonis era inocente.
Magnan y yo nos despedimos con un largo silencio; ambos sabíamos que un elemento crucial se nos había escapado. Sin duda, era el epicentro de todo el caso. Un asesino seguía libre, a la sombra de Moritz Beltreïn. Tal vez fuera una ilusión pero había sentido que ella me pasaba, tácitamente, el relevo.
A mí me correspondía encontrarlo.
A mí me correspondía juzgarlo, de un modo u otro.
Ahora estaba frente a mi expediente, que también ofrecía una vaga coherencia. Pero esta coherencia era una ilusión. Había, entre esas páginas, esas líneas, esas fotos, un secreto, una entrada oculta.
Volví a repasar la cronología, ordenando cada documento. Lo apunté todo, tracé diagramas, relacioné cada hecho, cada fecha, cada lugar.
Luego empecé a hacer una lista de los detalles que no encajaban.
A las cuatro, ya tenía una serie de anomalías.
Los granos de arena que bloqueaban toda la máquina.
Primer grano de arena: el asesinato de Massine Larfaoui.
Según mi teoría, había sido Moritz Beltreïn, el cliente misterioso, quien había matado al cabileño tras un enfrentamiento del cual ignoraba el motivo. Quizá Larfaoui había hecho cantar a Beltreïn, creyendo que utilizaba la iboga negra con sus pacientes. Quizá había descubierto sus actividades criminales. Podía imaginar un móvil de este tipo pero quedaban muchas preguntas sin respuesta. ¿Por qué Gina, la prostituta, había tomado al asesino por un sacerdote? Ella había hablado de un tipo «muy alto y delgado». Nada que ver, físicamente, con Beltreïn.
El modus operandi también creaba un problema. El suizo era un asesino que usaba técnicas singulares, pero habría sido incapaz de manipular un arma automática de combate, no tenía ninguna formación militar. Por otra parte, no se había encontrado en su casa ningún material de ese tipo.
Segundo grano de arena: las apariciones psíquicas.
Siempre según mi teoría, Beltreïn drogaba a sus víctimas y luego se les aparecía con distintos disfraces: sus representaciones del «demonio». Pero incluso caracterizado, incluso en pleno trance, ¿cómo ese médico regordete había podido hacerse pasar por un anciano luminiscente, un ángel muy alto o un niño desfigurado?
Tercer grano de arena: la movilidad del asesino.
Había apuntado la fecha y el lugar de cada asesinato, no solo los de los «descompuestos», sino también los de Larfaoui y Sarrazin. Desde Arturas Rihiimäki, en 1999, hasta la muerte del capitán de gendarmería, la lista de asesinatos parecía demasiado extensa para atribuírselos a un solo hombre. Sin contar que había habido otras víctimas, las fotos encontradas en casa de Beltreïn así lo atestiguaban. ¿Eran compatibles con las responsabilidades del profesor todo; esos viajes, esos preparativos? Rozaba el don de la ubicuidad.
Cuarto grano de arena: la concentración de los hechos.
Que yo supiera, los crímenes del Visitante del Limbo habían empezado en 1999. Por lo tanto, Beltreïn había iniciado su actividad criminal a la edad de cincuenta y siete años. ¿Por qué tan tarde? Un asesino en serie suele revelar su naturaleza asesina entre los veinticinco y los treinta años. Jamás rayando los cincuenta. ¿Acaso Beltreïn había llevado a cabo desde los años ochenta una actividad criminal que ignorábamos? ¿O quizá no actuaba solo?
Quinto grano de arena: Beltreïn no había confesado.
Aunque se disponía a ejecutarme, el médico aún pretendía ser un «abastecedor», un «intermediario». Había dado a entender que él no hacía más que ayudar a los Sin Luz en su venganza. Mentía. Ni Agostina ni Raïmo habrían sido capaces de sacrificar a sus víctimas de esa manera. En cuanto a Manon, yo sabía que no había matado a su madre. Pero si no eran ni Beltreïn ni los salvados por un milagro, entonces, ¿quién era?
La idea de un cómplice iba tomando forma. Más que de un cómplice, del verdadero asesino. Quizá Beltreïn no había sido más que un comparsa. Ayudaba, sostenía, proveía al que se caracterizaba en ángel o en anciano. Al que torturaba a sus víctimas durante días enteros. Al que estaba en la treintena a finales de los años noventa.
Seis de la tarde
Había caído la noche. Solo tenía encendida la lámpara del escritorio, que proyectaba una luz rasante sobre mis notas, los informes, las fotos. Estaba completamente inmerso en mis reflexiones. Tenía la sensación visceral de la inminencia de un hallazgo capital, que obtendría solo gracias a la fuerza de mi concentración.
Pensé en un último grano de arena y descolgué el teléfono.
—¿Svendsen? Soy Mathieu.
—¿Dónde estabas? Habías vuelto a desaparecer.
—He regresado esta mañana.
—Nadie comprendió que estuvieras ausente en el entierro de…
—Tenía mis razones. No te llamo por eso.
—Dime.
—¿Hiciste tú las autopsias de Laure y las pequeñas?
—No. No pude. Esas niñas habían jugado sobre mis rodillas, ¿comprendes?
No reconocía a mi Svendsen. Ese no era su estilo. Pero fuera cual fuese su estado de ánimo, necesitaba que me ayudara inmediatamente.
—El caso no está cerrado —dije con voz firme—. ¿Podrías…?
—La respuesta es no.
—Oye. Hay algo que no funciona en toda esta historia.
—No.
—Te comprendo, pero el tipo que mató a las pequeñas sigue en libertad. No puedo aceptarlo. Y tú tampoco.
Breve silencio. El sueco preguntó:
—¿Qué buscas, exactamente?
—Por lo que sé, las niñas fueron degolladas. Si estos asesinatos forman parte de la misma historia, como dice Luc, tiene que haber otra cosa. Un símbolo satánico. O algún juego con la descomposición de los cuerpos.
—¿Tú también crees que existe una relación con los otros?
—Creo que se trata del mismo asesino.
—¿Y Beltreïn?
—Quizá Beltreïn no era el asesino de los insectos. O no actuaba solo. Criaba los bichos, preparaba los productos para otro: el tipo que degolló a la familia y que debió de dejar su firma.