Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Sashka estaba ya descubriendo que Keridil era mucho más maleable y fácil de comprender que Tarod. Había aprendido rápidamente a usar toda su habilidad para distraerle de los remordimientos de conciencia, y, durante los dos últimos días, mientras se realizaban los últimos preparativos para el Rito Supremo que enviaría a Tarod a la muerte, se había resignado dócilmente a representar un papel pasivo. Una vez había insinuado su deseo de que le permitiesen presenciar el rito, pero había aceptado la negativa de Keridil. Sin embargo, le habría gustado estar presente…, habría sido la señal definitiva de su triunfo.
No había intentado ver a Tarod. Según rumores, éste yacía casi inconsciente en una habitación cerrada y guardada, sometido a los cuidados de la Hermana Erminet; pero la Hermana Erminet nunca hablaba de él y, en realidad, parecía evitar deliberadamente a Sashka, cosa que complacía bastante a la muchacha. Sin embargo, a veces se preguntaba cómo estaría Tarod, si pensaría alguna vez en ella y si sabría que había sido ella la que le había entregado al Círculo. Le habría gustado que lo supiese por una mezcla peculiar de amargo resentimiento y de celosos vestigios del deseo que había sentido por él. Sashka esperaba que conociese su inminente destino y sufriese por ello.
Keridil ignoraba lo que pensaba ella mientras Gyneth, con estudiada e innecesaria deliberación, echaba por fin una gruesa capa negra sobre sus hombros inmóviles. El broche, de oro macizo y con la insignia de Sumo Iniciado, se cerró sobre su cuello, y Keridil estuvo preparado para la ceremonia. A una señal del anciano criado, dos Adeptos de sexto grado, vestidos de blanco, avanzaron desde la puerta donde estaban esperando y se colocaron a ambos lados del Sumo Iniciado. Keridil apoyó la mano derecha en la maciza empuñadura de la espada que pendía de su costado, y su solidez contribuyó a mitigar la angustia que sentía en el estómago. Su mirada se cruzó con la de Sashka, que, anticipándose, se levantó y cruzó la estancia en dirección a él. Su cara estaba muy seria cuando él tomó sus mejillas entre las manos.
—Mañana por la mañana todo habrá terminado, amor mío —dijo suavemente él.
Tarod tardaría toda la noche en morir… Sashka dominó un estremecimiento de satisfacción y se limitó a asentir con la cabeza. Keridil se inclinó delicadamente para besarla.
—Ve con tus padres y hazles compañía. Cuando amanezca, todo empezará de nuevo para nosotros.
Su grave expresión y su actitud sombría le produjeron una excitación que no se atrevió a mostrar. Devolvió el beso a Keridil y se echó atrás, observando cómo salían de la habitación los tres imponentes personajes, seguidos de Gyneth. Sólo cuando se hubieron alejado se permitió sonreír.
Keridil y los dos Adeptos recorrieron en silencio los pasillos del Castillo hasta la puerta principal. Miembros del Círculo cuya categoría era inferior a la exigida por el ritual se habían reunido allí para verles e inclinaron respetuosamente la cabeza a su paso. Las puertas estaban abiertas y, al bajar la escalinata, un frío viento del norte azotó la cara y las manos de Keridil. La última luz del día se estaba extinguiendo, después de la gloria sangrienta de la puesta de sol, y el patio parecía vacío y maligno.
Al fondo esperaban los otros Adeptos, dispuestos en largas filas. Fantasmas, pensó Keridil; a la incierta luz del crepúsculo, todos ellos podían ser fantasmas de un pasado remoto… Se estremeció.
Nadie habló mientras los Adeptos se separaban para formar dos hileras, entre las cuales pasó Keridil. Al llegar a la puerta que conducía al sótano donde estaba el Salón de Mármol, se volvió y todos esperaron.
La luz que brillaba en la entrada principal del Castillo titiló una vez y se apagó. Después, las de las ventanas del comedor hicieron lo mismo. Y en los pisos altos, se apagaron una tras otra las antorchas, hasta que no quedó una sola luz encendida en el Castillo. El espectáculo hizo que a Keridil se le helara la sangre en las venas, cuando se preguntó cuánto tiempo hacía que no se había practicado el terrible ritual. Ninguna luz y ningún fuego arderían esta noche en el grande y negro edificio, hasta el momento en que la mano del Sumo Iniciado hiciese aparecer la llama sobrenatural y purificadora que consumiría y destruiría al Caos.
Volvió a sentir escrúpulos al pensar en lo que tenía que hacer aquella noche, pero los dominó. Tenía que hacerlo; la necesidad había endurecido su corazón, y el convencimiento de que el derecho estaba de su parte hacía enmudecer su conciencia. Solamente lamentaba que no hubiese podido ser todo más sencillo; pero, desde que había fracasado en su intento de matar a Tarod antes de que huyese del Castillo, había pensado larga y profundamente y había comprendido que una muerte simple podía no poner fin a todo el mal. Un demonio no moriría tan fácilmente como un hombre: Tarod tenía que ser destruido por medios sobrenaturales, si había que erradicar todo posible contagio. Además, una muerte rápida no satisfaría al Consejo, ni a la Hermandad, ni a la innumerable gente del pueblo que consideraba al Círculo como su mentor espiritual. La noticia de que había una serpiente en medio de ellos se había difundido por doquier; solamente todo el peso de un ritual de muerte podría restablecer su vacilante confianza.
Un movimiento entre los Adeptos puso, de pronto, sobre aviso a Keridil, que levantó la cabeza. Al otro lado del patio, un grupo, apenas discernible en la creciente oscuridad, salió por la puerta principal y avanzó lentamente en su dirección. La mayoría de sus componentes llevaban hábitos blancos; pero en medio de ellos había un hombre vestido de negro y que casi no podía andar; le sostenían dos guardias y él no oponía resistencia al rudo trato que le daban. Al frente de la pequeña procesión marchaba otro Adepto con un tambor sujeto al cinto, y la mirada fija en el suelo, delante de sus pies.
Keridil se imaginó súbitamente los invisibles espectadores que debían de apretujarse en las oscuras ventanas del Castillo para observar aquel pequeño espectáculo, que sería lo único que verían del ritual de aquella noche. Entonces se detuvieron los personajes que se acercaban y, por primera vez desde la noche de la muerte de Rhiman Han, Keridil se encontró cara a cara con Tarod.
Era difícil reconocer su cara bajo los enmarañados cabellos negros. Además, se tambaleaba y movía los dedos de un modo incoherente. La Hermana Erminet Rowald había hecho bien su trabajo…, y Keridil se sintió a un tiempo sorprendido y aliviado al darse cuenta de que no le conmovía ver a su antiguo amigo en este lamentable estado. Levantó una mano, para indicar que podía comenzar la marcha hacia el Salón de Mármol; pero, antes de que pudiese completar su movimiento, Tarod echó bruscamente la cabeza atrás. Luchó por enfocar la mirada, pareció recobrar el dominio de sus sentidos y fijó en Keridil sus ojos de drogado.
—Sumo Iniciado… —Su voz era sólo un ronco murmullo, pero conservaba todo su veneno—. Debes estar muy contento con tu triunfo…
Keridil no respondió. El ritual le prohibía hablar antes de que estuviesen en el Salón de Mármol; pero, incluso sin esta prohibición, no habría tenido nada que decir.
—Cosas muertas… —dijo Tarod—. Condenación y aniquilación. Todos nosotros, Keridil. Todos nosotros.
Una fuerte sacudida de uno de los guardias le hizo callar, y Keridil le volvió bruscamente la espalda. Por muy drogado que estuviese Tarod, sus confusas palabras habían despertado en él una impresión de inquietud. Miró por encima del hombro el anillo que seguía centelleando en la mano izquierda de Tarod, pues los Iniciados no habían podido arrancarlo de ella, y reprimió un estremecimiento. Sin volver a mirar al hechicero de negros cabellos, hizo una señal con la cabeza al grupo de Adeptos.
El Iniciado que llevaba el tambor levantó la mano libre. Torciendo hábilmente la muñeca, golpeó la piel, y un redoble sordo y fúnebre resonó en el patio. Poco a poco, la comitiva se puso en marcha, en dirección a la puerta de la biblioteca, siguiendo el compás marcado por el tambor, regular y lúgubre como los latidos del corazón de un moribundo.
F
ue el sonido del tambor lo que empezó a despertar los sentidos de Tarod sacándolos de la modorra producida por las drogas de la Hermana Erminet. Caminaba entre sus guardianes, arrastrando los pies, pero sus miembros se resistían a una acción coordinada, y no tenía más que una remota idea del lugar donde se hallaba y de lo que estaba sucediendo. Recordaba vagamente que le habían obligado a beber algo que sabía muy amargo, que había tratado de resistirse pero no había tenido fuerzas para ello, ahora, su nublado cerebro percibía un peligro, pero estaba demasiado amodorrado y apático para preocuparse por ello.
Hasta que el tambor empezó a devolverle la conciencia.
Al principio pensó que eran los latidos apagados de su propio corazón, pero entonces se dio cuenta de que aquel sonido procedía de fuera de su cuerpo. Parecía sacudir el aire a su alrededor, hacer vibrar el suelo debajo de sus pies; inconscientemente, empezó a seguir el ritmo, acompasando a él sus movimientos. Unas paredes oscilaron en los límites confusos de su visión, y un pasillo estrecho, que descendía… Sintió un poder que surgía hacia arriba, codicioso, procedente de raíces increíblemente profundas en la roca de allá abajo, y el redoble del tambor era su pulso lento, inexorable. Como un péndulo, oscilando constantemente, eternamente, marcando el paso del tiempo…
Su cuerpo se estremeció espasmódicamente al brillar súbitamente una chispa cegadora en su campo visual. Duró sólo un instante, pero bastó este momento para dejarle una imagen mental indeleble de una estrella de siete puntas…
Alguien le sacudió violentamente; a punto estuvo de caer al suelo y sólo recobró el equilibrio cuando le obligaron a enderezarse por la fuerza. Ahora, otra luz, mucho más pálida, llenaba el corredor y la comitiva se detuvo cuando, después de un redoble final, enmudeció el tambor.
Pero Tarod siguió oyéndolo. Permanecía en su mente, vibrante, insistente, como una llamada extraña desde ninguna parte. Vio siluetas de hombres que se volvían de lado para resguardarse la cara de la fría radiación que se produjo cuando Keridil se inclinó para abrir la puerta del Salón de Mármol, pero descubrió que él era capaz de mirar directamente y sin pestañear aquella cosa brillante y pulsátil. La puerta parecía irreal, como si la viese desde un plano situado a un palmo por encima de la realidad…
Se oyó un chasquido sordo y se abrió la puerta. Los Adeptos avanzaron lentamente a través de la niebla centelleante del Salón de Mármol. Tarod se sentía ingrávido, motivado por una fuerza que no podía controlar; trató de volver la cabeza para mirar las cambiantes y trémulas columnas de luz, pero no pudo hacerlo. Lo único que podía hacer era marchar hacia adelante, hacia el centro mismo del Salón. Y sabía que allí le esperaba algo; una fuerza reprimida que hacía que su mente se paralizase con un miedo mucho más intenso que el que jamás había conocido. Por un instante, recobró la claridad de la razón y se dio cuenta de que sólo le quedaban unas pocas horas de vida.
Entonces podía haber intentado, con un último esfuerzo, luchar contra la injusticia y la fatalidad que le condenaban, pero su cerebro y sus músculos aturdidos eran incapaces de reaccionar. En cambio aquel momento de claridad había traído otros recuerdos: recuerdos de la muchacha por quien lo había comprometido todo y que le había abandonado a su destino y había brindado su veleidoso afecto a otro hombre que podía ofrecerle una posición mejor. Keridil y Sashka dormirían más tranquilamente en una cama si él no existía para turbar sus sueños, y en lo más hondo de Tarod empezó a tomar forma una cólera fría…
Llegaron al lugar donde los complicados dibujos del suelo eran interrumpidos por la impenetrable mancha negra que, según creía el Círculo, era el foco y el corazón del poder del Salón de Mármol. Pero ahora el mosaico estaba oscurecido por la mole de un gran altar tallado en madera negra, de una altura que llegaba hasta la cintura y de la longitud y la anchura propias de un hombre alto. La superficie se había vuelto áspera con el paso del tiempo y en ella aparecían muescas que podían haber sido hechas por uñas o por hojas de cuchillo, y poco a poco fue haciéndose la luz en la mente de Tarod.
Aquél era uno de los más viejos artefactos que poseía el Círculo. Durante varias generaciones había permanecido guardado en uno de los sótanos del Castillo, sin ser usado; pero siglos atrás había sido mudo testigo de algunos de los ritos más crueles y destructores conocidos por los altos Adeptos. Seres malignos, ahora olvidados desde hacía mucho tiempo, habían sido mágicamente atados a su dura superficie, anatemizados y destruidos…, y esta noche, otro nombre sería añadido a la lista.
Fue la visión de aquella triste imitación de altar lo que devolvió la comprensión a la aturdida mente de Tarod. Se dio cuenta de que iba a morir, de que su vida le sería arrancada a sangre y fuego sobre aquel bloque, y por primera vez sintió miedo. Sin embargo, el miedo al tormento era eclipsado por el terror infinitamente más grande de lo que seguiría a su destrucción.
Tenía
que vivir. Costara lo que costara, tenía que derrotar a Keridil. Y este convencimiento se le apareció con toda claridad, barriendo los últimos restos de los efectos de las drogas en su cerebro. El Círculo podía matarle, pero no podía destruir el espíritu contenido dentro de aquella piedra. Podían guardarla en lugar seguro, atarla con la magia más poderosa, pero el Caos no sería vencido fácilmente: Yandros encontraría la manera de ejercer nuevamente su negra influencia a través de la gema. Y si el Círculo trataba de emplear la piedra contra sus dueños, abriría sin querer la puerta que había permanecido cerrada desde la caída de los Ancianos; el poder encerrado en la piedra les manipularía como a chiquillos, lo mismo que había manipulado al propio Tarod. Los Adeptos eran poderosos y tenían la sabiduría de las generaciones que les habían precedido, pero no comprendían el Caos. Sólo uno que hubiese
sido
del Caos (y se estremeció interiormente cuando los antiguos recuerdos se agolparon en su mente) podía confiar en emplear sus propias fuerzas contra ellos.
Tenía que frustrar sus planes. En último extremo, solamente un poder en el mundo podía aplastar el alma-piedra y desterrarla para siempre: el del propio Aeoris. Y sólo un hombre podía luchar contra la intensa influencia de la piedra durante el tiempo suficiente para ver concluida su tarea. ¡
Tenía
que vivir!