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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (74 page)

—Eso no excluye que viviera una NDE negativa.

—Admitiendo que la viviera y que esa experiencia la transformara en una homicida, cosa que no es muy convincente, ¿cuál sería su móvil?

—La venganza.

Seguí haciéndome el tonto.

—¿De qué?

—Durey, deje de jugar. Usted sabe tan bien como yo que fue su madre quien intentó matarla en 1988. A pesar de lo que afirma, Manon podría acordarse.

Un picor helado sobre el rostro. Corine Magnan sabía mucho más sobre el caso de lo que yo suponía. Proseguí en tono escéptico:

—Permítame recapitular. Manon habría vivido una NDE negativa cuando se ahogó. Esa experiencia límite la habría transformado progresivamente en un monstruo vengador. ¿Un monstruo que habría esperado catorce años para atacar?

—Es una hipótesis.

—¿Y el único indicio que tiene es el estado de Luc Soubeyras?

—Sí, aparte de su evolución.

—Se necesitan pruebas concretas para detener a la gente.

—Por esa razón no detengo a nadie por el momento.

—¿Quiere que Manon vuelva a prestar declaración?

—Sí. Quiero escucharla antes de regresar a Besançon.

—No lo soportará.

—No es de porcelana. —Su voz se había suavizado un poco más—. Durey, en esta historia usted es juez y parte. Y me da la sensación de que está muy nervioso. Si realmente quiere ayudar a Manon, manténgase al margen. Solo conseguirá agravar las cosas.

Mi rabia resurgió, y esta vez aumentada.

—¿Cómo puede sacar alguna conclusión del testimonio de un hombre que acaba de salir del coma? Conozco a Luc desde hace veinte años. No se encuentra en su estado normal.

—Usted finge que no lo comprende. Es precisamente ese estado lo que me interesa. La influencia psíquica de una NDE infernal. Tengo que averiguar si un trauma semejante puede incitar realmente al crimen. Y si Manon tuvo una vivencia parecida durante su muerte temporal.

La situación era cada vez más clara. Mi mejor amigo como prueba de cargo contra la mujer que amaba. Un auténtico conflicto corneliano. Para rematarme, Corine Magnan agregó:

—Sé muchas más cosas de las que imagina. Agostina Gedda, Raïmo Rihiimäki. No sería la primera vez que una visión infernal precede a un homicidio de ese tipo.

—¿Quién le ha hablado de esos casos?

—Luc Soubeyras no solo me ha dado su testimonio, también me ha dado el expediente de su investigación.

Me sentí al borde del abismo. Debía haberlo previsto. Balbuceé:

—Usted trabaja basándose únicamente en una trama de suposiciones sin fundamento. ¡No tiene nada contra Manon!

—En ese caso, no tiene por qué preocuparse —dijo, abofeteándome con sus palabras—. Inspector, es tarde. No vuelva a llamarme.

Jugando mi última carta, grité:

—¡Un testimonio bajo hipnosis no es admisible jurídicamente! ¿Qué pasa con la «declaración libre y voluntaria» y la «plena capacidad» del testigo? ¡En materia penal, la prueba de cargo debe ser libre!

—Muy bien, veo que estudió derecho —se mofó ella—. Pero ¿quién habla de declaración? He grabado la sesión de hipnosis de Luc Soubeyras como prueba de un peritaje psiquiátrico. Luc es un testigo voluntario. Primero debo comprobar su estado mental. En ese contexto, la hipnosis no supone ningún problema. Infórmese; hay antecedentes.

Magnan ganaba. Repliqué, sin convicción:

—Su sumario es un castillo de naipes.

—Buenas noches, inspector.

El tono sonó en mi mano. Miré estúpidamente el móvil. Había perdido este asalto y estaba seguro de que Magnan no me lo había dicho todo. Marqué otro número. Foucault.

A pesar de que eran las doce y media de la noche, su voz era muy clara.

—Acabo de terminar la jornada —dijo riendo.

—¿En qué trabajas?

—Un asunto en L’Isle-Adam. Un ahogado. De los que no tienen agua en los pulmones. ¿Y tú? ¿Qué coño haces? Hace una semana que…

—¿Te apetecería ir de pesca?

—¿Qué tipo de pesca?

—No por teléfono. Mejor hablamos en el despacho.

—Ya salía para casa.

—Te espero en la plaza Jean XXIII.

De un salto subí al coche y crucé el puente de Austerlitz. Tomé por la vía rápida hacia Notre-Dame; la plaza estaba al lado de la catedral. Aparqué en la orilla izquierda, cerca de la iglesia Saint-Julien-le-Pauvre, luego atravesé nuevamente el Sena a pie, de incógnito, por el puente del Arzobispado.

Franqueé la verja. Foucault ya estaba allí, sentado sobre el respaldo de un banco. Su melena rizada destacaba sobre el muro gris de la catedral, detrás de los jardines.

—¿De qué se trata? —preguntó, riendo con sarcasmo—. ¿De un complot?

—De un favor.

—Dime.

—Una magistrada de Besançon, que está actualmente en París.

—¿La de tu caso?

—Sí, Corine Magnan.

—¿Dónde se ha instalado?

—De eso se trata. La encontré esta mañana. Ha pedido a los tíos de la 1.ª DPJ que tomen cartas en el asunto, pero no estoy seguro de que le hayan dado un despacho.

—De acuerdo, se lo doy yo. ¿Y qué hago?

—Quiero saber qué tiene sobre Manon, la hija de Sylvie Simonis.

—¿La que vive en tu casa?

Las noticias volaban. Para guardar la discreción había acudido a la BAC, la Brigada Anticrimen, para reclutar el equipo de guardaespaldas. Pero en la policía no hay secretos. Fingí no haber oído la pregunta y continué:

—Necesito el expediente.

—¿Nada más? Debe de llevarlo siempre con ella. Día y noche.

—Salvo si pesa una tonelada.

—Si pesa una tonelada no podré sacarlo. Ni copiarlo.

—Apáñate. Escanea las partes que conciernan a Manon. Quiero saber qué tiene contra ella.

De un salto, Foucault pisó el suelo.

—Ahora mismo me pongo manos a la obra. Te llamaré mañana por la mañana.

—No, llámame cuando tengas alguna novedad.

—Sin falta.

Le cogí el brazo.

—Te lo agradezco.

Lo miré mientras desaparecía bajo los sauces llorones de la plaza; el viento y el olor del asfalto húmedo volvían a envolverme. Tiritaba; sin embargo, percibía en esas sensaciones una cálida familiaridad. París estaba allí, testigo de mis buenos recuerdos.

Me senté en el banco. La lluvia se había convertido en una llovizna muy fina, casi imperceptible, que vaporizaba la noche. Volví a mis reflexiones en el punto donde las había dejado dos horas atrás. La hipótesis de un solo asesino, capaz de corromper un cuerpo aún con vida y, al mismo tiempo, de penetrar en la conciencia del supuesto asesino. El Visitante del Limbo.

No faltaban interrogantes. ¿Cómo lograba impregnar las mentes? ¿Había llegado a reproducir una experiencia de muerte inminente? En ese caso, ¿por qué sus víctimas estaban convencidas de haber vivido ese «viaje» precisamente antes o después de su período de inconsciencia? ¿Había logrado sembrar la confusión también en sus recuerdos?

En todo caso, había que investigar los aspectos técnicos de esa alucinación: los productos químicos, las drogas o los métodos de sugestión que permitían inducir tales espejismos.

De pronto tuve una nueva revelación.

Una sola sustancia podría crear semejantes alucinaciones. La iboga negra. Gracias a ella, quizá el Visitante creaba su propio limbo para «aparecerse» a sus víctimas. Las mandaba a los confines de la muerte para surgir luego delante de ellas, en carne y hueso, confundiéndose en el trance.

Un nuevo giro en mi investigación.

La iboga, la planta que me había llevado a ocuparme del caso.

Por fin, un vínculo directo entre el homicidio de Massine Larfaoui, traficante de iboga, y los homicidios de Sylvie Simonis, de Arturas Rihiimäki, de Salvatore Gedda. Quizá el Visitante del Limbo le compraba la iboga negra a Larfaoui. De ahí a pensar que también era el asesino del cabileño solo había un paso.

Me levanté e inspiré profundamente.

Tenía que volver a enfrascarme en el caso Larfaoui.

Escarbar en la pista de la iboga.

Pero primero debía verificar si mi hipótesis era factible desde el punto de vista «médico».

103

Un nombre me vino a la mente de inmediato: Éric Thuillier. El neurólogo que trataba a Luc desde su traslado al Hôtel-Dieu.

Miré el reloj: la una y media de la mañana. Marqué el número del hospital y pregunté por él. Había un cincuenta por ciento de probabilidades de que estuviera de guardia.

Estaba allí, pero no podía ponerse al teléfono; un problema lo retenía en las habitaciones de los enfermos. Colgué sin dejar recado y me dirigí hacia el Hôtel-Dieu, situado a cincuenta metros.

Servicio de Reanimación, otra vez.

Me detuve frente al pasillo, detrás de las puertas de cristal. Luces verdosas, reflejos de acuario. Olor a alquitrán y a desinfectante. Me contenté con observar el panorama asfixiante a través de las puertas, acechando al neurólogo, que saldría de una de las habitaciones.

Una sombra surgió en el pasillo. Reconocí a mi fantasma, a pesar de la bata, la mascarilla y los zuecos. Saludé a Thuillier en cuanto cruzó la puerta. Se bajó la mascarilla y no pareció sorprendido de verme. Nada sorprendía a esa hora y en ese servicio. De pie en el vestíbulo, se quitó la bata.

—¿Es urgente? —preguntó, haciendo una pelota con su ropa de papel.

—Para mí, sí.

Arrojó el bulto a la papelera atornillada a la pared.

—Solo quería comentarle una de mis teorías.

Sonrió.

—¿Y no podía esperar hasta mañana?

Le devolví la sonrisa. Volvía a encontrarme con el empollón que había conocido al principio de la investigación. Cuello Oxford y gafas pequeñas, pantalón de pana demasiado corto.

—¿Se puede fumar aquí?

—No —dijo Thuillier—. Pero deme uno.

Le tendí el paquete. El neurólogo silbó con admiración.

—¿Sin filtro? Los compra de contrabando ¿o qué? —Sacó un cigarrillo—. Ni siquiera sabía que aún era posible encontrarlos.

Cogí uno también. Como madero, conocía la importancia de cómo entrar en materia. A menudo, un interrogatorio se decidía en el primer minuto. Esa noche, la empatía funcionaba. Estábamos en la misma longitud de onda. Thuillier señaló una puerta entreabierta a mi espalda.

—Vayamos por allí.

Le seguí. Llegamos a una sala sin ventanas ni mobiliario. Un sitio abandonado o, simplemente, la habitación reservada a los fumadores.

Thuillier se instaló en el único banco que estaba tirado por ahí y sacó de su bolsillo una caja de caramelos de los Vosges; el kit del perfecto enganchado al tabaco.

—Y bien, ¿cuál es esa teoría?

—Quería hablarle de la experiencia de Luc Soubeyras. La que nos ha contado esta mañana.

—Alucinante. Y eso que he visto de todo.

Asentí con la cabeza y empecé:

—Primero, un detalle cronológico. Luc ha relatado su viaje psíquico como si lo hubiera vivido en el momento de ahogarse. ¿Cree que, al contrario, podría haberlo vivido al despertar?

—Quizá. Es posible que confunda los dos períodos: pérdida de conciencia y reanimación. Es frecuente. Son zonas confusas, caracterizadas por un agujero negro.

—¿Podría haber experimentado esta alucinación en los días siguientes, cuando su mente estaba aún… en la bruma?

—No entiendo adónde quiere llegar.

Me acerqué y cargué mis palabras con toda mi capacidad de persuasión.

—Me pregunto si su NDE no habrá sido provocada por un tercero.

—¿Y cómo sería posible?

—Creo que se le ha «inyectado» una especie de… ilusión mental.

—¿De qué manera?

—Dígame primero si sería factible.

El neurólogo aspiró una calada de tabaco rubio, tomándose tiempo para pensar. Parecía divertirse.

—Siempre se puede drogar a una persona. O utilizar alguna técnica de sugestión. Esta mañana, Zucca ha dado un buen ejemplo de ello. De hecho, tenía la mente de Luc en sus manos.

—Además, la conciencia de un hombre que sale del coma es particularmente influenciable, ¿no?

—Con toda seguridad. Durante varios días, el reanimado no distingue entre sueño y realidad. Y su memoria es imprecisa. Está como colgado.

—Entonces, ¿Luc sería una presa fácil para semejante manipulación?

—Quiero estar seguro de haberlo comprendido bien. ¿Un intruso habría entrado en su habitación y le habría administrado no sé qué cóctel alucinógeno?

—Eso es.

Thuillier puso cara de escepticismo.

—Desde un punto de vista práctico, me parece algo difícil. Nuestro servicio es un auténtico fortín, vigilado las veinticuatro horas del día. Nadie puede ver a un paciente sin firmar un formulario ni encontrarse con alguna enfermera.

—Nadie, excepto los médicos.

—¿Lo dice en serio?

—Pienso en voz alta.

El neurólogo aplastó el cigarrillo en la cajita.

—Admitamos que es posible. ¿Cuál sería el objetivo de esa maniobra? Drogar o hipnotizar a un tipo que sale del coma es como empujar a un precipicio a una víctima de un accidente de tráfico que apenas se ha recuperado de sus heridas. Hay que ser un auténtico sádico.

—Pero, teóricamente, es posible.

Me lanzó una mirada de soslayo.

—¿Solo tiene sospechas o se trata de algo más?

—Creo que esa persona podría haber utilizado una planta africana. La iboga.

—Veo que va a por todas. La iboga es un psicotrópico muy potente. ¿Su doctor Mabuse habría hecho ingerir esa sustancia a Luc cuando despertó, para hacerle creer que había sufrido una NDE?

—¿Es posible o no?

—No creo, no. La iboga provoca efectos muy fuertes. Vómitos y convulsiones. Luc los recordaría. Luego está el problema de la ingestión. Ese hierbajo suele ingerirse en forma de pócima y…

—Me han hablado de un preparado inyectable.

—Para ello hay que ser un especialista. Aislar el principio activo. Tratar la molécula. Además, la iboga es una planta peligrosa, un verdadero veneno. Las víctimas en África son innumerables.

Levanté la mano.

—El problema no se plantea en esos términos. De todas maneras, el sospechoso que imagino es un asesino psicópata. Un hombre que se cree el diablo y actúa sin ninguna consideración moral.

—Empieza a ponerme los pelos de punta.

—Sigamos imaginando. ¿Es posible asociar la iboga a otros anestésicos?

—Sí, siempre que se trate de un experto.

Un químico. Un botánico. Un entomólogo. Y ahora un farmacéutico o un anestesista. Y también, un médico que tuviera acceso al servicio de reanimación del Hôtel-Dieu. El perfil se hacía cada vez más preciso.

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