—Ya traerás algo para las demás —pidió María, su compañera de despacho.
—Solo si me tratáis bien de aquí a entonces. Bastará con un café y un bollo cada mañana a las 11:00 —dijo con su mejor sonrisa.
• • •
El teléfono del laboratorio volvió a sonar. Martín lo miró con desgana, pero, al igual que había hecho las cuatro veces anteriores, no lo cogió. Sabía que en menos de diez minutos Isabella mandaría a alguien a buscarle. Justo el tiempo que necesitaba para terminar.
Encendió la luz del habitáculo y examinó la mojada fotografía que acababa de ampliar.
Demasiado oscura
, decidió. Irritado, la rasgó en cuatro trozos y la arrojó a la papelera con gesto impaciente. Apagó la luz de nuevo y regresó a la ampliadora. Haría otra y esta vez esperaría menos tiempo antes de meterla en el baño de paro.
Ocho minutos más tarde tenía entre sus manos la imagen de una exótica modelo, morena, con el pelo muy corto y con un vestido muy urbano. Subida en una oxidada grúa amarilla de los muelles de Nueva York, miraba a la cámara como si retara al mundo a obligarla a bajar de allí. Una agresiva imagen cuyos colores apagados simulaban que había sido tomada casi treinta años atrás. Le quedó un minuto para enorgullecerse en silencio de su propio trabajo antes de que llamaran a la puerta.
—Martin, ¿se puede pasar?
—Entra Patrick —contestó mientras cogía una pinza y sujetaba su nueva obra de arte a una fina cuerda que atravesaba una de las paredes laterales.
—Isabella...
—Está esperando las fotos. Lo sé. Ahí las tienes —indicó a la vez que señalaba un montón de papeles, al lado de las cubetas del revelado—. Espera un par de minutos a que se seque esa y te las puedes llevar.
En realidad no hacía falta que le diera instrucciones. Después de un año, Patrick sabía casi mejor que él como tenía que tratar el material.
Salió de la habitación y se acercó hasta el portátil que había dejado sobre la mesa que Isabella le cedía cada vez que trabajaba para ella. Presionó una de las teclas y esperó. El ordenador no reaccionó. No lo recordaba, pero debía de haberlo apagado en algún momento a lo largo de la mañana.
Despacio, bajó la tapa hasta que escuchó el clic de cierre. Desconectó todos los cables y comenzó a enrollarlos sobre sí mismos. Era consciente de que el futuro de la profesión estaba en aquellos aparatos. Sabía que la mayoría de sus compañeros ya habían olvidado lo que era tener las manos húmedas y no poder quitarse aquel fuerte olor a vinagre, pero él no acababa de decidirse. El trabajo que acababa de realizar no lo habría podido hacer en una de aquellas cajas tontas. Controlar las tonalidades a base de milésimas de segundos era complicado, sin embargo, retocar colores con un simple ratón y una paleta de colores virtual, era, a su modo de ver, imposible por completo.
—¿Te marchas?
La corta melena de Katia asomaba por la puerta del despacho. Llevaba una taza entre las manos.
—Sí, ya he terminado. No creo que me necesitéis por aquí mientras vosotras os volvéis locas por acabar de fijar los contenidos y la maquetación del especial de navidad. Solo molestaría.
Ella le echó una sonrisa comprensiva.
—Será mejor que te marches antes de que Bella te corte la cabeza por no haber entregado las fotos a tiempo. La última vez que la he visto bufaba como un dragón y estaba a punto de echar humo por las fosas nasales.
—¿Vas hacia allá? —preguntó Martín y se pasó un dedo de lado a lado de su cuello.
Katia rió.
—¿Hacia la sala de torturas? ¡Aja! Me he escapado. Necesitaba un café para poder enfrentarme a las continuas discusiones de las próximas cinco horas. Por cierto, en la cafetería estaban Charles y Alec. Me han preguntado por ti.
—¿Todavía siguen allí? Me acerco a saludarles.
Katia se despidió de él con un beso en la mejilla y Martín la vio desaparecer al fondo del pasillo. Se encaminó en sentido contrario.
La cafetería era un pequeño espacio habilitado en un rincón dónde, además de una máquina con las bebidas calientes y otra con agua, refrescos y algunos sándwiches, también habían colocado un par de mesas altas para que los empleados tuvieran dos minutos de relax.
Sus amigos habían depositado los vasos en una de las mesas y charlaban con tranquilidad.
—¡Hombre! ¡Dichosos los ojos! —comentó Alec cuando lo vio acercarse—. ¡Si
Don Ocupado
se ha dignado a venir a visitarnos!
—No seas tan rencoroso —le recriminó Martín con una fuerte palmada en la espalda y un apretón de manos—. La última vez que estuve, eras tú el que no podía salir a saludar.
—Sí, pero tú no hiciste amago alguno de esperar a que yo acabara la reunión —le reprochó.
—Tenía prisa —se defendió mientras metía una moneda en la máquina y seleccionaba el botón con el cartel
café amargo
.
—Excusas, solo excusas. Para ver a la jefa bien que haces un hueco en tu calendario —dijo guiñándole un ojo a Charles, que escuchaba sonriente como sus dos compañeros se tiraban los trastos a la cabeza.
—No sé por qué lo dices —comentó desconcertado.
Martín depositó el vaso al lado del de sus amigos y se volvía para recoger la cucharilla de plástico que se le había caído cuando se tropezó con una joven.
—Perdón.
La chica que le había empujado le echó una sonrisa y se apartó para dejarlo pasar.
Martín se quedó observando a las muchachas. Debían de ser dos de las nuevas modelos de la revista. Estaba claro que venían de una sesión de peluquería porque se paseaban por el edificio con el pelo lleno de tubos de colores.
—Un pajarito me ha dicho que te ves con la jefa de noche y no en las mejores condiciones.
—¡Ah! Aquel día. Lo dices porque ella me acompañó a casa en un taxi y me ayudó a subir hasta el apartamento —mencionó sin darle importancia.
Lo único que le faltaba, después de tantos años, era ser el protagonista de los
canales extraoficiales
que circulaban por las mesas y los chats de
Beauty Today
. Aunque a decir verdad, mejor ahora que hace unos años, cuando pasaba allí todo el día y parte de la noche. Apuró la bebida y se giró para tirar el vaso a la papelera.
—Perdón —se excusó.
Había golpeado a una de las chicas con el codo, justo en el momento en el que esta se llevaba el vaso a la boca.
Ella hizo un gesto con la cabeza para indicarle que no se preocupara y continuó hablando con su amiga sin que ninguna de las dos se preocupara de la mancha marrón que se extendía sobre la mesa. Al parecer su conversación era mucho más interesante que limpiar aquello.
—Es lo único que sé —oyó Martín que decía la amiga con gesto apesadumbrado.
—Parece imposible. Yo misma la vi ayer por la tarde y me dijo que no iría a la fiesta de Mafalda porque estaba cansada.
—Pues al final fue. Al parecer llegó a la casa sobre las ocho y ya no salió de allí. Nadie se dio cuenta de lo que había sucedido hasta que esta mañana la asistenta la encontró en el suelo de uno de los cuartos de baño —contó en voz baja—. Dicen que se le fue la mano con los barbitúricos y el alcohol.
—Pobre Robin. Era una chica estupenda. Pero todavía no había aprendido hasta dónde puede uno llegar. A mí no me sucede. Yo sé a la perfección qué puedo mezclar y cuándo tengo que parar de beber —fue lo último que escuchó mientras se alejaban.
Martín nunca supo cómo había hecho para acabar la conversación que mantenía con sus amigos y llegar hasta casa cuando la única la imagen que tenía tatuada en su retina era la dulce y sonriente cara de Robin Elwes, tal y como la había visto el día que había pasado media tarde charlando con ella.
Ya en su hogar, se acercó a su dormitorio y arrojó las llaves, la cámara y la chaqueta vaquera, con la que había salido a la calle aquella mañana, sobre la cama. Con largos pasos se acercó hasta la cocina y sacó una botella de vino del armario. Necesitaba una copa.
Un rato más tarde, parado delante de la ventana, descubrió que su mente parecía haberse despejado y que era capaz de pensar en otras cosas que no fuera en aquella risueña cara en la que el brillo de querer comerse el mundo sobresalía sobre todo lo demás. Apuró la segunda copa. Se volvió cuando un ruido en el pasillo, fuera de su casa, llamó su atención.
El estudiante del apartamento 68 ya ha vuelto a organizar una fiesta
, pensó con fastidio. No tenía ánimo para aguantar músicas innombrables. Alguno de los chicos dijo algo divertido que hizo reír a sus acompañantes. Entre todas las voces, se alzó una risa cantarina.
No pudo reprimir la furia que llevaba conteniendo toda la tarde y arrojó lo que llevaba en la mano contra la pared. Los cristales y las gotas de vino salieron despedidos hacia todas partes, salpicándole en la cara.
—¿Tienes un momento?
Isabella levantó la cabeza del informe sobre el que estaba inclinada. Le irritaba que la interrumpieran mientras estaba trabajando, sin embargo, cuando vio que era Martín el que había ido a buscarla, una sonrisa iluminó su cara.
—Pasa, pasa —le indicó con gesto amable—. Estaba deseando hacer un descanso.
Se levantó y se dirigió hasta una mesita que tenía a su espalda.
—¿Un café?
Martín asintió, nervioso. Sabía que lo que había venido a contarle no iba a gustarle en absoluto, pero ya lo había resuelto. Se había pasado toda la noche dando vueltas en la cama y sopesando los pros y los contras de aquella decisión.
Las opciones estaban claras: era su vida profesional contra su vida personal.
Aquella era la situación más difícil con la que se había enfrentado. Ahora se daba cuenta de que hasta entonces se había dejado llevar por los acontecimientos y que su única aportación había consistido en seguir el camino de baldosas amarillas que alguien había puesto delante de él. Se había limitado a continuar andando sin pensar en para qué lo hacía ni hacia dónde se dirigía. Y había llegado el momento de que fuera él quien eligiera el sendero por el que continuar en el futuro.
Aunque a veces pensar las cosas es más fácil que hacerlas
, se dijo cuando cogió la taza que Isabella le ofrecía.
Descubrió que le temblaban las manos al ver cómo oscilaba el líquido marrón. Hizo un esfuerzo por conservar el pulso firme. Tenía que seguir manteniendo la imagen de seguridad que había visto en el espejo aquella mañana al afeitarse.
—Tú dirás —lo animó ella, después de dar un sorbo a la infusión.
Se había sentado en un costado de la mesa de trabajo; una formidable encimera de cristal apoyada sobre unos modernos caballetes blancos, diseño exclusivo de la mujer que tenía delante. Mecía sus largas piernas con gesto distendido. Parecía relajada y Martín pensó que siempre le había visto con aquella actitud, como si las situaciones con las que se enfrentaba no fueran más que pequeños obstáculos que podía apartar con un solo movimiento del menor de los esfuerzos.
Tomó aire antes de hablar.
Cuanto antes empieces antes acabarás
, se animó.
—Me marcho —dijo con rapidez.
Ella levantó los ojos, risueña.
—Me parece perfecto. Lo esperaba desde hace tiempo.
Martín la miró desconcertado. ¿Había dicho aquella mujer lo que él había escuchado? Nunca hubiera imaginado que se lo tomaría tan bien.
—¿Sí?
¿Estaba decepcionado? Ni un mal gesto ni una sensación de contrariedad ni un solo comentario sobre lo que iba a hacer la revista sin él ni siquiera una mínima indicación de que aquello le afectara.
—Pues claro. ¿Cuándo te marchas?
—No lo he decidido todavía —contestó aliviado mientras dejaba la taza vacía sobre la mesita—. Quería hablar contigo antes.
Isabella dejó la suya sobre el carísimo vidrio y dio un pequeño salto para bajar. Parecía aún más animada que cuando Martín había llegado. Se aproximó a él con lentitud.
—Estoy pensando que igual sigo tu ejemplo y me cojo unas vacaciones.
¿Vacaciones?
Ahora sí que la había liado. Tenía que aclarar las cosas cuanto antes.
Se giró para mirar por la ventana. Si observaba el edificio de cristales que el BBVA tenía en la Gran Manzana, en vez de la cara de la persona a la que le debía gran parte de su éxito profesional, la tentación de arrepentirse de lo que estaba a punto de hacer sería menor. Se tomó un instante para ordenar la mente antes de responder.
—No estoy hablando de marcharme de vacaciones. Me vuelvo a mi país.
Martín escuchó un leve respingo a su espalda. El aplastante silencio que vino después hizo que se replanteara la forma en la que estaba enfocando todo aquel asunto. Se volvió para dar la cara, aunque no tuvo que decir nada. La expresión de la mujer que tenía delante dejó claro que acababa de entenderlo todo. Él consiguió volver a respirar.
Se acabó. Ya lo sabe
.
—¿Me estás diciendo que vas a dejarnos? Tienes una oferta de una agencia y te quiere en exclusiva —aseguró enfadada, con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Cómo no me lo habías dicho antes? No sé lo que te ofrecen, pero la mejoro. No tienes más que poner un precio.
La tranquilidad le había durado poco. Aquella conversación no solo no había terminado sino que aún estaba por empezar. Aquello iba a resultarle mucho más difícil de lo que había calculado en un principio. Cuando entró en aquel despacho, sabía que Isabella no comprendería su decisión, pero en ninguna de sus pesadillas había imaginado que intentaría retenerlo.
Ahora que ella se había vuelto a sentar detrás de a mesa, le resultaba aún más difícil contarle cuáles eran las causas del cambio de orientación que iba a dar a su vida. Verla recostada en el sillón de cuero y con las manos unidas sobre el pecho hizo que la compañera de todos aquellos años se evaporara para ser sustituida por la
jefa
, como todo el mundo la llamaba.
—No, no me has entendido bien —intentó explicarse.
—¡Ahora lo comprendo! —lo interrumpió ella—. Quieres cambiar de aires. Chicago será el sitio perfecto. Llamaré a Tracy Paules y le diré que te trasladas allí una temporada, que te haga un hueco en la oficina.
Alargó la mano hacia el teléfono que tenía a su lado y pulsó uno de los botones para coger línea.
Martín hizo un gesto de exasperación. Le arrebató el auricular y cortó la señal luminosa del aparato. Él siempre había pensado que aquella mujer era la persona más inteligente que conocía, pero comenzaba a tener sus dudas. Como siguiera así nunca saldría de aquel atolladero.