Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
—Sin embargo —dijo firmemente—, debes intentarlo. Grevard te lo aconsejaría.
—Grevard tiene cosas más urgentes que hacer en este momento… —Rhiman hizo una mueca—. Tal vez debería ir a sus habitaciones… Quizás podría darme alguna noticia de su estado…
—No, Rhiman —le interrumpió rápidamente Keridil—. Creo que es mejor que esperes aquí.
Algo en su tono puso sobre aviso a Rhiman, que frunció el ceño en medio de su confusión.
—¿Por qué? —preguntó. ¡Nada se pierde con preguntar!
—Es mejor que esperes —repitió Keridil; pero viendo que Rhiman no se daría por satisfecho con una respuesta evasiva, suspiró y añadió—: Tarod está allí, Rhiman. Está velando, en espera de noticias de Themila.
Rhiman contrajo el semblante.
—Ese maldito y diabólico…
—¡Rhiman! —A pesar de su compasión, Keridil sintió renacer la cólera que había experimentado en la cámara del Consejo. Controlando su voz, dijo—: Esta noche se ha causado ya bastante daño para que no haya que añadir más odio a la situación. Tu contienda con Tarod no tiene nada que ver con esto.
—¿Ah, no? —replicó agriamente Rhiman—. De no haber sido por ese cerdo, ¡nada le habría pasado a Themila!
—¡No seas ridículo! —Keridil sintió, de pronto, que no podía dejar de censurar al otro hombre; el remordimiento era una cosa, pero no aprobaría ningún intento de Rhiman de eludir la responsabilidad de sus acciones—. Sean cuales fueren tus sentimientos personales, no puedes volver la espalda a los hechos. No puedes culpar a Tarod cuando…
No terminó la frase. La puerta del estudio se había abierto, de repente, golpeando la pared, y una ráfaga de aire frío del exterior hizo bailar y chisporrotear todas las luces. Keridil se volvió en redondo… y se halló cara a cara con Tarod.
Al Sumo Iniciado se le cortó el aliento al mirar a su viejo amigo. Tarod estaba casi irreconocible; todos los rasgos del hombre familiar y falible habían sido eclipsados por algo extraño y terrible: un aura negra y gélida que hizo que a Keridil se le pusiese la piel de gallina. La luz de los ojos verdes era inhumana, y el anillo que llevaba en la mano izquierda resplandecía como una estrella maligna. Con una impresión tremenda, Keridil vio en él la imagen encarnada de Yandros…
—Tarod…
Pronunció el nombre sólo para romper el espantoso silencio, sabiendo ya que no podía confiar en razonar con la criatura que se enfrentaba a él.
Tarod le miró fijamente como atravesándole con la mirada y después dijo a media voz:
—Themila ha muerto.
Detrás de Keridil, Rhiman lanzó una exclamación ahogada, inarticulada, y Tarod dejó de mirar al Sumo Iniciado.
—
¡Tú…!
La palabra fue como una sentencia de muerte. Keridil oyó que una copa se estrellaba contra el suelo al echarse Rhiman atrás, tambaleándose, e hizo un desesperado esfuerzo para evitar lo que el instinto le decía que estaba a punto de ocurrir.
—¡Tarod, no! —Se interpuso en el camino de Tarod y le agarró de un hombro; después retrocedió al percibir el frío helado de la piel. Sabiendo que era inútil, suplicó—: Te lo pido por nuestra amistad, ¡no le hagas daño!
Tarod volvió lentamente la cabeza.
—¿Amistad? —repitió, como si nunca hubiese oído esta palabra—. ¿Cuál es el precio de tu amistad, Keridil Toln?
—¡No tiene precio! Por el amor de Aeoris, ¡detente!
Los labios de Tarod se torcieron ligeramente, desdeñosamente. Hizo un breve ademán, y Keridil fue lanzado a través de la habitación como por el golpe de una maza. Chocó contra un armario, que cayó con gran estruendo golpeándole en la cabeza y dejándole medio aturdido, y antes de que pudiese recobrarse, Tarod había levantado la mano izquierda.
Keridil pudo ver lo que vendría ahora, pero era impotente para impedirlo: Rhiman no tenía la menor posibilidad de salvación. La última imagen que tuvo el Sumo Iniciado de él fue la de una figura encorvada, encogida, atrapada en una situación espantosa, levantadas las manos como para protegerse, antes de que un enorme chorro de luz roja como la sangre chocase contra sus ojos. Rhiman se estremeció espasmódicamente y después pareció saltar en el aire como una marioneta desmadejada. Un solo alarido se hincó en el sistema nervioso de Keridil como la hoja de un cuchillo, y Rhiman murió antes de que los restos de su cuerpo cayeran al suelo.
El súbito silencio y la calma que siguieron a la acción de Tarod fueron tan impresionantes que Keridil creyó, por unos momentos, que iba a vomitar. Consiguió dominar el espasmo al empezar a aclararse su cabeza después del golpe y, muy despacio y tambaleándose, se puso en pie.
Tarod estaba inmóvil en el centro de la estancia. El aura que había hecho retroceder a Keridil había desaparecido, y con ella la locura. Tarod volvía a ser un ser humano, y sus ojos miraban sin expresión el cadáver de Rhiman.
Keridil, haciendo un gran esfuerzo, miró aquella cosa que yacía en el suelo, y su estómago se rebeló. Sólo restos de los cabellos rojos hacían reconocible a Rhiman; el resto… Desvió rápidamente la mirada.
—Keridil… —dijo Tarod, en voz tan baja que, de momento, creyó el Sumo Iniciado que había imaginado aquel sonido—. Keridil, esto… esto ha sido… —Se tambaleó y consiguió a duras penas agarrarse al respaldo de una silla, medio derrumbándose en ella—. Yo no…
Keridil cruzó la habitación y arrancó una de las cortinas de la ventana. La arrojó sobre el cadáver, volviendo la cara al hacerlo, y Tarod habló de nuevo, esta vez con más coherencia:
—¿Le he matado…?
Keridil giró sobre sus talones, con incredulidad.
—¿Acaso no lo
sabes
?
El tono condenatorio de su voz hizo que la sangre de Tarod se enfriase en sus venas. En algún rincón oscuro de su mente, persistía el vago recuerdo de un ataque de furor que no había podido dominar, alentado por el dolor y por una inhumana sed de venganza contra el hombre que yacía ahora debajo de la cortina, pero nada era claro o concreto. Le dolía la mano izquierda y apenas si podía doblar los dedos; trató de encontrar palabras para explicarse.
—No… no puedo recordar. Solamente que sentí una enorme cólera, Keridil, y… el poder…
Keridil respiró profundamente, debatiéndose entre sentimientos conflictivos de repugnancia, compasión y miedo.
—Tú le has matado —dijo a media voz—. No tenía posibilidad de defenderse. Entraste como una tromba y no pude razonar contigo. —Se volvió de espaldas—. Rezo para que no tenga que volver a presenciar jamás una cosa parecida.
Gradualmente, los fragmentos de recuerdos empezaron a unirse en la mente de Tarod, y con ellos volvió un pánico ciego. La fuerza caótica se había apoderado de él, y había sido impotente para evitar lo ocurrido: había sido arrastrado por una corriente de odio y se había regocijado con el aniquilamiento de Rhiman. Lo que había hecho no tenía justificación y, si había ocurrido una vez, ¿quién podía predecir que no sucedería de nuevo? No podía luchar solo; se había creído lo bastante fuerte para ello, pero estaba equivocado. Yandros le había utilizado, le estaba todavía utilizando, para sus propios fines. En algún lugar, pensó, el Señor del Caos debía estar riendo…
—Keridil… —Sabía que sólo tenía una oportunidad para apelar al Sumo Iniciado, y que se estaba jugando algo más que su antigua amistad—. Keridil, por favor, por el amor del Círculo, ¡tienes que ayudarme!
—¿Ayudarte…?
El semblante de Keridil estaba absolutamente inmóvil.
—¡A luchar contra esto! —Tarod cerró forzosamente la mano izquierda, mostrando el anillo que tenía ahora un brillo amenazador—. No soy lo bastante fuerte para combatirlo… sin ayuda. Pero si fracaso, ¡no sólo mi futuro estará en peligro! Sabes lo que quiere Yandros… Quiere emplearme como un vehículo para traer de nuevo el Caos al mundo y amenazar el régimen del Orden. Yo haré acopio de todas mis fuerzas contra él, pero, si el Círculo no me apoya, no serán suficientes. Y si él triunfa, ¡se abrirán de par en par las puertas que han tenido acorralado al Caos durante todos estos siglos!
Keridil seguía observando inexpresivamente a Tarod. Al fin dijo:
—Podrías desprenderte de ese anillo, Tarod. Se lo dijiste a Yandros… Podrías arrojarlo al mar.
—Oh, sí, se lo dije. Pero ¿qué conseguiría con ello? Si arrojase el anillo, perdería el poder que él puede darme, y saben los dioses que es ésta una carga que aborrezco. Pero, mientras lo posea, tendré una oportunidad de destruir las ambiciones del Caos. Puedo
emplear
el poder de la piedra, Keridil, y creo que, con la ayuda de nuestros Adeptos, podré controlarlo… ¡Es la única oportunidad!
Keridil había retrocedido un paso, como desconfiando y temiendo la vehemente súplica de Tarod. Este cobró aliento y dijo en voz muy baja:
—Además, rechazaría algo que no es simplemente una fuente de poder… Es mi propia alma, Keridil. —Alzó la mirada, con ojos torturados—. Yandros no mintió, lo sé; puedo sentirlo, como algo que me corroe. Pero ¿cómo puedo separarme de ella? Aunque uno se libre de su propia alma, ¿puede destruirla? ¿Qué sería de mí, cuando se hubiese ido?
Keridil guardó silencio, luchando interiormente con el desesperado razonamiento de Tarod. ¿Qué
era
un hombre sin su alma? No lo sabía, ni quería averiguarlo. Tal vez una cáscara…, una concha humana y viva, sin meollo ni razón de ser. No, pensó; nada podía inducirle a dar un paso del que dependería su propio futuro. Y sin embargo, en ese momento estaba más asustado de lo que había estado jamás en su vida. El alma de Tarod no era la de un espíritu mortal corriente; había nacido del Caos, y el poder del anillo era demasiado grande y letal, demasiado maligno, para que el Círculo se arriesgase a permitir que renaciese. Tarod argüía que podía invertirlo, emplearlo contra sus creadores, pero ¿sería digna de confianza la promesa? Esa noche, la fuerza se había apoderado de él, y el resultado había sido la espantosa muerte de un hombre tonto y acalorado, pero en el fondo inocente. Si Tarod quería… o era empujado a emplearla de nuevo, ¿qué posibilidad de salvación tendría el Círculo?
Tratando de ganar tiempo, preguntó:
—¿Qué quieres que haga?
Sus palabras fueron como un salvavidas para Tarod.
—Necesito la ayuda del Círculo, controlar la influencia del Caos y emplearla contra Yandros —dijo, en tono suplicante—. Sabes que soy fiel a nuestros dioses y, digan lo que digan los demás, ¡soy humano! —Se golpeó furiosamente un brazo con el canto de la mano—. ¡Siento el dolor como cualquiera! Amo y espero y sueño como todos los demás… Si empuñases un cuchillo y me lo clavases en el corazón, ¡sangraría y moriría! ¡No soy un demonio!
Keridil tenía que tomar una decisión. No era fácil rechazar los hábitos de una vieja amistad, y algo dentro de él compadecía a Tarod. Pero, como Sumo Iniciado, se debía ante todo y sobre todo al Círculo… y después de lo que había visto, el abismo entre él y Tarod se había ensanchado irremediablemente.
Y además, el viejo resentimiento alzaba de nuevo la cabeza…
Tratando de eliminar toda censura o emoción de su voz, dijo:
—Tarod, ¿sabe Sashka algo de esto?
—¿Sashka? —La cara de Tarod se contrajo en una súbita expresión de dolor—. No. ¿Cómo podría saberlo? Ni yo mismo supe la verdad antes de que ella estuviese a salvo en la casa de su padre.
—Desde luego…, pero ¿se lo dirás?
Tarod se cubrió la cara con las manos. Keridil le había hecho la única pregunta que había estado evitando subconscientemente; había sido fácil no pensar en Sashka en medio del caos de los recientes sucesos, pero ahora sentía como si aquella pregunta le hubiese desnudado hasta los huesos.
—Por los dioses —dijo— que no sé qué hacer… No puedo ocultárselo… y sin embargo…
—¿No confías en ella?
Keridil no había pretendido que sus palabras fuesen hirientes, pero lo fueron.
—¡Sí, confío en ella! Pero cuando sepa la verdad, ¿confiará ella en mi? ¿Cómo podré convencerla de que nada tiene que temer, Keridil?
—¿No tiene nada que temer? —preguntó éste.
La cara de Tarod palideció de enojo.
—De mí, ¡nada en absoluto!
Ambos se miraron fijamente. Lenta e inexorablemente, la mente de Keridil empujaba a éste a una elección…, que era, se dijo, la única posible. Sencillamente, no tenía otro camino…
Hizo un brusco ademán, tal vez para ocultar un atisbo de contrición.
—Lo siento. Tal vez será mejor que olvidemos este tema. —Vaciló—. Te ayudaré, Tarod…, si puedo.
Tarod le miró fijamente y, por un instante, el Sumo Iniciado se preguntó, alarmado, si estaría leyendo sus pensamientos ocultos. Pero sus dudas se desvanecieron cuando el hombre de negros cabellos asintió con la cabeza.
—No puedo expresarte mi gratitud…, cuando arriesgas tanto al ponerte de mi parte.
La gratitud de Tarod era lo que menos deseaba Keridil en aquel momento, y la rechazó con un torpe movimiento de la mano.
—Olvídalo. Ahora debemos pensar en lo que hemos de hacer en adelante. —Miró brevemente la cortina tendida sobre el cadáver—. Necesitaré tiempo para hablar con el Consejo y persuadirles de que no deben seguir pensando como ahora… En cuanto a Rhiman…
—Lo que ha pasado no puede ocultarse —dijo tristemente Tarod—. Yo no podría negar la verdad…, no podría mentir…
—Lo sé y comparto tu sentimiento. Pero, con un poco de tiempo, creo que podría alegar circunstancias atenuantes y hacer que el Consejo viese la razón. —Se levantó—. Ahora debes irte, Tarod. Vuelve a tus habitaciones, procura dormir un rato y, sobre todo, que no te vean rondar por el Castillo hasta que podamos continuar la sesión del Consejo y dar una explicación. —La duda pasó por los ojos de Tarod y Keridil añadió—: Confía en mí.
—Desde luego. Pero… —dijo Tarod, mirando la cortina.
—Pediré ayuda a Gyneth para sacar de aquí a Rhiman. Sé que Gyneth obedecerá mis órdenes sin hacer preguntas ni difundir rumores. Ahora, vete, por favor.
Por un instante, pensó que Tarod iba a replicar; pero éste inclinó la cabeza en señal de aquiescencia, se levantó y abrazó brevemente a Keridil, incapaz de expresar con palabras lo que sentía. Keridil consiguió dominar un estremecimiento involuntario y el impulso de apartarse al sentir aquel contacto, y cerró la puerta detrás de Tarod cuando éste salió del estudio. Después respiró hondo para recobrar su aplomo, tomó una campanilla de encima de la mesa y llamó a Gyneth. Cuando apareció el viejo criado, Keridil estaba en pie delante de la chimenea, con las manos apoyadas en la repisa y contemplando fijamente las brasas.