Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Tarod respiró profundamente. La silueta del enano osciló, y tuvo la sensación de que su propio cuerpo se estaba convirtiendo en piedra. Huesos de granito, carne de basalto, piel de cristal…, la esencia del plano-tierra le llenaba y le fortalecía, mientras la forma del achaparrado Guardián se disolvía en la nada.
Había pasado la primera barrera y poco a poco, se acercó al profundo pozo y a su verde y tembloroso resplandor. Su radiación le bañó como una lluvia fresca, y se entregó a ella, dejando que su conciencia se hundiese en aquellas tranquilas y brillantes profundidades.
Se movía con facilidad y gracia, como un pez, en un mundo compuesto solamente de agua. Formas extrañas y elementales danzaban en los límites de su campo visual, y un alegre murmullo llenaba su mente, dando a sus pensamientos una serenidad que no había conocido hasta entonces. Absorbió este sentimiento, dejando que impregnase su ser y extrayendo de él más fuerza, mientras se dirigía con aplomo hacia el tercero de los siete planos astrales.
Y entonces, súbitamente, se encontró en el aire. Un aire que gemía y chillaba a su alrededor, soplando y girando con vibrante vida propia. Una fuerte sensación de vértigo invadió a Tarod, y colores pálidos y fantasmagóricos, surcados de vetas más oscuras, bailaron ante sus ojos. Pero siguió adelante, dejándose llevar por el furioso vendaval, retorciéndose y girando con las corrientes de aire, hasta que…
Le abrasó el calor. La arena ardía bajo sus pies y el cielo era un incendio carmesí desde un horizonte a otro, más espectacular que cualquier puesta de sol. Igual habría podido estar en el corazón del Sol. Una bola de fuego resplandeció sobre su cabeza, con un esplendor fugaz, y surgieron del suelo llamas que parecían árboles exóticos, a pocas pulgadas de él, y que se extinguieron al agotarse su breve pero violenta energía. Tarod centró su mente y absorbió algo de aquella violenta energía; ahora había alcanzado el cuarto plano y el esfuerzo se hacía sentir, a pesar de la fuerza que había tomado de los tres planos que acababa de cruzar. E inquietando su conciencia estaba el conocimiento de que muy lejos, en otra dimensión más material, el rito de la muerte del Círculo proseguía hacia su espantoso final. Si Keridil evocaba la Llama Blanca antes de que él pudiese alcanzar su meta, su mente sería devuelta al reino de los mortales y él moriría, entre horribles tormentos, sin haber realizado su tarea.
Un surtidor de fuego al rojo vivo brotó a solamente un paso delante de él, elevándose hacia el cielo y rugiendo como un alto horno. La forma astral de Tarod tembló al lanzarse hacia él, y entonces ardió el fuego en sus venas, de tal manera que se convirtió en una llama viva que se elevó más y más, y hacia afuera, hasta que estalló en un reino de ilusión.
Sonaron risas en las gibosas rocas negras, sobre las que resplandecía engañosamente una aureola de plata. El suelo se movía debajo de Tarod, y en el aire se formaban caras que temblaban y se desvanecían antes de que pudiese identificarlas. Pero, a pesar de la intangibilidad de este plano, que era, o al menos así lo creía el Círculo de Adeptos, el más alto alcanzable por cualquier mago humano, Tarod sabía que se estaba acercando a su objetivo. Un pulso débil y regular latía en la estructura del mundo y, aunque venía de muy lejos, era una señal segura de que su instinto le guiaba bien.
Haciendo un gran esfuerzo, rechazó las seductoras ilusiones y fantasías que le invitaban a dar media vuelta y quedarse allí, e impulsó a su mente hacia el sexto y penúltimo plano. Hasta entonces, nunca se había atrevido a perseguir una meta tan alta; pero las barreras que podían haber existido para un simple mortal se derrumbaron a su alrededor, y se encontró en un lugar donde una única voz, gigantesca, emitía una nota interminable. Rabia, locura y un regocijo infernal se mezclaban en aquella ensordecedora cacofonía, y Tarod retrocedió ante aquella agresión, a punto de perder el control bajo la amenaza de aquel estruendo que le empujaba al abismo de la locura. Trató desesperadamente de dominar sus sentidos, sabiendo que no podría resistir a aquella voz y que debía dejarla entrar, dejar que le atravesara.
Con la pequeña parte de su mente que todavía se aferraba a la realidad terrena, sintió que estaba a punto de desintegrarse bajo la violencia estridente de aquella voz; pero en el momento en que pareció que iba a ser vencido por ella, apeló a su voluntad en un último y desafiador impulso.
El universo estalló en un silencio total.
Tarod tuvo la impresión de haber vuelto al plano físico, de haber recobrado su cuerpo humano. Cada movimiento muscular le producía un dolor lacerante y se sentía magullado hasta los huesos, como si se hubiese arrastrado moribundo después de una batalla de locura. Pero había conseguido abrirse paso hasta el séptimo y más alto plano. Solamente una barrera se alzaba ahora en su camino, y era la que tenía ante él.
Era un muro de absoluta oscuridad, sin límites en ninguna dirección. Más allá le esperaba la prueba más grande y terrible, y Tarod hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban para enfrentarse a ella. Necesitaba solamente pronunciar una palabra para que la negra pared se derrumbase y le dejase pasar…, pero la mera idea de esta palabra le llenaba de repulsión. Su lenguaje había sido creado cuando apenas se había formado la trama del universo y era tan diferente del habla humana que casi le resultaba insoportable. Incluso ahora, al formarse en su mente, sintió deseos de volverse y echar a correr…
Tarod jadeó y cerró furiosamente los puños. Abrió los labios y pronunció la palabra, aferrándose a los últimos jirones de su voluntad, obligándose a escuchar y absorber las monstruosas sílabas que llenaban su ser.
La pared se lanzó sobre él, y Tarod quedó suspendido en el centro mismo de la oscuridad.
Lo había logrado. Había cruzado la barrera y alcanzado el extraño espacio multidimensional que se extendía más allá de los siete planos: su meta final.
Inconscientemente, los músculos contraídos de su cuerpo astral se relajaron, y Tarod empezó a balancearse. El ritmo era absolutamente perfecto. Y Tarod, al moverse, sintió que empezaba el cambio. El sordo latido que se había dejado oír en los límites de su conciencia se fue acercando hasta convertirse en una enorme palpitación, de la que eran eco las pulsaciones de la sangre en sus venas. Sintió corrientes que pasaban junto a él y a través de él. El propio tiempo bailaba y se retorcía y alabeaba… y al fin, envuelta en una espesa oscuridad, se le apareció una forma monstruosa.
Era un Péndulo muy grande que se movía en la sombra, oscilando en un arco largo que pasaba a través de miles de cambiantes dimensiones que seguían indefectiblemente el ritmo de su balanceo. Tarod sintió un profundo asombro al hallarse en presencia de un poder cuya verdadera naturaleza le resultaba incomprensible. Sabía que aquella imagen era solamente una fracción diminuta de la verdadera forma del Péndulo, pues éste era la fuerza que controlaba todo el Tiempo, en todos los innumerables planos y dimensiones del universo. Pero el Salón de Mármol era y había sido siempre, para los que sabían emplearla, una puerta para llegar al aspecto del Péndulo que abarcaba la dimensión del Castillo. Y aquí, en este oscuro momento, el destino de Tarod estaba inexplicablemente ligado al titánico artefacto que marcaba los movimientos del Tiempo en su propio mundo.
Para salvarse, tenía que detener el Péndulo.
Si podía hacerlo, si podía parar el Tiempo, entonces el día y la noche no significarían nada, cesaría todo movimiento, y todas las almas vivas dejarían de existir hasta que el Tiempo reemprendiese su marcha. Todas las almas vivas… Tarod sonrió débilmente. Como ahora no tenía alma, sólo él viviría en el Castillo, y podría realizar la búsqueda a que se había obligado… aunque ahora no alcanzaba a saber su verdadera naturaleza. Pero no importaba: cuando tuviese de nuevo la piedra en su poder, su voluntad prevalecería.
Si podía detener el Péndulo…
Concentró toda su atención en un prisma brillante que había en el centro del Péndulo del Tiempo. Poco a poco, con dolorosa lentitud, el gran disco se fue acercando, pareció dilatarse hasta que sus proporciones llenaron el aire y se apoderaron de la mente de Tarod. El sabía lo que vendría ahora, y se preparó para recibir el choque inicial. Cuando éste se produjo, en el momento en que el Péndulo y él se fundieron y convirtieron en uno, el dolor que le invadió fue mucho, muchísimo más fuerte de lo que había esperado. Tuvo que luchar desesperadamente para no gritar, y el Péndulo siguió arrastrándole, con un balanceo cada vez más fuerte. No podría aguantar mucho más tiempo; la fuerza del Péndulo le dominaría y, cuando él no pudiese controlarla, le despedazaría y destruiría.
Tarod pensó en la Llama Blanca, a la que ahora debía estar llamando Keridil de su otro mundo para que se manifestase. Contuvo el aliento al balancearse con el Péndulo del Tiempo, e hizo acopio de sus últimas fuerzas para unirlas en un solo rayo de energía pura. El momento tenía que ser exacto…
Un grito que ninguna garganta humana habría podido lanzar resonó a través de la dimensión y, de pronto, violentamente, Tarod se detuvo.
Fue como si hubiese sido lanzado al epicentro de un gigantesco terremoto. Las sacudidas se sucedieron, estruendosas y terribles; la oscuridad se retorció y se deshizo en un millón de fragmentos, al detenerse chirriando el Péndulo del Tiempo.
Al pararse el disco macizo en la mitad de una oscilación, una tremenda explosión lanzó a Tarod hacia atrás. Una luz insoportable se encendió en su cabeza y entonces, su cuerpo chocó contra una dura superficie física, y perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí estaba tendido boca abajo sobre una piedra, y tenía la boca y la nariz llenas de polvo. Tosía y la cabeza le daba vueltas. Trató de levantarse y cayó hacia atrás lanzando un gemido al sentir un dolor terrible en el brazo izquierdo. La fuerza que le había lanzado y devuelto al mundo material había hecho que chocase contra el suelo, y el hueso del brazo estaba fracturado. Por un instante, sintió ganas de reír: al parecer, se había cerrado el círculo y, por segunda vez en su vida, había llegado al Castillo de la Península de la Estrella como un forastero lesionado y perdido.
Pero esta vez la diferencia era grande. Tarod ordenó en silencio que se compusiera el hueso, y el dolor desapareció inmediatamente. Dobló el hombro y la muñeca y sonrió ceñudo. Con independencia de lo que hubiese podido lograr, la fuerza despertada por su pérdida de humanidad no se había reducido. Vivía y era libre. En cuanto a lo que vería cuando recobrase la fuerza física suficiente para levantarse y mirar a su alrededor, ni siquiera trató de imaginárselo. Lo único que sabía era que había frustrado los planes del Círculo, y este conocimiento le hizo suspirar de alivio.
Ansiaba dormir. A pesar de sus facultades curativas, su alma…, no, se corrigió, su
mente
… padecía por el esfuerzo titánico que le había impuesto su empresa, y sin duda se habría quedado dormido donde estaba si hubiese apoyado simplemente la cabeza en un brazo. Pero esto tenía que esperar: ante todo tenía que saber el desenlace final de lo que había hecho.
Se levantó, envarado. El Salón de Mármol estaba a oscuras, y, esto le desconcertó. La niebla centelleante, con su peculiar luz intrínseca, se había desvanecido, y los sentidos advirtieron a Tarod que no estaba rodeado de un vasto espacio, como había esperado, sino de paredes que tal vez estaban solamente a pocos palmos de distancia.
Esto le produjo una súbita impresión. No estaba en el Salón de Mármol, ¡sino en la biblioteca del Castillo! Rápidamente, adaptó los ojos verdes a la oscuridad y distinguió las vagas siluetas de los estantes que le rodeaban. Muchos de ellos se habían roto por la fuerza del terremoto, y todos los libros y manuscritos del Castillo yacían desparramados por el suelo.
Una quietud irreal imperaba en el sótano. Nada se movía. Tarod tuvo entonces un presentimiento, la certidumbre de que algo andaba mal y al crecer este temor dentro de él, se encaminó a la puerta abierta que conducía al Salón de Mármol.
Esta vez no brillaba la cegadora luz de plata. La puerta del Salón de Mármol tenía un fulgor mate de estaño, e incluso antes de llegar a ella, la intuición advirtió a Tarod lo que iba a suceder. Alargó un brazo y, a tres pulgadas de la puerta, su mano fue detenida por una barrera invisible. Hizo un segundo intento, y un tercero, pero siempre con el mismo resultado. Y al fin comprendió lo que ocurría.
Las fuerzas que los inhumanos arquitectos del Castillo habían montado en el Salón de Mármol eran tan caprichosas y tortuosas como sus creadores. Sí, él había conseguido detener el Péndulo del Tiempo; y el Castillo y sus moradores estaban paralizados y retenidos en un limbo, y él había ganado una especie de inmortalidad. Pero el Tiempo se había desviado más sutilmente de lo que había imaginado Tarod; el momento del que dependía el Salón de Mármol no había coincidido exactamente con aquel en que había sido inmovilizado el propio Castillo, y esto hacía que el Salón quedase fuera de su alcance.
Y el alma-piedra estaba atrapada, junto con los Adeptos del Círculo, como una mosca en ámbar, detrás de aquella puerta.
Tarod sintió algo muy parecido a la desesperación. Haber conseguido tanto y verse frustrado por un capricho del destino cuando todo parecía estar en sus manos, era una ironía cruel. Levantó la mano izquierda, mirando la torcida montura de plata del anillo que permanecía aún en su dedo índice. Sin la piedra, se hallaba en un callejón sin salida posible; necesitaba recobrarla si quería mantener alguna esperanza de destruirla al fin, y sin embargo, no podía poseerla sin traer de nuevo el tiempo y, con él, toda la cólera del Círculo.
Poco a poco, se apartó de la puerta mate y volvió a la biblioteca. Durante un rato permaneció inmóvil entre los libros desparramados, absorbiendo la muerta y silenciosa atmósfera. Ahora era allí el único ser viviente.
Ahora. Tarod sonrió tristemente al darse cuenta de que aquella palabra ya no significaba nada. ¿Qué era de un mundo en el limbo? ¿Qué era de sus habitantes? No sentía compasión por Keridil y el Círculo, y muy poco rencor o resentimiento. El amargo gustillo de la traición permanecía, pero ya no le inquietaba; era como si su corazón se hubiese helado dentro de él. Al renunciar a su humanidad, había renunciado también a las emociones propias del ser humano, y pensó, despreocupadamente, que parecía un precio muy pequeño.