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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I (14 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I
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Pero, a pesar de todo, la imagen de aquel desconocido alto y de cabellos negros, con sus verdes ojos felinos y su alma turbada, permanecería largo tiempo en su memoria. A pesar de sus diferencias, él la había tratado como a una igual, casi como a un espíritu hermano, y por un breve, ilógico y glorioso momento, había esperado que pudiesen ser algo más. La esperanza se había desvanecido, como una parte de su mente le había dicho que debía ocurrir inevitablemente, cuando él se alejó sin mirar atrás. Pero Cyllan no le olvidaría.

Montó sobre el ancho lomo de su poni. Mientras guiaba al animal hacia el oeste, le escocían los ojos a causa de unas lágrimas que —se decía— no eran más que el efecto de la fuerte luz del sol.

CAPÍTULO VII

T
arod llegó al Castillo cuando estaba despuntando la aurora. Había cabalgado sin descanso durante dos noches y un día, poniendo a prueba hasta el máximo su resistencia y la de la yegua alazana deteniéndose solamente cuando, de haber continuado, habrían muerto uno de ellos o los dos. La yegua había demostrado su temple y su buena raza durante el largo viaje, pero cuando llegaron al fin a la puerta del Castillo, llevaba la cabeza gacha de agotamiento.

Tarod se sentía poco mejor que el animal. Aquel trayecto a caballo habría sido toda una hazaña para el jinete más experto; le dolían terriblemente los miembros después de tantas horas en la silla y sentía la cabeza vacía y la mente confusa por la falta de sueño. Cuando vio alzarse a su alrededor las negras y grandes murallas, sintió que volvía la antigua sensación de opresión, y pensó con añoranza en el vasto cielo y los cantiles iluminados por el sol de la Tierra Alta del Oeste, donde, por un corto período de tiempo había podido olvidar su tormento. Le obsesionaban las imágenes del breve interludio: el olor de la hierba virgen, el fantástico y bello canto de los fanaani, la joven Cyllan de ojos solemnes que le había ayudado y acompañado sin pedirle nada a cambio… Bajó cansadamente de la silla y condujo la yegua a las caballerizas. Un mozo adormilado se levantó de su jergón de paja para encargarse del animal, y Tarod se dirigió despacio y de mala gana a sus habitaciones en el todavía silencioso Castillo.

Solo en la intimidad de su apartamento, sacó la pequeña y preciosa Raíz de la Rompiente y la depositó sobre su mesa de trabajo. Empezaba ya a marchitarse; tendría que trabajar de prisa para que no perdiese su poder, y el procedimiento de extraer y destilar su esencia requeriría algún tiempo.

Las manos de Tarod temblaban todavía un poco cuando empezó su fatigoso trabajo. De vez en cuando se le nublaban los ojos y su conciencia amenazaba con sumirse en un medio sopor. Pasaron horas mientras trabajaba detrás de la puerta cerrada, olvidando la actividad cotidiana que se iniciaba más allá de su ventana con el despertar del Castillo. Nadie vino a molestarle, pues todos incluso Keridil, creían que no había regresado aún; al fin, cuando el día declinaba y el sol empezaba a mostrarse como una amenazadora bola de fuego carmesí al otro lado de las negras murallas, terminó su trabajo.

La esencia destilada era un líquido oscuro, rojo purpúreo, turbio, que no llenaba una pequeña ampolla. Su desagradable olor invadía la habitación, pero esto no importaba ya a Tarod; aturdido por el agotamiento y la depresión, no estaba por consideraciones estéticas. Al contemplar el resultado de sus esfuerzos, aquel líquido de aspecto sucio y maligno, trató de recordar todas las etapas de la operación y se preguntó si había tomado todas las precauciones necesarias. La hierba podía ser mortal incluso en las manos más expertas…, pero esto ya no parecía importar ahora. Un cansado fatalismo se había apoderado de él y le había convertido en un hombre temerario: ocurriese lo que ocurriese, su futuro estaba en manos de los dioses.

Esperó hasta que las largas sombras se hubiesen extendido sobre el patio para envolver su habitación en la penumbra, y entonces vertió un poco del brebaje en una taza, mezclándolo con vino. El olor de la mezcla y un último resto de precaución le detuvieron pero sólo por un instante; echó la cabeza atrás y tragó de golpe el contenido de la taza.

Ni siquiera el buen vino podía disimular el sabor horrible de la hierba, y casi se atragantó. Durante unos momentos, se apoyó en el antepecho de la ventana y tosió violentamente; después cesó el espasmo y Tarod se dirigió tambaleándose a la segunda habitación, donde se tendió rígidamente en la cama.

El sabor de la Raíz quedó pegado a su garganta mientras observaba, tumbado en el lecho, cómo se extinguía la última luz en la ventana. A veces tenía la impresión de que se estaba asfixiando hasta que su respiración se calmaba de pronto, y se relajaba. Pero cuando la droga produjo su primer efecto importante, se olvidó de la causa; sólo sintió que su mente se embotaba y casi dejaba de existir, reflejando la fatiga de sus miembros. Las piernas le pesaban como el plomo y sentía un peso sobre el pecho y los hombros que… afortunadamente… le sumía en el sueño. Cerró los ojos.

Pero la presión empezó a aumentar. Cada aspiración era ahora una lucha física contra el dolor, al negarse sus pulmones a llenarse de aire, y sus músculos, a responder. Su mente era impotente contra aquello; empezaba a asfixiarse.

Lanzando un grito ronco, saltó de la cama y cayó pesadamente al suelo. Se incorporó dolorosamente agarrándose a los barrotes de la cama, y se dio cuenta de que apenas podía sostenerse en pie. Su aturdido cerebro le dijo a duras penas que algo había ido rotundamente mal, que se había equivocado, que el narcótico se había apoderado de su sistema y se estaba extendiendo con tanta rapidez que nada podía contra él.

Socorro
. Esta palabra penetró en su conciencia. Tenía que pedir socorro, o agonizaría y moriría aquí, en sus propias habitaciones, pues nadie podría abrir la puerta y encontrarle a tiempo.
Abre la puerta
… Esta parecía hallarse a mil millas de distancia, pero se arrastró desesperadamente hacia ella y a tientas agarró el cerrojo. No tenía más fuerza que un chiquillo, pero, de alguna manera, consiguió abrir el cerrojo y salir al pasillo, donde a punto estuvo de caer al suelo. Ardía una antorcha en el otro extremo, pero el corredor estaba desierto. Tarod se tambaleó en dirección a la escalera, sin poder respirar, sin poder aspirar aire suficiente para gritar, seguro que no podría sobrevivir un momento más a ese horror. Sin embargo, todavía estaba vivo cuando salió al patio y cuando, sin encontrar a nadie, se tambaleó a lo largo de la columnata hasta encontrar la puerta que conducía a la biblioteca del sótano. El instinto le empujaba hacia el Salón de Mármol y, aunque no comprendía la causa su sentido de autodefensa le obligó a seguir hasta el fin. Cuando entró en la biblioteca, apenas si podía tenerse en pie.

Las luces estaban encendidas, indicando que alguien había estado hacía poco allí y pensaba volver. Pero nada se movía entre las turbias sombras. Tarod se derrumbó contra un estante, haciendo caer un montón de libros a su alrededor y, con ojos nublados por el dolor, vio que la bóveda oscilaba y que la fuerte luz de las antorchas rebotaba en las paredes, haciendo que se torciesen y combasen.
¿Por qué había venido aquí? Aquí no había nada para él
… Su confusa visión recorrió la estancia…, hasta que le pareció que veía moverse algo en la puerta que daba al Salón de Mármol.

Con un tremendo esfuerzo, se levantó y se dirigió a aquella puerta. Tenía que haber estado cerrada, pero no lo estaba…, sino que se abrió al apoyarse en ella, de modo que cayó de rodillas y miró, medio a ciegas, al pasillo.

Un ruido como de huracán zumbó en sus oídos, y vislumbró una cara enloquecida, fantástica, que pareció avanzar contra él en el pasillo antes de desvanecerse. Después, otra, y una tercera todas ellas desencajadas, burlonas, mofándose de su delirio. La pesadilla empezaba de nuevo…

Recuerda… Vuelve…

Tarod jadeó, tratando de volver atrás mientras el sibilante murmullo resonaba en la lejana puerta de plata del final del pasillo. Pero su cuerpo se negó a obedecerle.

Recuerda…

Algo venía por el pasillo, avanzando inexorablemente hacia él. No caminaba ni corría, sino que parecía deslizarse sin una fuerza motriz propia, como en sueños. La cara, su misma cara, sonreía, pero aquella sonrisa era una ilusión, una máscara humana que ocultaba algo mucho más terrible. Los ojos rasgados cambiaban constantemente de color, y los cabellos rubios ondearon, agitados por una fuerte corriente de aire mientras la aparición levantaba los brazos y extendía hacia él las manos delgadas y de largos dedos. El suelo empezó a vibrar debajo de Tarod, y una nota musical, débil pero estridente, brotó de aquella lúgubre figura, haciendo que quisiera taparse los oídos. Pero no podía hacerlo; sus músculos estaban rígidos, agarrotados…

Los labios de aquel ser se entreabrieron y pronunciaron una sola palabra. Un momento después, Tarod oyó su propio nombre murmurado en su mente y, al extinguirse el eco, algo se rompió dentro de él, poniendo fin al espantoso hechizo. El terror le devolvió la fuerza que le había quitado la droga, y volvió atrás, cruzó tambaleándose la puerta y la cerró de golpe contra la visión que se acercaba.

—¡Basta de pesadillas! —gritó, y su voz cansada y enloquecida resonó en el sótano—. ¡Vuelve al lugar del que has venido! ¡No puedo aguantarlo más!

Las dos personas que bajaban en aquel momento la escalera del sótano y se dirigían a la biblioteca se detuvieron en seco al oír aquella voz demencial.

Themila Gan Lin palideció visiblemente.

—En nombre de… —empezó a decir, y se interrumpió.

Había algo familiar en aquella voz apenas reconocible, y un terrible presentimiento se apoderó de ella.

Keridil le tocó un brazo, haciendo ademán de que no se moviese.

—Espera aquí —dijo en voz baja—. Iré a ver qué pasa.

Un fuerte golpe sonó en la biblioteca mientras él bajaba los últimos peldaños, y Themila vio que se llevaba instintivamente la mano a la espada de hoja corta que pendía de su cinturón. Era un signo de su rango más que un arma útil, y ella se preguntó, temerosa, si debería ir en busca de más ayuda. Si había un peligro real en el sótano, Keridil estaría prácticamente desarmado…

Pero era demasiado tarde para preocuparse por la seguridad de Keridil. Este había llegado a la puerta y la estaba empujando. Vio que vacilaba, y después…


¡Tarod!

—¡Oh, dioses…!

Lo que más temía Themila se había confirmado, y bajó corriendo la escalera.

Al entrar en la biblioteca, un segundo ruido anunció la caída de todo un estante de libros, que levantaron una nube de polvo al chocar contra el suelo. A través de ella, vieron a Tarod de espaldas contra la pared, sacudiendo violentamente la cabeza, como si luchase por librarse de un monstruoso atacante que sólo él podía ver. Tenía los dientes apretados en su tremendo esfuerzo por respirar, y estaba empapado en sudor. Sin detenerse a pensar, Themila iba a correr hacia él, pero Keridil la contuvo.

—¡No le toques! —susurró.

—Pero está…

—¡He dicho que
no le toques
!

Sus voces penetraron en la angustiada y aturdida mente de Tarod, y entonces éste les vio. Keridil avanzó cautelosamente en su dirección, y algo se disparó en el confuso cerebro de Tarod.
Cabellos rubios… cabellos rubios… cabellos de oro… Este demonio era el responsable de su amorfa y terrible pesadilla… era el enemigo… Mátale… Destrúyele

Agarró con una mano el cuchillo que llevaba en la cadera, y la fría empuñadura provocó en su interior una extraña mezcla de confianza y sed de sangre. Dio un paso adelante, pero ni Keridil ni Themila advirtieron la amenaza. Ambos miraban, pasmados, al doble de Tarod, que se había materializado, de pronto, detrás de él. Era un fantasma en negativo (sombra y luz, oro y negro) del hombre vivo, y Themila sintió como si un puño la golpease violentamente en el estómago cuando una helada ráfaga de energía maligna sopló a través del sótano. Aquel golpe fue un aviso; cuando, con un tremendo esfuerzo, logró salir de su estado casi de trance, alcanzó a ver a Tarod al acecho, el brillo enloquecido de sus ojos, el cuchillo…

—¡Keridil! ¡Cuidado! —chilló, en el momento en que Tarod iniciaba el salto.

Un puro reflejo salvó a Keridil de la cuchillada. Se inclinó a un lado y levantó un brazo para protegerse la cara; la hoja se clavó en su antebrazo, produciéndole una herida profunda que él apenas sintió. El propio impulso hizo perder el equilibrio a Tarod que dio un traspié; después giró en redondo y se agachó, pero la mano que sostenía el cuchillo temblaba violentamente. Cuando atacó por segunda vez, Keridil le dio un golpe, sólo uno.

Era como luchar con un niño. El cuchillo cayó de la mano de Tarod y, por un instante, un destello de cordura volvió a sus ojos verdes. Entonces pareció derrumbarse y cayó al suelo.

Themila se arrodilló junto a Tarod, sintiendo que el corazón le palpitaba dolorosamente mientras Keridil daba la vuelta a aquel cuerpo insensible. Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar de lo que acababan de ver, pero Themila sentía la fuerte (y se confesó que cobarde) necesidad de salir del sótano lo antes posible.

Se puso trabajosamente en pie, esforzándose por no mirar a los tenebrosos rincones de la biblioteca.

—Iré a buscar ayuda —dijo—. Necesitaremos al menos otro hombre para sacarle de aquí.

Keridil trataba de tomar el pulso a Tarod, pero no podía encontrarlo.

—Sí, y envía a alguien en busca de Grevard.

Ella vaciló un breve instante al llegar a la puerta y miró hacia atrás, como esperando ver de nuevo la terrible aparición que se había manifestado tan fugazmente en el momento crítico. Lo único que vio fue que Keridil, con los ojos cerrados, hacía la conocida señal de Aeoris y murmuraba lo que ella presumió que era una oración sobre el cuerpo inmóvil de Tarod.

Cuando Keridil y otros dos hombres llevaron a Tarod a sus habitaciones en una camilla improvisada, un numeroso grupo se había reunido en el pasillo. Las noticias en especial las malas noticias, circulaban de prisa en el Castillo, pero los curiosos tuvieron que contentarse con unas pocas y secas palabras de Keridil sobre un accidente .

En cuanto entraron en la habitación exterior, los hombres advirtieron el persistente olor del brebaje que había preparado Tarod. Uno de ellos se volvió hacia la puerta, lanzando una maldición que era también una protesta, y Keridil sintió náuseas y señaló frenéticamente las ventanas para que las abriesen. Themila llegó en el momento en que acostaban a Tarod en la posición más cómoda posible, y dijo que Grevard no se hallaba en sus habitaciones, pero que le estaban buscando con urgencia.

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