Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Aunque de mala gana, se confesó que tenía otro motivo además del sencillo deseo de contemplar el esplendor del Castillo. Era el recuerdo, que conservaba en un rincón secreto de su mente, de un breve encuentro con el alto hechicero de negros cabellos cuyos ojos reflejaban tanto dolor. Habían pasado muy poco tiempo juntos, pero ella no se había olvidado un solo instante de aquel encuentro. El había sido el primer hombre en su vida que la había tratado como a una igual y una amiga, en vez de considerarla, como era habitual, una ramera en potencia o una persona insignificante. Aunque no se hacía ilusiones sobre las posibles consecuencias de un segundo encuentro, al menos podría verle de nuevo, si lograba encontrar el camino hasta el recinto del Castillo… Permanecía indecisa junto a los pilares y se sobresaltó cuando, inesperadamente, el joven Iniciado le habló.
—Si lo deseas, puedes cruzar el puente —dijo. Cyllan le miró fijamente y él añadió—: Cuando se pone pie en él, no es tan terrible como parece.
Había interpretado mal el motivo de su vacilación, y ella sacudió la cabeza.
—No…, no me da miedo el puente. Pero creía…
Dirigió involuntariamente la mirada a un grupo de mujeres, magníficamente ataviadas, que pasaban a caballo en aquel momento, y el joven comprendió.
—Hoy no hay barreras —le dijo, con una amable sonrisa—. Cualquiera puede entrar y salir a su antojo.
—Ya veo. Gra… gracias.
El acentuó su sonrisa.
—Cuando llegues al otro lado, tienes que caminar sobre la mancha más oscura de la hierba. Es la puerta del Laberinto. Si no es a través de ella, el Castillo es difícil de encontrar.
—Lo recordaré.
Dirigió al joven una sonrisa de agradecimiento que iluminó su semblante, haciendo que él pensara que no era tan vulgar como al principio le había parecido, y entonces pasó entre los hitos. Cuando estaba a punto de entrar en el puente, una voz femenina le gritó:
—¡Eh, tú! ¡Sal de aquí!
Cuatro caballos altos y bellamente enjaezados pasaron velozmente y estuvieron a punto de derribarla. Los dos que iban en cabeza eran montados por Hermanas de Aeoris, de hábito y toca blancos. Detrás de ellas cabalgaban dos muchachas más jóvenes, ambas ricamente ataviadas pero llevando el fino velo blanco propio de las Novicias. Una de las muchachas miró a Cyllan, que tuvo la visión fugaz de unos rizos de color cobrizo que orlaban una cara exquisitamente hermosa, cuya expresión revelaba confianza y arrogancia a partes iguales. Los caballos pasaron al trote, con sus amazonas muy erguidas en las sillas, y Cyllan, torciendo el gesto de envidia, empezó a cruzar detrás de ellos el vertiginoso puente.
Aunque nunca había visitado la Península de la Estrella, Sashka Veyyil se movía con el frío aplomo que le daba la buena educación y que le permitía disimular el asombro que sentía al ver por vez primera el Castillo. Con gesto altanero, hizo caso omiso de las exclamaciones de la otra Novicia, que cabalgaba a su lado, cuando cruzaron el Laberinto y se empezó a materializar la antigua estructura. Fijó la mirada en la puerta principal que se alzaba ante ellas, más allá de la bulliciosa multitud. Llegaban más tarde de lo que habría querido y maldijo en silencio a las ancianas Señoras que las habían acompañado desde la Residencia de la Tierra Alta del Oeste y cuyo nerviosismo había hecho que se demorasen en el viaje. Sus padres debían estar ya aquí, y seguramente habrían conseguido, para presenciar la ceremonia de la investidura, un sitio mejor del que ella podría encontrar. Lamentó su decisión de asistir como Hermana Novicia y no como una Veyyil de la provincia Han.
Sashka había ingresado en la Hermandad hacía menos de un año, pero su personalidad empezaba ya a dejarse sentir. Su padre, un Saravin, y su madre, una Veyyil, de la que había tomado su apellido, pertenecían a dos de los clanes más influyentes de su distrito, y su hija había sido destinada, desde la cuna, a elevar la posición de la familia a alturas aún mayores. Su ingreso en la Hermandad había añadido otra estrella a su horizonte; ya no era simplemente noble, sino que se había convertido, de la noche a la mañana, en una mujer sumamente respetable. Y el hecho de que estuviese estudiando en la Residencia de la Tierra Alta del Oeste, de la que Kael Amion era Superiora, realzaba aún más su prestigio.
Pero, durante los próximos siete días, la mente de Sashka se ocuparía de pensamientos muy diferentes de los que cabía esperar en una Hermana Novicia. Tenía casi veinte años y, en su provincia natal, ésta era considerada una edad conveniente para casarse. La Hermandad no levantaba barreras contra el matrimonio (podía fácilmente repartir su tiempo entre la Residencia y un hogar conyugal sin que se perjudicasen sus estudios), pero Sashka apuntaba más alto. Y estas fiestas en honor del nuevo Sumo Iniciado podían darle una oportunidad ideal para relacionarse con clanes que pudiesen ofrecerle partidos mejores que los que se le habían presentado hasta ahora.
Los cascos de los caballos repicaron al pasar por debajo del cavernoso arco negro en dirección a la puerta de la entrada, y Sashka sintió un súbito estremecimiento, mitad entusiasmo y mitad inquietud, en todo el cuerpo. Ni siquiera su estudiada despreocupación podía insensibilizarla contra la primera visión del vasto patio, de los miles de ventanas brillantes, de las gigantescas torres que se alzaban vertiginosamente en aquel cielo fulgurante, altivo y remoto, y tragó saliva para ahogar una involuntaria exclamación de asombro. Unos criados se adelantaron para ayudar a Sashka y a las otras mujeres a desmontar, y dos hombres que llevaban las insignias de oro de los Iniciados las saludaron ceremoniosamente antes de acompañarlas hacia una esquina donde se había formado un grupo numeroso de Hermanas. Sashka se había puesto ya en marcha cuando oyó una voz que la llamaba. Se volvió y vio a su padre, a poca distancia, que le estaba haciendo señas.
—¡Sashka! ¡Mi querida hija! —dijo el padre, abrazándola calurosamente—. Envié a Forman para que me anunciase tu llegada. ¿Dónde vas a sentarte?
Sashka le besó en ambas mejillas y señaló en la dirección que seguían sus compañeras.
El lanzó un bufido.
—¡Allí te sentirías perdida entre la chusma! Ven; tu madre y yo tenemos un buen sitio, desde donde podrás verlo todo perfectamente. —Le rodeó la cintura con un brazo, estrechándola cariñosamente—. Y otros podrán verte a ti, lo cual es tal vez aún más interesante, ¿no?
El siempre la comprendía…
—Gracias, padre —dijo ella, satisfecha y, sin volverse a mirar a sus amigas, se dejó conducir por él.
Mientras el sol ascendía hacia el cenit, llenando el vasto cielo de una luz roja de sangre, apareció en el patio la comitiva que indicaba el comienzo de la ceremonia de investidura del nuevo Sumo Iniciado del Círculo. Marchaban al frente tres hileras de dignatarios en perfecta formación; en la primera, los representantes oficiales del Alto Margrave, en traje de etiqueta, sosteniendo cada uno de ellos la vara dorada propia de su cargo, como una espada delante de la cara; en la segunda, los miembros más distinguidos del Consejo de Adeptos; en la tercera, las más antiguas Hermanas de Aeoris, llevando todas ellas una banda amarilla que las identificaba como representantes de la Matriarca. Detrás de estos heraldos, y sintiéndose más solo que en cualquier otro momento de su vida, venía Keridil, con una capa bordada en oro sobre los hombros y una cinta con la insignia de Sumo Iniciado ciñéndole la frente. Al salir al patio, pestañeó al ver la multitud y se pasó nerviosamente la lengua por los labios; después, haciendo un esfuerzo, recobró su aplomo y miró decididamente hacia adelante. Detrás, formando el grueso de la comitiva, marchaban los Adeptos, los Consejeros, los Margraves y los Ancianos de las provincias, entrando con lenta dignidad en el patio, en medio de un imponente y casi fantástico silencio.
La procesión se detuvo en el gran patio cuadrado donde iba a celebrarse el Rito de la Investidura. Los emisarios oficiales se volvieron y Keridil avanzó hasta plantarse delante de ellos, convirtiéndose en el centro de toda la atención. El procedimiento era bastante sencillo, a pesar de su solemnidad. Primero, los oficiales del Alto Margrave pronunciarían un discurso declarando que éste confirmaba en su cargo al nuevo Sumo Iniciado, después, la representante principal de la Matriarca daría su bendición, y por último, todos los pertenecientes al Círculo desfilarían y prestarían juramento de lealtad y fidelidad al sello del Sumo Iniciado. Después de todo esto, la comitiva saldría del Castillo, para que la muchedumbre que no había podido introducirse en el recinto de las negras murallas pudiese ver con sus ojos a Keridil, y éste dirigiría una Oración e Invocación a Aeoris que sería seguida por toda la multitud.
Themila estaba al lado de Tarod, consciente de que el hecho de ir de pareja con un Iniciado del séptimo grado le permitía estar en un lugar preferente en el desfile, lugar que, de otro modo, nunca habría podido esperar. La cola del traje de Consejera, que había sacado de un baúl y limpiado para la ocasión, la había hecho tropezar dos veces, y el brazo que apoyaba ceremoniosamente en el de Tarod empezaba ya a dolerle, debido al esfuerzo que le exigía la diferencia de estatura. Tarod vestía austeramente, en comparación con la mayoría de sus iguales, y esto daba mayor atractivo a su figura; pero parecía preocupado, había inquietud en sus ojos e intranquilidad en sus gestos. Ella le apretó un poco la mano, y Tarod sintió el ligero contacto y la miró.
Themila sonrió. Murmurando como había aprendido durante las largas sesiones en la cámara del Consejo, dijo:
—Creo que Keridil se alegrará cuando termine esta parte de la celebración.
Tarod observó un instante la ancha espalda de Keridil. La carga de su responsabilidad era ya patente, y Themila y Tarod no eran los únicos que habían advertido el cambio.
—Gracias a los dioses, la ceremonia es corta —murmuró él—. Cuando haya terminado, nuestro nuevo Sumo Iniciado podrá disfrutar al fin de su posición.
—Cierto. ¡Pero no te
atrevas
a emborracharle esta noche!
Tarod arqueó las cejas, fingiéndose escandalizado, y después adoptó bruscamente una expresión de seriedad.
—Sospecho que estaré demasiado ocupado en emborracharme yo para que pueda ocuparme de Keridil.
—¿Qué? —dijo Themila, que no le había oído bien. Tarod sonrió.
—Nada. Prestemos atención a la ceremonia.
Las formalidades habían terminado. Se habían pronunciado los largos discursos y hecho las presentaciones, y el Círculo y sus invitados pudieron quitarse al fin las rígidas máscaras del ritual y empezar a relajarse, preparándose para las fiestas más animadas que figuraban en el programa.
Esta noche se celebraría un banquete en el gran salón, seguido de música y baile, y Keridil, mientras se dirigía a través de la muchedumbre a la puerta principal del Castillo, confió en que los invitados más viejos siguiesen su ejemplo y no insistiesen en convertir la velada en un aburrido ejercicio de cumplidos. Necesitaba relajarse un poco, olvidar los rigores de la investidura. El deber era una cosa, pero las formalidades que podía soportar un hombre tenían su límite, y Keridil se sentía fatigado y necesitado de descanso.
La gente le detenía continuamente para felicitarle, y tardó algún tiempo en llegar a la puerta principal. Allí encontró a Tarod que le estaba esperando, apoyado en las piedras talladas de la entrada.
Keridil agarró a su amigo de los hombros, en un breve ademán de salutación.
—Bueno, lo peor ya ha pasado —dijo, levantando la cinta para enjugarse la frente—. Sin duda tendré que conocer muchas caras nuevas esta noche y mostrarme cortés con ellas, pero creo que podré hacerlo bastante bien, ¡en cuanto haya tomado una copa de vino para fortalecerme!
—Hasta ahora te has portado magníficamente, Keridil —declaró Tarod—. Me ha impresionado mucho tu discurso al aire libre. ¡Tu confianza decía mucho a favor tuyo!
—Viniendo de ti, ¡esto es un gran cumplido! —dijo maliciosamente Keridil, y después se echó a reír—. Pero, hablando en serio, la confianza era fingida. No sabes lo que es estar plantado allí, ante aquel inmenso mar de caras, sabiendo que todo el mundo te mira… Es como un juicio público. —Pero, mientras hablaba, recordó lo mucho que le había conmovido aquella experiencia; aquella multitud que se extendía hasta donde podía alcanzar con la mirada, todos ansiosos, todos escuchándole, todos deseándole venturas—. No podía acordarme de las palabras de la Exhortación —confesó, en voz baja—. Habría sido una buena manera de empezar, ¿no crees?
—Pero al final te acordaste.
—Sí. —Keridil guardó silencio un momento; después suspiró—: Tarod, creo que te envidio.
—¿Envidiarme? ¿Por qué?
—Oh…, no me interpretes mal; en realidad, no tengo dudas. Pero ya no soy el mismo que era. De hoy en adelante, hasta el día de mi muerte, todo lo que haga tendrá que ser para el bien del Círculo y mis deseos personales quedarán relegados a un segundo lugar. Es inevitable y, desde luego, lo acepto; estoy orgulloso del honor que se me ha conferido. Pero esto no quiere decir que… que no lo lamente de vez en cuando.
Como no estaba enterado de la última conversación de Keridil con Jehrek, Tarod no comprendió todo el significado de aquella observación. Sin embargo, estuvo de acuerdo.
—Supongo que no es una situación que se pueda afrontar con ecuanimidad —dijo, mirando su propia mano que jugueteaba inquieta con el mango de su cuchillo—. Si yo estuviese en tu lugar…
Se encogió de hombros.
—¡Tienes suerte de no estar! —Keridil sacudió la cabeza—. No; soy injusto. Esto sólo es consecuencia de las obligaciones del día… Mañana veré las cosas de un modo diferente. —De pronto, sonrió—. De todos modos me gustaría que mañana compitieses conmigo y no con Rhiman Han en las pruebas de equitación.
—Tú ganarías —dijo agriamente Tarod—. Siempre ganas.
—Ganaba —le corrigió Keridil—. La dignidad del Sumo Iniciado no le permite divertirse en el palenque; por consiguiente, de ahora en adelante tendré que resignarme a ser un simple espectador. Si yo pudiese… ¡Maldita sea!
Alertado por la voz súbitamente irritada de Keridil, Tarod miró por encima del hombro. Abriéndose resueltamente paso entre la muchedumbre, un hombre delgado y de mediana edad avanzaba en su dirección, seguido de una muchacha rolliza y pelirroja a la que Tarod reconoció en seguida.
—Inista Jair y, su padre… —dijo Keridil, apretando los dientes—. Las dos personas con quienes menos deseo encontrarme en este momento… Discúlpame, pero voy a marcharme antes de que lleguen.