—Por lo que puedo ver, el grupo lo formabais tú y esta chica.
—Ya te he dicho que íbamos diez personas —aclaró Martín con brusquedad, sin levantar la cabeza de lo que dibujaba.
—Pues los demás se debían esconder cada vez que te veían porque no aparecen por ningún sitio —indicó divertido.
Martín le arrancó la máquina de las manos y comenzó a pasar las imágenes hacia atrás. Javier tenía razón. Luz sentada en el jardín de la casa rural. Luz en las escaleras leyendo la guía que le había prestado. Luz sonriendo. Luz andando. Luz mirando distraída hacia el horizonte. Luz apoyada en un muro. Luz de espaldas. Luz de pie. Sus ojos. Su pelo rojo. Su sonrisa.
La mayoría las había sacado desde la ventana de la habitación sin que ella se diera cuenta. Él estaba haciendo la maleta cuando le llamó la atención alguien que paseaba por el jardín. Era ella. Siguiendo un impulso, había cogido la cámara de encima de la cama, y le había echado unas cuantas instantáneas. A decir verdad, bastantes.
Se encogió de hombros antes de contestar.
—Había más gente. Lo prometo.
—Por lo que veo, le has hecho un Book completo —le incitó Javier.
A Martín le pasó por la cabeza aquella imagen femenina, que intentaba taparse con una toalla blanca que apenas cubría cincuenta centímetros de su cuerpo.
—No, completo no, faltan algunas —masculló entre dientes.
Javier se estaba divirtiendo mucho. Nunca había sabido nada de la vida amorosa de su hermano pequeño y aquello era lo más cercano que estaba de enterarse de algo. Observó el pelo de la chica de la imagen. Desde luego era muy original y ella parecía agradable.
No se imaginaba lo equivocado que podía estar.
Martín, irritado, observaba al gorila de la puerta del
Crobar NY
que tenía plantado delante y que le miraba como si fuera uno de los cinco terroristas más buscados por la C.I.A. Había tenido que llamar a Isabella para que saliera a rescatarle de las garras de aquel energúmeno lleno de tatuajes y con más piercing que un faquir.
La puerta se abrió de repente y apareció la cara de su ángel de la guarda particular.
—Viene conmigo —explicó ella escueta.
Nada más poner un pie en aquella caverna, un potente estruendo se apoderó de sus oídos. Tardó unos segundos en acostumbrarse al ruido y a los vertiginosos haces de luces que rasgaban aquel aire irrespirable.
Isabella no se percató de que él se detenía y siguió adelante, abriéndose paso a empujones entre la desenfrenada multitud. Cuerpos de todos los colores brincaban al unísono en la pista de baile. Martín hizo un esfuerzo por volver a localizar a su guía y paseó la vista por los enfebrecidos cuerpos que tenía ante sí. La divisó un poco más adelante. Miraba hacia atrás, buscándolo. Ella esperó a que se pusiera a su altura.
—No te detengas —gritó para hacerse oír por encima de la música a la vez que le ofrecía la mano.
Él asintió y le premió con una sonrisa de agradecimiento.
Isabella ostentaba el cargo de Subdirectora Adjunta de
Beauty Today Magazine
, sin embargo, y a pesar del
sub
, en la práctica, era la persona que tomaba todas las decisiones en la revista. Martín había estado a sus órdenes durante varios años y, aunque hacía ya un par de ellos que había decidido trabajar por su cuenta, lo cierto era que una parte muy importante de los encargos que le llegaban eran por iniciativa de Isabella. Sabía que ella lo consideraba su descubrimiento, que se enorgullecía de ello ante otras revistas y varias agencias de modelos, y él dejaba que alardeara de ello. Era su forma de pago por los favores recibidos. No olvidaba que, cuando aún era un novato, aquella mujer había confiado en él lo suficiente como para encargarle tres de los reportajes de moda más significativos en los especiales de verano y navidad del año 1999. A él. A un principiante. No fue hasta meses después, cuando se metió de lleno en aquel mundo, que fue consciente de que ella se había jugado su propia reputación a su favor, que había tomado aquella decisión a riesgo de ser despedida si las ventas no resultaban como se esperaba.
Martín regresó a la mujer que lo remolcaba entre el caos. Con la melena rubia y aquel ceñido vestido blanco refulgía entre las luces azules de la discoteca. No pudo distinguir sus pies en el mar de piernas, pero estaba convencido de que no serían unas deportivas lo que llevaba puesto.
Atravesaron toda la pista de baile a empujones y llegaron a una zona menos ruidosa. Martín estaba seguro de que la intención de los dueños del garito no había sido crear un rincón tranquilo, pero, para beneficio de todos, aquel sitio estaba detrás de los miles de vatios que expelían cuatro desmesurados altavoces colocados con la única idea de que retumbara toda la ciudad.
Isabella se paró al lado de un grupo que estaba sentado.
—Ya lo tengo. Lo he rescatado.
Seis personas se apiñaban en unos sofás color naranja en torno a una pequeña mesita blanca cuya superficie apenas se veía debajo de los vasos con restos de bebidas de diferentes colores.
—¿Qué hay, tío? —le saludó Malcom, uno de los reporteros de la revista, a la vez que se levantaba para dejarles sitio.
—Pensábamos que no venías —comentó Katia.
La chica tuvo que hablar a voces, a pesar de la escasa distancia que los separaba.
Katia era la hermana de Isabella y actual responsable del Departamento de Comunicación de
Beauty Today Magazine
. Aunque también era una mujer muy guapa, el parecido con su hermana mayor era innegable, siempre era menos. Menos alta, menos rubia, con el pelo más corto y bastante menos atractiva que aquella. Lo peor de todo era que ella misma se empeñaba en vivir a la sombra de Isabella.
—Si me lo había prometido, ¿cómo no iba a venir? —voceó Isabella convencida de su poder de convocatoria—. Malcom, cariño, ¿puedes pedirnos un Manhattan para mí y un gin-tonic para Martín? —dijo señalando con el dedo a una guapa camarera.
La chica, que lucía una generosa sonrisa y una escueta falda, se aproximaba hacia ellos con la esperanza de que aquella noche aumentara la recaudación del club y su cuenta particular.
Martín observó el gesto de burla de Malcom ante la solicitud a Isabella. Sabía que pedir un gin-tonic en uno de los clubs más en boga del momento era como pedir una copa de Don Simón en el restaurante del Ritz, pero era algo a lo que no había conseguido renunciar. Aquella era la única reminiscencia que le quedaba del pasado, a pesar de que algunas de las noches de su juventud regadas con ginebra no habían sido las mejores de su vida.
Para muestra un botón
, se dijo cuando recordó a una jovenzuela morena que ocho años antes había disculpado hasta la saciedad su falta de
concentración
.
Notó la mano de Isabella sobre su rodilla. La reina reclamaba su atención.
—Sí, es cierto, lo había prometido —confirmó dirigiéndose a ella—. Hoy he tenido una sesión con Robin Elwes. Después, he llevado las fotos al laboratorio y he perdido la noción del tiempo.
No añadió que había pasado parte de la tarde hablando con la jovencísima modelo sobre el trabajo. Ella hacía solo un año que había desembarcado en el mundo de la moda y todavía flotaba emocionada a dos metros sobre el suelo. Aquello era lo máximo a lo que podía aspirar una chiquilla de dieciséis años recién cumplidos. Por lo que le contó, salir del control paterno había sido un sueño en sí mismo, pero despertarse cada mañana y ver a sus pies cualquier cosa que se le ocurriera, era más de lo que nunca hubiera imaginado. Una vida en la que el lujo, las fiestas y verse en la portada de las revistas más prestigiosas del mundo era lo que desayunaba todos los días. Para ella aquello había sido como subirse en una nave camino del paraíso. Pero Martín sabía que para sobrevivir en aquel universo tan competitivo había que tener la cabeza en su sitio y contar con muchos apoyos personales y, por desgracia, Robin aún era demasiado joven para lo primero y, además, estaba sola. De todas maneras, le había parecido una adolescente encantadora, un poco cabeza loca y bastante inocente, pero una magnífica chiquilla que podía lograr cualquier cosa que se propusiera.
En aquel momento, la camarera apareció con sus copas, que depositó sobre la mesa junto al resto de los vasos.
Isabella dio un trago apresurado a su coctel color caramelo y se levantó.
—Vamos a bailar.
Martín no se movió. Siempre que salía con Isabella, le sucedía lo mismo.
—Sabes que...
—Hoy no me vas a decir que no ¿verdad?
Martín no entendía aquella costumbre americana de bailar en pareja fuera cual fuera la música que se estuviera oyendo.
—No tengo ni idea de cómo se mueve uno con esto. Solo vas a conseguir que te pise.
Ella le tiró de la mano como respuesta. Y Martín no tuvo más remedio que dejarse llevar. Al fin y al cabo, era su jefa.
Veinte minutos después ya se había arrepentido. Le dolían los pies, sudaba como si le hubieran abandonado en medio del Sáhara a mediodía y notaba los pulmones como si estuviera a las puertas de la muerte. No tenía que estar allí bailando, no tenía que haber ido, no tenía que haber atendido la llamada de Isabella aquella tarde. Debería irse a casa. Pero en vez de ello, estaba agitándose como un poseído rodeado de desconocidos. Se paró en seco. Le palpitaba la cabeza.
—Ahora vuelvo —dijo en alto para asegurarse de que Isabella le entendía.
Se encaminó mareado hacia los servicios, empujado por miles de brazos, piernas y cuerpos. Cuando llegó al túnel que separaba los baños del resto de la sala, la claridad azul que reflejaban los azulejos le provocó una gélida sensación y se estremeció. En el centro, se cruzó con una pareja que a Martín le pareció que iban a desaparecer uno en los brazos del otro, fundidos entre sí como acero líquido. Sin embargo, no se atrevió a fijarse demasiado para no parecer grosero.
Absurdo, cuando a ellos no parece importarles ser parte del espectáculo
.
Recorrió el resto del camino y empujó la puerta abatible con tal fuerza que casi manda a Malcom al otro lado del baño. Este, agachado sobre la encimera del lavabo, preparaba un par de rayas de cocaína para disfrute personal.
—¿Quieres? —le ofreció—. Aprovecha que la de hoy es de calidad.
—No, gracias —contestó Martín con gesto trivial y se metió en una de las cabinas.
No solía rechazar un porro cuando se lo ofrecían, mejor si era de marihuana, pero lo de la coca era algo que prefería no tocar. Y menos en un lugar público. No tenía ninguna intención de acabar la noche en cualquier sitio y al cuidado de cualquier colgado.
Cuando salió, Malcom y el polvo blanco habían desaparecido y Martín se había despejado un poco. Meter la cabeza debajo del grifo siempre le había resultado un buen remedio.
Abandonó el cuarto de baño justo en el mismo instante en el que Isabella lo hacía de la puerta de al lado.
—¡Estás aquí! Te estaba buscando —confesó y le empujó de nuevo hacia la pista de baile—. No van a ser los demás los únicos que se lo pasen bien —dijo guiñándole un ojo en dirección a una pareja que se devoraban el uno al otro en un rincón.
Solo cuando pasó a su lado se dio cuenta de que aquel que zambullía las manos dentro del trasero de Katia e insertaba la lengua dentro de su boca, era su amigo.
• • •
Era la una del mediodía cuando por fin abrió los ojos. Y los volvió a cerrar un segundo después. La poca luz que se colaba por la ventana de la cocina fue suficiente para que le palpitara la cabeza. Se sentía como si un troglodita se hubiera pasado toda la noche golpeándole con su porra en medio de la frente. Gimió cuando se giró para cambiar de postura. Lo único en lo que podía pensar era en la caja de analgésicos que le esperaba en uno de los cajones del cuarto de baño. Imposible llegar hasta ellos en aquel momento.
¿Cuántas copas se había tomado? ¿Cinco, seis, siete? Se llevó un brazo a la frente. Hacía mucho tiempo que no llevaba ese ritmo. No era de extrañar que se sintiera como un trapo sucio, y lleno de agujeros. ¿Cómo habría llegado hasta su casa? No tenía ni la más remota idea.
Habrá sido la buena de Isabella
, pensó. A través de las pestañas, le pareció entrever el vestido blanco de su jefa apoyado en el respaldo de la silla de su habitación.
Sí, ha sido ella. Ahí está su...
Se incorporó de golpe. Y la sangre se le subió al cerebro de repente. Gimió otra vez antes de cerrar los ojos de nuevo. Se dejó caer lentamente y concentró toda la energía en poner un poco de raciocinio en sus pensamientos.
Nunca se había acostado con Isabella y esperaba que aquella no hubiera sido la primera vez. Claro que nunca había estado tan borracho como para intentarlo
o para que ella lo intentara
. Tenía novio o al menos eso parecía la última vez que la vio con un afroamericano impresionante,
jugador de baloncesto para más señas
. Isabella vivía con su hermana,
seguro que no dejó sola a Katia
. Se acordó de Malcom y de a lo que se dedicaba la última vez que lo vio.
¿Y si...?
Aquello no estaba dando el resultado que esperaba. No conseguía llegar a ninguna conclusión válida. Dejó de pensar y se limitó a escuchar. Un minuto, dos, tres y ni un solo ruido. Le entró el pánico ¿Y si la tenía a su lado y ni se había enterado? Palpó la superficie de la cama con temor. Estaba vacía. Abrió de nuevo los ojos. La puerta del baño estaba abierta y la luz apagada. Respiró tranquilo. Estaba solo. Aquella no era la mejor época de su vida para complicarse la existencia.
Pero la tranquilidad le duró poco porque, en ese momento, comenzó a sonar la alarma del despertador. Un nuevo pinchazo en las sienes volvió a recordarle que empezaba a estar mayor para salir de juerga. Con lentitud, se movió al borde la cama y estiró el brazo hasta que logró pulsar el botón y consiguió que desapareciera aquel ruido infernal. Exhalando un suspiro, conectó la radio. Tener algo ligero en lo que concentrarse le vendría bien para lograr que su cerebro volviera a la vida.
A continuación, pique las espinacas en trozos medianos. Mientras tanto, en otro recipiente vaya echando la carne picada con un poco de tomate...
La sola mención de la comida le revolvió el estómago. Apagó el aparato de inmediato y volvió a apoyar la cabeza en la almohada con pesadez, con la esperanza de que mantenerse inmóvil apaciguara su maltrecha digestión.