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Authors: Ana Iturgaiz

Tags: #Romántico

Es por ti (2 page)

Tenía que haberse largado de aquel lugar lo más deprisa que podía, tenía que haberlo hecho, pero le venció la curiosidad. Giró la cabeza poco a poco hasta volver a tenerle en su campo de visión. En efecto, allí seguía, a menos de diez pasos de ella, inclinado sobre una vitrina. Parecía muy interesado en la vasija del otro lado del cristal. Luz fingió estar cautivada por un collar de oro hecho de caracoles a la vez que ponía a funcionar la base de datos que tenía en la cabeza.

¿Cómo se llamaba? Tenía nombre de apellido. ¿Lucas? No, no. ¿Lope? No, Lope tampoco. ¿Marcos? No, no me suena. ¡Martín!
, exclamó en voz baja cuando lo recordó.

Martín el mentiroso, Martín el farsante, Martín el traidor
. Sí, era él. Más alto, más canoso, más mayor y más serio, pero el mismo impresentable de hacía ocho años.

—Pensé que estarías fuera —le dijo su hermana cuando se puso a su lado—. ¿Has acabado ya? Veo que esta sala te ha interesado más que las anteriores porque te has entretenido en ella el mismo rato que yo.

—Sí, la he encontrado de lo más esclarecedora —aseguró con mucho énfasis y en un tono más alto de lo que la razón recomendaba.

Cuando las dos mujeres atravesaron la puerta de la sala 302, Martín Oteiza, fotógrafo de profesión, se dio la vuelta y miró hacia la salida. Solo pudo apreciar un enorme bolso rojo que desaparecía de su vista.

• • •

Luz se acercó a una de las mesas del bar con tres jarras de cerveza entre las manos.

—¿Para quién eran las cañas?

Ninguna de las diez personas que estaban sentadas le hizo el más mínimo caso.

—¿Quién ha pedido cerveza? —volvió a repetir tres tonos más alto.

Con el mismo resultado. Ni uno solo de los presentes se volvió para mirarla ni hizo amago alguno de contestar.

Viendo que todos los esfuerzos que pudiera hacer por la línea de la delicadeza tenían muchas probabilidades de fracasar, tomó una decisión definitiva. Víctor tuvo la desgracia de ser el que más cerca se encontraba de ella y, por lo tanto, fue el elegido como víctima. Luz se acercó hasta él y, decidida, alzó una de las manos. El refrescante líquido ambarino comenzó caer por la cabeza de su amigo. Antes de que él hubiera tenido tiempo de procesar qué era lo que le estaba sucediendo, la espalda de su camiseta ya estaba calada por completo.

—¡Estás loca!

Se levantó de un salto y tiró la silla al suelo con gran estrépito. La miró como si fuera la representación femenina del demonio en la tierra y salió pitando en dirección al cuarto de baño.

Un silencio repentino se estableció en el grupo.

Bien
. Ahora tenía toda su atención.

—¿Cervezas? —preguntó con su mejor sonrisa.

Unos tímidos dedos se elevaron del círculo de personas. Luz depositó con delicadeza las tres jarras delante de sus propietarios y se dio la vuelta para encaminarse de nuevo a la barra y coger el resto de las consumiciones que el camarero estaba preparando.

Unos segundos después, una carcajada unánime se elevó de aquella mesa.

—Veo que no has cambiado nada en estos ocho años —le acusó Arantza cuando se sentó a su lado, tras haber servido todas las bebidas—. Sigues igual de gamberra que siempre.

—Pensaba que ibas a decir «igual» de extravagante —contestó Luz alegre después de dar un sorbo a su copa de vino.

Arantza cruzó las piernas con cuidado para no enseñar más arriba de la rodilla y soltó el humo del cigarrillo que estaba fumando con más ímpetu de lo normal.


Original
era la palabra que se me estaba ocurriendo.

—Tú también estás como siempre. Igual de educada.

Arantza y ella habían sido compañeras en la universidad junto con el resto de las personas allí reunidas. Después de acabar los tres años de secretariado, cada uno había tomado un camino distinto y, por una u otra cosa, no se habían vuelto a encontrar hasta entonces. Por lo que había podido enterarse, la mayoría estaban casados o vivían con sus parejas. Luz los miró uno a uno, incrédula.
Son demasiado jóvenes para echarse esa soga al cuello
. Ella se sentía con la misma edad y las mismas ganas de disfrutar que cuando salían de clase y se iban a tomar vinos por la calle Licenciado Poza.
Ni siquiera pasábamos por casa para dejar las carpetas y los apuntes
. Y ahora no había más que verlos para darse cuenta que hacía muchos años que ninguno de ellos se divertía a gusto. Los chicos estaban gordos y calvos y ellas se habían convertido en unas rancias.
¿Qué pintaba ella allí?

—¿Sabes que estuve con Miguel Ángel?

Luz salió de sus pensamientos cuando escuchó la voz de la cotorra que tenía a su lado.

—¿Perdón?

—Sí, mujer, Miguel Ángel Gómez Acedo. Ese chico alto y rubio que hacía Derecho.

Se inclinó hacia Arantza. Le sonaba aquel nombre, sin embargo, no le ponía cara.

—No lo recuerdo.

—¿De quién era amigo? —murmuró su compañera pensativa pasándose una mano por la barbilla—. ¡Gorka! ¿No era amigo tuyo Miguel Ángel Gómez Acedo?

Gorka, que estaba inmerso en una animada conversación con Pedro y Raquel sobre qué modelo de monovolumen era el más apropiado para una familia de cuatro miembros, desvió la cabeza con cara de fastidio y miró hacia ellas. Asintió a lo que le preguntaban.

—Hace tiempo que no sé nada de él. Tenía un bufete en algún sitio, por Deusto, creo.

—No, al lado de los Juzgados. Me lo encontré ayer por la calle y me lo contó.

Gorka chasqueó los dedos.

—Es cierto.

—Iba con aquel amigo suyo, aquel moreno delgadito, ese que siempre llevaba la cámara de fotos colgada.

El cuello de Luz se puso rígido. Aquella era la descripción de
Martín el farsante
. Apoyó los codos sobre las rodillas y se dispuso a escuchar aquella
interesante
conversación. Pero, por algún motivo que se le ocultaba, Arantza decidió que Luz no era una interlocutora válida y continuó hablando con Gorka sin preocuparse de su amiga. Pero sí, Luz atendía a lo que allí se estaba diciendo con sumo interés.
Después de todo
, pensó,
a los enemigos hay que conocerlos bien
. Y Martín, durante muchos años, había tenido el privilegio de ser el primero de su lista negra. Lista que guardaba a buen recaudo en el segundo cajón de su mesilla de noche.

—¿Sí? Tengo entendido que ahora es un fotógrafo de éxito. Trabaja en Nueva York, en una revista de moda o algo así —explicó Gorka.

—Pues ayer estaba en Bilbao. Lo prometo.

Luz se movió en su silla, nerviosa.

—Ayer debió de ser el día de los encuentros porque yo también lo vi.

—¡Lo ves! —Arantza se dirigía a Gorka—. ¿Ves como sí estaba aquí? —Se volvió hacia Luz—. ¿A qué estaba guapo? Ha mejorado mucho. Ha pasado de ser un simple chico flacucho a ser un hombre de lo más interesante. ¿No crees?

—La verdad es que no me fijé bien —mintió—. No lo vi de cerca. Igual hasta ni siquiera era él.

Lo era, lo era. Con seguridad, era él
.

—¿Ayer, dices? —y Luz ya no pudo hacer nada por callarla—. Pues mira, iba vestido con una camiseta marrón y unos vaqueros. Llevaba una cazadora beis, muy juvenil, por cierto. Como te he dicho, estaba guapísimo. Cruzaban la calle Henao cuando me fije que eran ellos y...

Pero Luz no escuchó las últimas frases.
Muy juvenil
. Y, en ese momento, la garra de un águila culebrera se clavó en su rodilla.

—¡Es él! —gritó Arantza como si fuera una fan histérica que acabara de ver aparecer a su ídolo.

—¿Quién? ¿George Clooney? —se rio Luz.

Pero, cuando se volvió hacia la puerta del bar y vio la sombra recortada en la claridad, descubrió que solo había algo que le irritaba más que encontrarse con Martín.

Y era encontrárselo de nuevo.

• • •

El hombre de la puerta miró durante un breve instante a aquellas dos chicas e hizo un gesto de reconocimiento. Luz no atinó a ver su expresión puesto que su cara quedaba oculta entre las sombras. El hombre sacó las manos de los bolsillos y comenzó a andar hacia ellas.

Luz no lo quiso reconocer, pero notaba como si su estómago fuera una pista de aterrizaje y veinte Jumbos estuvieran a punto de despegar a la vez.
¿Me reconocerá?
Por fortuna, la sensación no duró mucho, solo hasta que el tipo se acercó, les echó una ojeada con aire ausente y siguió adelante. Para cuando se sentó en la mesa del fondo del bar, Luz ya había dejado escapar todo el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta.

Un hombre calvo y gordo esperaba al recién llegado en la mesa del rincón más oscuro del local.

—¿Conoces a ésas? —dijo señalando con un movimiento de cabeza en dirección al grupo de amigos.

—Ni idea. Al entrar, he visto que me miraban —indicó el joven con voz seca—. Me habrán confundido con otro.

—Pues ellas parecían muy interesadas en ti —insistió el gordo desconfiado.

—No me jodas. Te he dicho que no las he visto nunca —farfulló el recién llegado—. Siempre estás con la misma historia. Déjate de chorradas y dime qué es eso tan importante que no querías hablar por teléfono.

—Teníamos que haber quedado en otro sitio. Sabes que no me gusta que nos veamos en público —insistió el de la voluminosa barriga.

El doble de Martín no hizo caso a lo que el otro balbuceaba.

—Tengo prisa.

El calvo abrió la boca para seguir hablando, pero la cerró cuando vio que una joven madre y su hija pequeña se acercaban al servicio. No dijo ni una palabra hasta que la puerta del baño se cerró tras ellas.

—Me han llamado.

—¿Y?

—Todo está listo—. El joven continuó con la mirada fija en algún punto de la mesa sin hacer ningún gesto de entendimiento. —La operación empieza la semana que viene —insistió el viejo.

El joven despegó los ojos de la lisa superficie para mirar a la cara de su interlocutor.

—¿Ya es mi turno? —preguntó escueto.

—Todavía no. Primero tienen que conseguir los papeles. Se te avisará.

Apenas hizo un gesto que indicara que le quedaba todo claro y se levantó. Pero antes de que abandonara el sitio, el gordo puso sus dedos sobre el dorso de la mano del otro.

—Pero cuando eso suceda tienes que tenerlo todo preparado —murmuró.

Capítulo 2

Martín apagó el motor del coche y se quedó allí sentado, disfrutando del momento. El aire fresco que entraba por la ventanilla abierta reavivó su ánimo y la visión de los prados y de los bosques de pinos que ascendían por las lejanas montañas alegró su interior. Parecía mentira que apenas una semana antes estuviera atrapado en un taxi, en medio del cruce entre la calle 75 y Madison Avenue, rodeado por todas partes por monstruosos edificios y sin escuchar más que el atronador sonido de los cláxones.

Y ahora había llegado a otro mundo. Ya era finales de septiembre. El calor del verano había dejado de apretar y la lluvia de los últimos días había conseguido reverdecer la hierba que se extendía a su alrededor.

Miró hacia lo alto de la colina que se elevaba ante él. Habían pintado la casa aquel mismo verano. La última vez que había estado en aquel lugar, la navidad pasada, su madre no paraba de insistir en que no pasaba de aquel año que adecentaban la fachada. Para ser un antiguo caserío reformado, no era demasiado grande. En la parte baja se había mantenido la piedra original, pero la primera planta había tenido que ser rehecha por completo, tal era el estado en el que se hallaba cuando lo compraron. Unos listones de madera pintados de azul oscuro, que simulaban antiguas vigas vistas, destacaban sobre el blanco inmaculado de la pared. El resultado era muy bueno. Nadie habría imaginado que no era un caserío de trescientos años de antigüedad. Pero lo que a él más le gustaba era el enorme portal en el que la familia pasaba las horas protegida del sol y de la lluvia.

Martín hizo un esfuerzo por vencer la melancolía y tomó una decisión. Sacó las llaves del contacto y salió del coche.

Empujó con fuerza y la verja metálica se abrió con un chirrido. Dos niños rubios, con los ojos muy azules y el pelo cortado a cepillo, abandonaron sobre el césped el balón con el que estaban jugando y miraron a aquel desconocido desconcertados. El más bajito, un mocoso de no más de seis años, ladeó la cabeza con interés mientras que el otro, un par de años mayor, se quedó inmóvil.

—¿No vais a saludar a vuestro tío? —saludó Martín con una gran sonrisa.

Se agachó y abrió los brazos para animar a los chiquillos a acercarse. El más pequeño salió disparado cuando se dio cuenta de quién era.

—¡Tío Martín! —exclamó mientras se abalanzaba sobre él.

El ímpetu con el que el niño se echó en sus brazos hizo que ambos acabaran por el suelo.

Asier, su sobrino, le miraba con deleite agarrado a su cuello. Aquel era su tío preferido. El que jugaba al fútbol cuando los demás estaban tumbados en el sofá, el que le dejaba sacar fotos sin gruñirle para que tuviera cuidado y el que le hacía cosquillas a todas horas y se tumbaba en la tierra sin preocuparse de no mancharse la ropa.

Martín se levantó con Asier en brazos y se acercó hasta Markel.

—¿Y tú qué? ¿No vas a decirme nada? —le animó mientras le revolvía el escaso pelo que le quedaba—. Pues sí que os ha pegado vuestra madre una buena rapada —murmuró—. Vamos a ver a la amama
[1]

Y echó a andar hacia la casa con un niño en los brazos y el otro cogido de la mano.

—Haciendo la comida —cotorreó Asier cuando se acercaron a la puerta.

—Ya me lo imagino. Por eso he venido a esta hora, para que me invite a comer. ¿O creías que era para jugar contigo, pillastre? —rio mientras le hacía cosquillas en el estómago. Entre carcajadas, el niño se retorció como una anguila y Martín tuvo que apretarle contra él para evitar que se le escurriera entre los brazos.

Se detuvo antes de entrar en la casa. Hacía solo cinco años que sus padres se habían mudado allí, pero desde la primera vez que había puesto un pie en aquel vestíbulo había pensado que era el sitio más acogedor del mundo.

La hoja superior de la puerta estaba abierta.
Como siempre
. Metió la mano por el hueco y descorrió el cerrojo que sujetaba la parte inferior.

El vestíbulo estaba en penumbra. El gris y el beis de las piedras de las paredes mezclados con el ocre de la pintura; el marrón oscuro con el que se habían pintado las vigas del techo y el castaño del suelo. Cerró los ojos. Olía a resina, a polvo y a humo. Por su cabeza cruzó la idea de que el acero inoxidable y el cristal de los muebles desperdigados por su apartamento no tenían ningún aroma. Abrió los ojos y echó un último vistazo a las escaleras. Ya tendría tiempo después de husmear por las habitaciones de arriba. Nunca se marchaba sin haber abierto todas las puertas de aquel viejo edificio. Lo primero era lo primero.

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