Ella asintió a la oscuridad.
—Todo bien —dijo en alto—. ¿Y la cámara?
Él disparó una foto en su dirección. El destello la dejó cegada por un momento.
—Funciona.
Isabella se acercó a Martín, que apoyado en la dura pared, se recuperaba del golpe. Él le ofreció su protección y ella se instaló debajo de su brazo, recostada al abrigo del calor de su pecho.
—¿Y ahora? —inquirió Isabella un rato después, cuando notó que él se movía inquieto.
—Ahora —comenzó él a decir—, ahora —repitió como si estuviera queriendo convencerse a sí mismo— intentaremos salir de aquí por el mismo sitio por el que hemos entrado.
Isabella frunció el ceño. Aquello no era lo que ella había preguntado. Sus palabras no iban encaminadas a descubrir la forma de salir de allí. Eso, en realidad, le daba igual. Miró hacia arriba y comprobó que la apertura no estaba demasiado lejos de sus cabezas. Así que tener los pies varios metros por debajo de dónde debiera no le importaba lo más mínimo. Lo que ocupaba su mente era pensar que tendría que cambiar de táctica si quería gozar de las caricias de aquel hombre.
Imposible mejor momento y mejor lugar. Solos él y yo, y sin nadie que nos interrumpa
, pensó recordando una cabeza teñida de rojo. Alzó la cara dispuesta a plantarle un ardoroso beso en medio de la boca. Él se levantó sin avisar.
—Habrá que estudiar la forma de salir de aquí —explicó colgándose la máquina a la espalda—. No parece difícil —dijo cuando examinó la pendiente por la que habían caído—. No debe de haber más de cuatro metros de distancia hasta el borde.
Comenzó a ascender.
—No desaparezcas cuando llegues arriba y me abandones aquí sola —bromeó ella al ver frustradas sus intenciones—. No te lo perdonaría en la vida —le aseguró cuando vio que ya había llegado a media altura y no se detenía.
Él miró hacia abajo.
—¿Me crees capaz? Empieza a subir.
—Todo depende —continuó ella la conversación cuando ya había trepado una parte de la cuesta.
—¿Depende de qué?
—Más bien ¿depende de quién? De a quién te encuentres cuando llegues allí arriba.
Para entonces, él ya había salido del agujero y le tendía una mano para ayudarla.
—Las mujeres tenemos muy mala memoria —siguió ella—, pero que un hombre se vaya con otra es una de las cosas que no perdonamos con facilidad. Sobre todo algunas. Lo digo por la pelirroja de ayer —aclaró divertida mientras se sacudía la suciedad que se le había quedado adherida a su ropa.
Martín la siguió, ausente.
Isabella. Luz
. ¡Qué distintas eran aquellas dos mujeres y qué diferente se sentía él con cada una de ellas! La primera conseguía que su vanidad se disparara hasta el cielo y que fuera un tipo alegre. Y Luz, Luz le hacía sentirse inseguro, pero le subía la temperatura. Y mucho.
Ahora lo único que tenía que hacer era decidir a cuál de las dos prefería.
• • •
—No me cuelgues —fue lo primero que escuchó cuando descolgó.
Luz exhaló un suspiro.
Al oír el teléfono, había sospechado que era Martín. Sopesó dejar sonar el aparato hasta que el vecino más sordo, un jubilado que vivía en el primero C, hubiera llamado a la policía. Sin embargo, al final, había decidido que si quería enterrar la escueta, débil y breve relación, o lo que quisiera que hubiera sido lo que habían tenido, no le quedaba más remedio que hablar con él. Antes o después, tendría que dar la cara.
—Desembucha.
Escuchó su respiración al otro lado de la línea.
Si se piensa que esto es una rendición, va apañado
.
—Te he llamado en cuanto he podido.
—Pues te ha costado cinco días o, lo que es lo mismo, ciento veinte horas —anunció con retintín.
Se levantó del sofá y comenzó a pasearse por la habitación.
—Ya te avisé que iba a estar ocupado estos días.
—¡Es verdad! Ahora recuerdo que me lo contó mi contestador automático.
Le llegó un suspiro desde el otro lado de la línea.
—Vale —reconoció él—. No tenía que haberte dejado un recado, pero tenía mucha prisa y no contestabas en el móvil. Lo siento.
Luz prefirió no responder. La frase
te perdono
no iba a salir de sus labios.
—¿Ya se ha ido tu amiga?
—No. Se marcha el lunes. Sale en el primer avión de la mañana.
—¿Y me llamas en tu rato libre?
—Luz, dame un respiro. Estoy en casa. Tumbado en la cama. Completamente solo.
Ven
, rogó en silencio.
Luz se tambaleó, tanto que estuvo a punto de caer. El cerebro y el corazón comenzaron a latirle y se tuvo que sentar. ¿Qué le estaba sucediendo? Nada más escuchar aquel tono suplicante, se le había encogido el estómago. Supo que si hubiera estado delante de él, su entereza se habría desmontado como las piezas de un puzzle. Y la certeza de que lo que Martín hiciera o dijera le importaba más de lo que había estado dispuesta a confesarse a sí misma la sacudió por dentro.
No quiso decir nada más, no quería humillarse.
—El lunes hablamos —continuó él.
Dentro de dos días.
Cuando falte la rubia. Cuando él se haya liberado de sus ocupaciones. Cuando esté solo. Cuando ella ya no esté
.
—Lo siento, pero creo que no tengo fuerzas para esto.
—¿Para qué? —preguntó él sin saber a qué se refería.
Para sentarme a esperar, para ponerme a llorar cada vez que descubro que hay otra persona que disfruta de lo que yo deseo, para darme cuenta de lo mucho que me duele cuando me mientes, para mirarte a los ojos y ver que los tuyos se dirigen a otra
.
—Para perder mi libertad —declaró altanera.
—¿Tu libertad?, pero ¿de qué estás hablando?
Martín saltó de la cama.
—Estoy hablando de que me he cansado de decir que no a mis amigos pensando en que vamos a vernos y al final me das plantón y yo me quedo sin salir de casa.
Mentirosa, mentirosa, mentirosa
.
—¡Ah! Entonces se trata de eso. De que no te diviertes lo suficiente en mi compañía —farfulló él indignado.
¡No! Se trata de que se me licúa la sangre cuando veo tu sonrisa
.
—¡Sí! Se trata de eso.
—Entiendo.
—Eso espero —susurró Luz.
Deseaba que aquella conversación finalizara de una maldita vez. Le dolía demasiado seguir escuchando su voz.
—Pues, si las cosas están así, creo que no tenemos nada más que decirnos.
—Sí, eso pienso yo también.
—Adiós, entonces. Que te vaya bien.
—Lo mismo digo —se forzó ella a decir antes de pulsar el botón para cortar la llamada.
Martín se quedó observando la pantalla del móvil hasta que esta se apagó por completo. Apenas podía creer lo que acababa de suceder. Todavía esperaba que el teléfono volviera a sonar y escuchar la voz de Luz gritar:
¡Era broma!
Un rato después, pareció volver en sí y lo depositó sobre la cama. En un par de zancadas desapareció dentro del cuarto de baño. Pero ni el agua caliente de la ducha consiguió que sus músculos se relajaran ni los analgésicos que se le quitara el atroz dolor de cabeza que le había entrado de repente.
Luz revisó el último extracto de la tarjeta VISA que había recibido apenas unos días antes y tomó la decisión.
Se marchaba de rebajas.
De rebajas, gangas, descuentos o... lo que cayera.
Echó un vistazo rápido al armario.
Nada de caer en la tentación de comprarme otro abrigo
, se dijo,
ni siquiera una chaqueta de entretiempo
. Con esfuerzo, empujó a un lado las primeras prendas y siguió haciendo inventario.
Tres camisas blancas, dos azules, otras dos, no, tres rosas o similares, cuatro faldas
, escribió mentalmente,
más la azul que me compré para Reyes y que está en la lavadora
. Se fijó en una de las perchas de la que colgaban varios pares de pantalones y apuntó en la memoria tres de color negro. Los sacó y los observó uno detrás de otro y no fue capaz de saber cuál era el más viejo y cuál el más nuevo. Los había comprado en distintos años y siempre con la idea de tirar el que tenía en casa, cosa que al parecer nunca había sucedido. Lo primero que haría, después de regresar, sería hacer una buena limpieza de todo aquello y donar la mitad de todos sus trapos a cualquier asociación que recogiera ropa.
Siempre habrá alguien que le pueda dar uso
.
Vaciaría el guardarropa.
Sustituiré mi vestuario, daré un cambio radical a toda mi ropa y a mi vida también
, se dijo cuando la imagen de Martín se le coló en los pensamientos.
Se desembarazó del pijama con ánimos renovados y se metió en la ducha. Estaba más que dispuesta a que el agua barriera los nubarrones que daban vueltas en su mente desde la noche anterior. Acababa de echarse el champú encima cuando le pareció escuchar el timbre del teléfono. Escuchó para confirmar que, en efecto, era en su casa en dónde sonaba y comenzó a frotarse el pelo, haciendo caso omiso al ruido que se colaba por la puerta abierta del cuarto de baño.
No tenía gana alguna de hablar con nadie. Además, solo había tres personas que pudieran estar intentando localizarla a aquella hora de la mañana. Y no tenía ningún interés en escuchar a ninguna de ellas.
Aunque si era Irene, podía manejarla como quisiera y engañarla por segunda vez aquella semana. El día anterior se había salvado de su hermana apelando a la tan manida excusa de
me duele un poco la cabeza
.
Quitarse a Leire de encima los últimos días había sido bastante más complicado. En el mismo momento en el que entró por la puerta de la Fundación después del desafortunado almuerzo, su amiga la había acorralado para que confesara qué era lo que le sucedía
¿Tanto se le notaba?
Según Leire había llegado con la cara desencajada
. ¿Ella? ¿Y por haber visto a semejante... majadero con semejante... tipeja? ¡Ja!
Había tenido que apelar a la falta de pastillas para contrarrestar los dolores de la regla para zafarse del interrogatorio al que estaba siendo sometida. Media hora más tarde tenía encima de la mesa una caja de Saldeva, un vaso de agua y una enfermera aficionada que la miraba amenazadora y que no desapareció hasta que vio cómo dos de las pastillitas desaparecían por su garganta. Y lo peor era que ni siquiera las necesitaba.
La tercera opción todavía le daba más pánico. Pensar que podía ser Martín de nuevo le ponía la piel de gallina.
Se restregó el cuero cabelludo con más fuerza de la necesaria.
No
, se dijo mientras zambullía la cabeza debajo del agua. No, no se molestaría en comprobar quién era el que tanto insistía.
Un rato después, llamaba a la puerta de María con la cabeza limpia y la mente despejada. La anciana todavía estaba desayunando, a pesar de ser las once de la mañana.
—No te voy a repetir que tienes unos horarios muy tardíos —la reprendió, como siempre que la pillaba.
María le hizo un gesto con la mano.
—Déjame, hija. Que este es el único vicio que me queda. ¿Dónde vas tan guapa?
Luz se había esmerado para estar radiante aquella mañana. Había tardado mucho más tiempo del normal en pintarse y en buscar un modelito con el que se viera inigualable. Quería mirarse en las lunas de los probadores y encontrarse con la resplandeciente mujer que sabía que era. Nadie que la viera por la calle se imaginaría estar delante de una mujer despechada.
—Me marcho de compras, María —contestó con una sonrisa—. Voy a gastarme la paga extra que cobraré en junio.
Esta hizo un gesto de complacencia.
—Haces bien. Ahora es cuando tienes que lucirte todo lo que puedas. Dentro de unos años no podrás hacerlo, aunque quieras. Anda, vete ya, que esta vieja tonta y solitaria te está retrasando demasiado.
—No seas sosa —apuntó Luz mientras se acercaba a darle un beso—. Sabes que no me cuesta nada pasarme por aquí y ver cómo te encuentras.
—Lárgate antes de que se te haga tarde —le riñó la mujer empujándola con cariño.
No había bajado un par de tramos cuando se detuvo. Alguien pulsaba uno de los timbres desde el telefonillo de la calle y, a tenor por cómo insistía, tenía prisa. Le pareció que llamaban a la casa de María.
No, es más arriba
, decidió y continuó descendiendo las escaleras.
Al llegar abajo, vio a un hombre al otro lado de los cristales. La sangre se le concentró en las sienes.
Martín
. Venció el impulso de darse la vuelta, subir hasta su casa, cerrar con llave, meterse en la cama y taparse la cabeza con las mantas. En vez de ello, enfrentó el problema. Cuando estuvo segura de que no dejaba pasar a su peor pesadilla, abrió la puerta.
Ni le dio tiempo a notar que no era Martín porque antes de que pudiera poner un pie en el exterior, un desconocido entraba propinándole un fuerte empellón.
—¡Maleducado! —exclamó Luz desde el extremo del portal al que la había empujado.
El hombre, que salvaba las escaleras de dos en dos, no se dignó a contestar y mucho menos a disculparse por haberle dado un empujón que la había empotrado contra los contadores del agua.
Salió a la calle frotándose el hombro izquierdo, dolorido por el impacto contra el armario de aluminio.
¡Lo que me faltaba hoy!
• • •
¡Malditas botas!
Luz caminaba por la Avenida de Laburdi con unas ganas locas de entrar en casa y tumbarse en el sofá. Después de pasar la mañana subiendo y bajando escaleras, recorriéndose todas y cada una de las tiendas del Casco Viejo y de la Gran Vía, incluyendo los seis pisos del Corte Inglés, encaramada en las botas de tacón más alto que tenía, estaba muerta. Cuando entró en el portal, no aguantó más e hizo lo que se moría por hacer desde hacía ya mucho rato; se las quitó y lanzó un suspiro de placer. Aquello era lo más delicioso que le había pasado en los últimos... ¿diez años? si exceptuaba la escena de sexo en la bañera. Sacudió la cabeza para obligar a aquella imagen a evaporarse.
Comenzó a subir, cargada con las botas en una mano y las bolsas de lo que había comprado en la otra. Al llegar a la planta de María, pasó de largo. Le quedaban las fuerzas justas para alcanzar el quinto piso.
Pero cuando empujó la puerta de su casa y se encontró con lo que tenía delante, lo que llevaba en las manos se deslizó y se precipitó sobre el felpudo.