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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I (31 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I
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Como el Sumo Iniciado guardase silencio, Rhiman dijo amablemente:

—¿Accedes a someter el asunto a votación, antes de que sigamos adelante?

Por fin se obligó Keridil a mirar en dirección a la silla solitaria del pasillo. Tarod estaba mortalmente pálido, inmóvil; sólo los ojos verdes mostraban alguna animación. Y Keridil no había visto nunca una cólera parecida en ningún mortal.

No podía vetar la petición de Rhiman. Aunque, según había dicho la noche pasada a Themila, tenía el poder teórico de revocar incluso las decisiones del Consejo en pleno, hacerlo equivaldría a su propia destrucción. Hacer abiertamente causa común con Tarod, frente a tanta oposición, sería confesar una parcialidad que, como Sumo Iniciado, no se atrevía a mostrar si quería conservar el respeto y la confianza del Círculo. Fuesen cuales fuesen las obligaciones morales de la amistad, tenía que autorizar la votación… y acallar lo mejor posible su conciencia.

Se levantó y apretó los dedos sobre el bastón de mando propio de su cargo, como para sacar de él fuerza y consuelo.

—El Consejero Rhiman Han pide que se ponga a votación la cuestión de si hay que considerar o no la posibilidad de la ejecución. Se acepta la petición, y pido a todos los Consejeros que emitan su voto de la manera formal.

Un ujier que había estado en pie junto a la silla de Keridil se adelantó, tomó el bastón de mando de su mano y lo llevó pausadamente alrededor de la mesa. Se detuvo delante del primer Consejero, el cual miró rápidamente a Keridil y después apoyó la mano en el bastón.

—Voto a favor del Consejero Rhiman.

Todos empezaron a murmurar y el susurro creció en intensidad. El ujier siguió adelante.

—Voto a favor del Consejero Rhiman.

—Voto a favor del Consejero Rhiman.

—Voto a favor del Consejero Rhiman.

Uno tras otros, fueron respondiendo lo mismo. Tarod no podía moverse, no podía pensar; sólo podía seguir mirando incrédulo a Keridil. En el breve lapso de tiempo transcurrido desde que se abrió la sesión, el amigo en quien más confiaba le había vuelto la espalda, había roto los lazos de la amistad y se había puesto la máscara de un Sumo Iniciado que, según le parecía a Tarod, huía de todo compromiso. Incluso la formalidad del acto era una barrera segura, detrás de la cual podía resguardarse Keridil. La voluntad de la mayoría… Solamente Keridil tenía derecho a oponerse a esta voluntad, a anularla, en pro de la razón. Y no lo había hecho.

Por fin terminó la votación. Con sólo tres excepciones, Themila entre ellas, todos los miembros del Consejo de Adeptos se habían puesto de parte de Rhiman Han. Y Rhiman se regocijaba de su triunfo. Se volvió al ser devuelto el bastón de mando a Keridil, y dijo:

—Te quedo muy agradecido, Sumo Iniciado. ¿Quieres disponer lo necesario para que continúe el procedimiento?

—No.

Keridil se levantó bruscamente. Le dolía terriblemente la cabeza y los murmullos del salón resonaban en su cerebro. Necesitaba tiempo para pensar: hasta ahora, Rhiman había forzado la situación, y no estaba dispuesto a dejarse llevar más lejos.

—Continuaremos esta reunión mañana al mediodía —dijo, levantando la voz para que le oyesen todos los presentes—. Esta situación se ha producido con demasiada rapidez para que podamos juzgarla claramente en una noche, sobre todo cuando se han desatado las emociones. Os doy las gracias a todos por vuestra asistencia. Se levanta la sesión.

Rhiman se quedó perplejo y pareció que iba a discutir la decisión, pero la expresión del semblante de Keridil le hizo cambiar de idea. Permaneció sentado en su silla, rasgando contrariado unas hojas de papel, mientras la sorprendida y defraudada multitud empezaba a abandonar la sala. Al fin quedaron solamente un puñado de personas: Keridil, tres de los más viejos Consejeros, Rhiman, Themila… y Tarod.

Tarod se había acercado al estrado de los Consejeros, apartándose de los otros, y estaba haciendo unas muescas en la vieja madera con la punta de su cuchillo. Tenía que hablar con Keridil, pero, estando Rhiman presente, no podía confiar en conservar su aplomo. Oía fragmentos de conversaciones, dominadas por la voz de Rhiman, pero prestó poca atención hasta que Keridil dijo de pronto:

—¡Estoy cansado, Rhiman! Continuaremos mañana. Mientras tanto conténtate con haberte salido con la tuya.

—Esto no es suficiente, Keridil —insistió Rhiman, enojado—. Por todos los dioses, ahora
sabemos
la verdad acerca de Tarod. ¡No es más humano que su maldito amigo Yandros! ¿Vas a decirme que defenderás a un demonio del Caos? ¿Al ser maligno que asesinó a tu padre?

Una especie de fuego interior, imposible de dominar, dio mayor fuerza a la cólera de Tarod y a su sentimiento de haber sido traicionado, hasta que no pudo contenerse. Se volvió, y Rhiman giró sobre sus talones, alarmado, cuando resonó furiosa la voz de Tarod:

—¡Rhiman Han!

Rhiman trató de parecer despreocupado, pero su indiferencia no era un escudo suficiente contra la mirada asesina de Tarod. Este levantó la mano izquierda, de manera que resplandeció la piedra de su anillo, casi cegando al otro hombre.

—Una vez juré, Rhiman Han, que permanecería fiel a nuestro Círculo —dijo suavemente Tarod, pero en un tono terriblemente amenazador—. Yo no quebranto mis juramentos, pues no los presto a la ligera. Recuérdalo bien, pues ahora voy a prestar otro. Si alguna vez tengo que utilizar los poderes que retengo, ¡serás el primero en comprender lo que es ser un juguete del Caos!

Bruscamente se extinguió la rabia que había hecho presa en él, y se dio cuenta de lo que acababa de decir. Con una sola frase se había condenado; pero las palabras habían brotado de sus labios antes de que pudiese detenerlas. Los otros le miraban, horrorizados. Themila inició un movimiento hacia él, pero Keridil la contuvo.

—Tarod… ¡tienes que retractarte de esto!

Tarod suspiró profundamente. Ahora ya no podía remediar la situación.

—¿Creería alguien en mi palabra si lo hiciese? —replicó con voz ronca.

—¡claro que te creería! Pero tu comportamiento añade leña al fuego de las acusaciones. ¡No puedo permitir que esto continúe! —exclamó el Sumo Iniciado.

—Entonces, ¡haz lo que sabes que es justo, Keridil! —Rhiman avanzó un paso hacia Tarod, sintiendo renacer su confianza—. ¡Tú mismo has visto lo que es él! ¡Has oído lo que ha dicho! ¿Podemos permitir que esta criatura siga viviendo, para que pueda lanzar a sus odiosos semejantes contra nuestro mundo cuando le venga en gana? El Círculo no puede tolerar la presencia de un diablo en su seno, y por Aeoris que si tú no le haces matar, ¡lo haré yo con mis manos!

Había empezado a desenvainar su espada, y al verle avanzar como un toro furioso, Tarod sacó el cuchillo de su vaina con rápido movimiento.

—¡Detente, Tarod! —le suplicó Themila. Se apartó de Keridil y corrió hacia Tarod, interponiéndose en el camino de Rhiman—. No dejes que te provoque, ¡no le des una razón para atacarte!

Tarod se volvió al acercarse ella. Nunca sabría si Themila había pretendido apartar a Rhiman de su presa; todo ocurrió con demasiada rapidez. Rhiman no pudo detener su propio impulso y Themila se había movido también tan deprisa que Tarod no tuvo tiempo de apartarla a un lado. Themila y Rhiman chocaron, y la espada desenvainada de Rhiman se hundió hasta la empuñadura en la espalda de Themila, sin que él pudiese evitarlo.

—¡Themila! —Con un grito de incredulidad y de horror, Rhiman trató de sujetar a la mujercita que caía, pero no había reaccionado con la suficiente rapidez y no pudo impedir que se derrumbase en el suelo con un ruido sordo. Poniéndose de rodillas Rhiman trató de tomarla en sus brazos—. ¡Themila! ¡Oh dioses, no, no! ¡Themila!

Todavía estaba repitiendo su nombre cuando una mano le agarró de un hombro y le apartó violentamente. Rhiman se debatió y la mano apretó con increíble fuerza, casi hasta romperle la clavícula. Tarod lanzó a Rhiman rodando por el suelo como si fuese un muñeco de trapo, y cayó de rodillas al lado de Themila.

—Themila…

Ella estaba consciente y levantó la cabeza, fijando en él una mirada desenfocada.

—Ha sido una estupidez de mi parte… Lo siento, Tarod…

Consiguió sonreír débilmente.

El la abrazó, dando mentalmente gracias a Aeoris por el hecho de que estuviese viva.

—No hables, Themila, y no discutas conmigo. Te llevaremos a Grevard…

—Estoy… bien. De veras. Estoy bien.

Themila tosió, y brotó sangre de entre sus labios, resbalando sobre su barbilla.

—¡Keridil! —gritó Tarod—. ¡Que avisen al médico!

Keridil y dos de los viejos Consejeros estaban ya improvisando una hamaca con sus capas, para poder transportar a Themila. Tarod no permitió que nadie tocase a la mujer; la levantó él mismo y la depositó sobre los pliegues de la hamaca sujetándole con fuerza la mano mientras se dirigían a la puerta. Mientras tanto, Rhiman se había incorporado y permanecía tristemente solo en el fondo del salón. Al llegar a la puerta, Tarod se volvió.

—Si muere… —empezó a decir.

—No sigas, Tarod. —Keridil apoyó casi temerosamente una mano en su brazo—. Ha sido un accidente… ya has visto el dolor de Rhiman. —Hizo una pausa—. Themila no querría que te pusieses en peligro por ella.

Tarod le miró con ojos que brillaron cruelmente.

—¿Acaso no estoy ya en peligro, Sumo Iniciado? —su tono era amargo—. Tal vez sería mejor para todos si pusiese fin a las dudas que aún podáis tener, mostrándoos de qué soy realmente capaz.

—¡Tarod!

La súplica de Keridil cayó en oídos sordos. Tarod se había vuelto ya y caminaba por el pasillo detrás de los dos apresurados Consejeros y su carga.

Durante toda la larga noche, Tarod permaneció sentado en el corredor vacío, delante de las habitaciones de Grevard, esperando. Para su alivio, el médico no había perdido tiempo haciendo preguntas, sino que, con su brusquedad acostumbrada, había hecho que tendiesen a Themila en una cama y que despertasen inmediatamente a sus dos primeros ayudantes. Su gato, un descendiente del original, estaba sentado en el antepecho de la ventana, observando con interés, y Tarod había querido quedarse también; pero el médico se había mostrado inflexible.

—Fuera. Ya tengo bastante que hacer, sin que manos inexpertas se interpongan en mi camino. —Vio el semblante de Tarod y le sonrió débilmente—. Comparto tu preocupación, Tarod, puedes creerme. Todos queremos a Themila. Espera fuera, si no puedes irte a dormir; te informaré en cuanto pueda darte alguna noticia de su estado. Y haré todo lo que esté en mi poder.

Tarod había asentido con la cabeza, dolorosamente.

—Sé que lo harás… Te doy las gracias.

Ahora, bajo la pobre luz de una antorcha que se iba consumiendo poco a poco en su soporte de la pared, la vigilia fue larga y triste. La primera luz fría y gris de la aurora empezaba a filtrarse por la alta ventana del fondo del pasillo cuando al fin se abrió la puerta del médico.

Salió el propio Grevard. Su aspecto era macilento, y Tarod supo lo que iba a decir antes de que abriese la boca, se levantó, tambaleándose.

—Saben los dioses que hice todo lo posible, Tarod… —Grevard sacudió tristemente la cabeza—. Pero no fue suficiente. Ya no era joven y no tuvo vigor para reaccionar. Murió hace diez minutos.

Tarod guardó silencio. Grevard le miró, preguntándose si debía insistir en que tomase un sedante. Después decidió que era mejor no hacerlo.

—¿Quieres verla? —preguntó amablemente.

—No.

Tarod sacudió la cabeza, cubrió su mano izquierda con la derecha y acarició el anillo de plata; un extraño ademán, pensó Grevard. Parecía estar sumido en alguna sombría meditación, que el médico se alegró de no poder compartir.

—Todos lloraremos su pérdida —dijo, nerviosamente.

—Murió innecesariamente, Grevard.

—Yo hice todo lo que pude.

—Lo sé. Gracias por haber tratado de salvarla —dijo Tarod, dando media vuelta y alejándose.

Siguió andando, aturdido, hasta que llegó a sus habitaciones. La puerta exterior se cerró de golpe detrás de él, y se quedó plantado, con las manos apoyadas en la mesa, mientras su cuerpo se estremecía en incontrolables espasmos. Estaba como ciego; una niebla roja flotaba ante sus ojos mientras el dolor paralizador era eclipsado por una furia terrible y voraz. Esta creció hasta que pensó que su cabeza iba a estallar, produciéndole una insaciable sed de venganza.

Hoy le condenarían. Lo sabía con tanta certeza como que saldría el sol. Keridil le había traicionado; Themila había muerto, y él estaba solo contra el Círculo.

Pues bien, se dijo, sintiendo que la furia crecía más y más en su interior, si el Círculo creía que él era el mal, les mostraría lo que era el verdadero mal. Por la memoria de Themila. Ella le habría comprendido.

Tarod volvió hacia la puerta con la cautela de un gato. El cerrojo dio un chasquido cuando él hizo girar la llave y, con la lentitud y la deliberación del que se sabe no del todo cuerdo, se dirigió a su dormitorio y corrió las cortinas.

CAPÍTULO XIV

—P
or los dioses, Keridil, ¡tú sabes que fue un accidente! —Rhiman rebulló en su sillón en el estudio del Sumo Iniciado, cubriéndose la cara con una mano, mientras buscaba con la otra la copa que tenía al lado—. Que Aeoris me mate ahora mismo si Themila no es para mí la más querida, la más amable…

—Trata de serenarte, Rhiman. —Keridil puso cuidadosamente fuera del alcance del pelirrojo la botella negra de aguardiente de la provincia Vacía y, después, la guardó en el aparador. La había sacado porque lo había considerado necesario, pero ahora Rhiman estaba al borde de un ataque de histerismo y no podía dejar que bebiese más—. Todos sabemos lo que ocurrió, y que tú no tuviste la culpa. Themila actuó irreflexiblemente, ¡nadie podía prever las consecuencias!

—Pero si muere…

—Grevard está haciendo todo lo posible. Tenemos que esperar y tener confianza. —Después añadió, con más convicción en la voz de la que sentía en realidad—: Vivirá, Rhiman. Estoy seguro de ello. Y ahora escúchame: necesitas dormir; es el mejor remedio contra la conmoción.

—¡No podría dormir aunque en ello me fuese la vida!

Keridil miró la cabeza gacha de Rhiman. Todo su arrogante aplomo se había desvanecido después de la tragedia, dejándole agotado y quebrantado. Aunque tenía buenas razones para no simpatizar con aquel hombre y sabía que, de no haber sido por su acaloramiento, el accidente no se habría producido, Keridil se sintió conmovido por su auténtico dolor y su remordimiento, y le compadeció.

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