A punto estaba de dar el primer mordisco a un trozo de bacalao al pil-pil montado sobre un trozo de pan cuando alguien le dio una fuerte palmada en el hombro.
—¡Martín!
Era Ricardo, vecino y amigo de sus padres, a más señas. Devolvió a su sitio el bocado a regañadientes y se volvió hacia el anciano ofreciéndole la mano con sincera alegría.
—¡Ricardo!
—¿Cómo tú por aquí? Tus padres no me han dicho nada de que hubieras venido.
—Porque en realidad no lo saben. He tenido unos asuntos que atender y no he pasado todavía por su casa. Quiero darles una sorpresa —enfatizó en un intento de que las noticias de su vuelta no llegaran a la casa familiar antes que él.
—No te preocupes. —El anciano se pasó los dedos por los labios como si estuviera cerrando una cremallera—. Soy una tumba. Y qué, ¿a pasar las navidades con la familia?
Por el momento, solo Javier sabía que el proyecto con el Gobierno Vasco se había cerrado y que había vuelto para quedarse. Y, curiosamente, aquel hombre, a quien hacía varios años que no veía, iba a ser el primero en enterarse del giro que había dado su vida.
—Pues no. He regresado para quedarme.
Y fue en el instante en el que Ricardo lo felicitaba por la decisión que había tomado cuando Martín se dio cuenta de que aquello no tenía marcha atrás. Y no le importó.
Como no le importó quedarse solo y poder darse el festín que le esperaba en el plato desde hacía rato.
—¿La cuenta? —preguntó el camarero cuando se dirigió a él de nuevo.
—No. Póngame otro de cada de uno de estos —dijo señalando el resto de los pinchos que había descartado— y otro vino. Perdón, otro crianza, Rioja —añadió divertido
Un segundo más tarde, Martín descubrió que una de las mesas de la cristalera se quedaba vacía y se apresuró a acercarse a ella con el abrigo colgando de un brazo, la copa en una mano y el plato en la otra.
Ver llover desde el otro lado de un cristal, sintiéndose resguardado, era una de las mayores delicias de este mundo. Y él tenía butaca de patio.
Lástima que la obra no sea más entretenida
, pensó mirando a los pocos transeúntes que atravesaban la plaza con prisa, debajo de los paraguas.
De repente, algo llamó su atención. Desde la esquina de la calle Elcano con Rodríguez Árias un chupa-chups acelerado asomaba por la explanada. De fresa.
No, más bien de cereza
. Imposible no verla con aquel color de pelo, aquel abrigo de rayas blancas y negras y sus botas de vertiginosos tacones.
¿De dónde sacará esos espantosos bolsos?
, se burló en silencio, sin poder quitar la vista de una masa color rosa chicle que Luz sujetaba con firmeza por encima de la cabeza.
Martín no pudo evitar una sonrisa maliciosa. Su nueva vida podía llegar a ser bastante divertida a poco que se esforzara.
• • •
Agencias, internet, anuncios en el periódico, números apuntados con prisa en la agenda del móvil, llamadas, visitas, buenas caras a pesar del desencanto, retretes compartidos, habitaciones sin luz, moqueta en el cuarto de baño, paredes descascarilladas, trasteros, sótanos inmundos, precios de espanto. Las últimas dos semanas había pasado un infierno. Y todo para que, al final, le hubiera buscado casa su padre. Como antiguamente.
La secuencia había sido la siguiente: Su padre-Ricardo, Ricardo-cuñado, cuñado-compañero de mús. Y así, sin quererlo ni beberlo, había acabado viviendo a menos de doscientos metros de su familia. Como antiguamente.
Y después de aquel periplo de ida y vuelta, y tras una reunión en el bar del pueblo, un sincero apretón de manos y una más que jugosa transferencia bancaria, Martín había conseguido una casa. Y estaba encantado.
El pequeño edificio era todo lo que había estado buscando.
Llevaba más de una hora sentado en el murete que rodeaba el edificio y lo separaba del terreno que había a su alrededor sin acabar de creérselo.
De mi terreno
, pensó. Se rio en voz alta. Hacía poco más de un mes se hubiera desternillado de cualquiera que le dijera que su sino era ser terrateniente
de poco más de mil metros cuadrados
. Y ahora los tenía delante. Llenos de zarzas y con una necesidad imperiosa de que alguien metiera una podadora, pero eran todos suyos.
La casa era un antiguo y pequeño molino de agua construido en piedra y con un porche en la parte delantera. Hacía más de un siglo que había quedado inservible, cuando el río había sido desviado monte arriba con el propósito de que finalizara en el depósito del pueblo. Desde entonces, solo se había usado como almacén de los productos de la huerta y para guardar los aperos de labranza. Sin embargo, los dueños anteriores lo habían arreglado, tejado incluido, hacía menos de cinco años.
Para que les hiciera juego con la casa nueva
, había comentado Ricardo con desdén, antes de añadir:
Total, para que después lo vendan los hijos a la primera de cambio
.
A Martín le daba lo mismo cuál hubiera sido la causa de tamaña estupidez, pero el caso es que a él le había parecido maná caído del cielo. Era justo lo que necesitaba.
Miró el reloj. Llevaba más de una hora allí sentado. Se le estaba echando la tarde encima y todavía no había hecho nada.
Ya es hora de que haga una inspección a mi nueva casa
. Se bajó del muro e hizo bailar las llaves en la mano mientras se acercaba a la puerta.
La planta baja era un espacio que convertiría en salón-comedor-cocina, todo en uno. El baño lo instalaría en el piso superior, junto al dormitorio. Subió las escaleras y asomó la cabeza a la habitación. Solo ver las enormes vigas que coronaban la techumbre le dio alas para imaginar cómo podía quedar lo que había pensado instalar allí.
Tardó un buen rato en decidir bajar y examinar el resto de sus posesiones. Descendió de nuevo, salió de la casa y rodeó el edificio.
Hasta tiene un sitio perfecto para instalar el laboratorio
. En la parte trasera había otra puerta que comunicaba con un pequeño hueco, no más grande que el vestíbulo del caserío paterno, y que a él le venía de perlas para montar su estudio. Pasó por encima del puente de madera que sobrevolaba el lecho seco. Aunque a cualquiera le hubiera parecido una incomodidad tener que salir de la casa para llegar a aquel habitáculo, a Martín le parecía perfecto. Nunca le había gustado trabajar en su lugar de residencia.
Llevaba menos de un minuto allí dentro cuando comenzó a estornudar. Tenía que ponerse a limpiar. Tomó una decisión: empezaría por allí. Fue a buscar una de las escobas, que había comprado en el Carrefour de Galdakao y que había dejado apiladas al lado de la puerta principal, y comenzó con la tarea de adecentar su nuevo lugar de trabajo.
—¿Hay alguien ahí? —Javier metió la cabeza por el hueco de la puerta, pero se la encontró vacía—. ¿No hay nadie?
Su hermano tenía que estar por algún sitio. Miró el cubo, la fregona, la mopa, el plumero atrapapolvo, los trapos y las dos botellas de jabón líquido. Venir había venido y, por lo que se veía, con ganas de trabajar. Además, la casa estaba abierta, así que no andaría demasiado lejos.
—No te esperaba —le recibió la voz de Martín desde la esquina de la fachada.
—A ver si te pensabas que me iba a perder ver a mi hermanito menor haciendo la limpieza —se burló, apoyado en el puente de madera.
Martín levantó una ceja sin dejar de pasar la escoba.
—Y yo que creía que venías a echarme una mano —dijo con tono de súplica.
El mayor de los hermanos soltó una carcajada.
—Yo las manos se las echo solo a mi señora —contestó con voz cínica—. Me lo tiene prohibido usarlas en otra parte.
—Ja, ja, ja. Te creerás muy gracioso.
—Pues no, la verdad —confesó mientras cambiaba el brazo con el que se acodaba en la barandilla—. Te aconsejo que te busques una ayuda para organizar todo esto.
—Por ahora, solo voy a usar este cuarto. El resto no merece la pena que nadie lo toque. El lunes llegan los albañiles a montar la cocina y el baño.
—Al final, ¿has contratado a los que proponía el padre?
Martín se encogió de hombros, resignado.
—¿A quién si no? Era eso o aguantar durante el resto de la vida, cada vez que entre en el bar, que la mitad de la población de Artea me mire como si hubiera asesinado a mi madre, hubiera metido a mi abuela en un asilo y, además, hubiera maltratado al perro.
—Sí, claro. Es lo que tienen los pueblos pequeños, que todo queda en casa. ¿Y qué vas a hacer hasta que tengas esto en condiciones?
Martín detuvo la tarea y se apoyó en el palo del cepillo.
—Hacer lo que vosotros habéis hecho todos estos años en mi ausencia. Aprovecharme de los viejos —explicó metiéndose con su hermano y su costumbre de comer todos los fines de semana en la casa paterna.
—Pues ándate con cuidado y mete prisa a los operarios porque si no tu madre no te dejará salir de su casa. Empezará por hacer una lista de todos los beneficios hogareños de los que disfrutarás al vivir con ella y, al final, sucumbirás sin remedio. ¿Quién se resiste a la oferta de que te planchen las camisas gratis el resto de la vida?
—Tú lo hiciste.
—Pero solo porque Elisa me aseguró que, además de planchármelas, les pondría almidón en el cuello. Y al final me salió rana, porque, ahora, en mi casa, el que plancha soy yo.
—Es lo que tiene casarse con una mujer trabajadora: que hay que apechugar en las labores del hogar.
Javier se había acercado para ver el cuarto que Martín estaba arreglando.
—Así que vas a trabajar aquí.
—Ajá —dijo Martín desde el suelo, donde se había agachado para recoger la porquería que había arrinconado—. Hablando de trabajos. ¿Te has enterado de si puedo formar parte de la operación?
Su hermano se puso rígido.
—Martín, yo no lo veo nada claro. Creo que deberías replanteártelo —dijo preocupado.
—¿Lo has preguntado?
A Javier le costó contestar.
—Sí —dijo ceñudo.
—¿Y qué han dicho?
—Está bien, aceptan que participes en ella, pero con condiciones.
—Tú dirás.
—Eres un mero peón —informó—. Acatarás todas las órdenes sin cuestionarlas y te mantendrás siempre en un segundo plano.
Martín asintió. Obedecería lo que fuera. No le quedaba más remedio si quería participar en aquello.
—Diles que acepto.
—No me gusta que tú también te involucres en esto. Al final, acabaremos todos de mierda hasta el cuello.
—Es una oportunidad que no se puede dejar pasar. Lo sabes perfectamente.
—Sí, pero hubiera preferido quedarme en la sombra atendiendo asuntos de poca monta que pasar a ser el responsable de enormes golpes.
—Pues esto es el único remedio —comentó Martín envalentonado—. No tienes marcha atrás. Sabes que no te lo van a permitir.
Javier hizo un gesto de obligada aceptación y lo miró con aspecto resignado.
—¿La sala de exposiciones? —preguntó una voz masculina desde el pasillo.
—La puerta del fondo —contestó Luz sin levantar la cabeza.
Llevaba hora y media repasando aquella hoja de cálculo que contenía la lista de los gastos de la sede de la fundación en la que trabajaba y ya se había perdido tres veces y había tenido que volver a empezar. No tenía ninguna intención de que le sucediera de nuevo. Así pues, cuando escuchó los pasos de quien entraba, no levantó la vista. De ninguna manera quería volver a equivocarse.
—Gracias —contestó el visitante.
—De nada —respondió ella de forma mecánica.
—¿La biblioteca? —interpeló la misma voz un rato más tarde.
A Luz se le escapó un profundo suspiro.
¿Para qué creerá la gente que son los carteles que hay al lado de las puertas? ¿Para que haga bonito?
—Entre por la puerta que está debajo de las escaleras de la sala de exposiciones —explicó lo más brusca que pudo.
—Gracias —volvió a contestar el recién llegado.
Línea 1153, 1154 y 1155
. La tortura había finalizado.
Y en el instante en el que pinchó el icono de salir de la hoja de cálculo, le dio la escalofriante impresión de que alguien la observaba con detenimiento. Levantó la vista y se encontró cara a cara con el enemigo público número uno. Apoyado en el quicio de la puerta con los brazos cruzados, Martín sonreía relajado, como si esperara a que terminara su jornada laboral para invitarla a un café.
—Supongo que no tienes otra cosa que hacer más que quedarte como un pasmarote observando cómo los demás se ganan las lentejas.
—Yo también estoy encantado de verte después de tanto tiempo.
—¡Ah! Pero ¿ha pasado el tiempo? —preguntó ella hiriente.
—Más de tres meses diría yo —contestó él con toda la tranquilidad del mundo haciendo caso omiso a su tono de voz.
—Pues se conoce que me quedé ahíta de tu persona entonces porque me parece que fue ayer cuando casi pongo una denuncia por acoso sexual —comentó haciendo referencia a su intrusión en la habitación de la casa rural.
—No me pareció que estuvieras muy asustada. Más bien... ¿sorprendida?
—Si no te importa, hay gente que tiene que trabajar —anunció con la esperanza de que se largara.
Pero su argucia no dio el resultado esperado. Martín abandonó la postura relajada que había adoptado, se acercó hasta ella y apoyó las manos sobre la mesa. Luz le echó una mirada retadora.
—Buenos días. Es la primera vez que vengo y necesito información sobre el funcionamiento del centro.
Está claro que es masoquista
.
Ella se esforzó por encontrar la expresión más ceñuda, aquella que reservaba los sábados de madrugada para los babosos de discoteca, sin embargo, no fue capaz de localizarla. Aunque no lo confesaría nunca, en el fondo le divertía que él le siguiera el juego.
—Para llegar a la biblioteca entre en la sala de exposiciones y pase por la puerta en la que pone BIBLIOTECA. Nadie se pierde, incluso los más tontos llegan hasta ella. —Colocó una hoja entre las manos de Martín—. Estas son las condiciones del préstamo. Para la solicitud del carné tendrá que traer una fotocopia de su DNI y rellenar un impreso indicando el interés que le ha traído hasta aquí. Si quiere sacar algún libro del edificio tendrá que pasarse por este mostrador para que yo lo apunte. ¿Le ha quedado claro al nuevo visitante?
—¿Puede repetirme esta última parte? —se burló él.