–Lo cierto es que creo que tiene razón –le dije.
–¿En qué? ¿En quedarse embarazada de ti a tus espaldas y echarte de la casa que sigues pagando?
–No, en eso no. Pero sí que es verdad que no recuerdo la última decisión que tomé. Incluso irme a vivir con ella. Yo creo que lo hice porque son cosas que se han de hacer, tarde o temprano. De hecho, a Rebeca me la encontré. Tampoco escogí mi trabajo: envié decenas de currículums y ellos fueron los primeros en escogerme a mi. Ni tampoco elegí quedarme el último. Ni siquiera escogí a mi perro.
–Jaja… ¿Qué tal está Marte?
–Gordo.
–¿Lo has podido dejar con tu madre?
–Se lo he enchufado a mi hermano. Se lo lleva a pasear para ligar.
–No, por favor. ¿Y le funciona?
–Le ha funcionado dos veces, que yo sepa. Claro, se pone a charlar con las otras dueñas de perros en el parque… Sí, será un tópico, pero bueno, también es un tópico lo de la barra de bar y nadie deja de ir a los bares a intentarlo, e incluso se dice que hay gente a la que le funciona.
–Qué bueno. Pues ya sabes, sácalo tú.
–Si lo saco siempre. Pero yo soy muy idiota para estas cosas. Llevo al perro, recojo su mierda, paseo un poco y me vuelvo a casa.
–Pero volvamos a lo de Rebeca. Quieres decir que necesitas tomar decisiones.
–Tomar alguna al menos. Dejar de dar tumbos. Intentar controlar lo que hago, lo que quiero hacer.
–¿Y qué quieres hacer?
No contesté. Me limité a encogerme de hombros y alzar las cejas. Como diciendo, “esa es la parte difícil”. Y lo era. Porque lo que quería hacer era morderle la boca.
LA ÚLTIMA HORA HABÍA SIDO horrible. Lo había recogido todo y no hacía más que pasar por delante del despacho de Soriano. Tenía la puerta cerrada, pero si acercaba la oreja, podía oír el murmullo de su voz: seguía hablando por teléfono, el maldito. Y yo me aburría soberanamente. Es que incluso había apagado el ordenador. Total, para qué.
Encima Susana había enviado un mensaje al móvil diciendo que llegaría puntual. Por una vez en su vida. Y además, ya sabía que vendría con prisas porque al día siguiente se iba de viaje.
Qué complicado era todo.
Porque encima tenía la idea más o menos consciente de tantear el terreno. ¿Pero cómo iba a tantear el terreno justo antes de que se fuera de vacaciones?
–Hola, me molas.
–Tú a mí también. ¿Qué tal si retomamos la conversación a la vuelta?
No, tenía que ser sutil. No podía hacer algo así. Esto tenía que servir para retomar el contacto. Y punto. No hacía falta complicarse. No todavía. Aunque no faltaran ganas. Aunque la Virgen, una cucaracha y mi doble me animaran a hacerlo.
Pero algo había que hacer. Eso sí. No me podía lanzar, pero no podía hacer lo de siempre: es decir, nada, con cualquier excusa. Además, un viaje, qué más daba. Tampoco se iría tanto tiempo. Y la tarde era larga. Incluso la noche. Bueno, tampoco hacía falta exagerar, pero tenía tiempo y margen de maniobra. No era el momento de echarse atrás.
En realidad, siempre era el momento de echarse atrás.
¡No, esta vez no! ¡Se acabó! Había que morder la bala. Aunque sea un poco. Chuperretearla, al menos. Volver a casa con el sabor a metal en la boca.
Descolgué el teléfono y marqué la extensión de Soriano. El mamón comunicaba. No me iba a ir nunca de allí. Miré el reloj: eran ya las seis menos cuarto. Me parecía mentira que el último día fuera precisamente el que saliera puntual, después de un año escaqueándome, y con motivos para hacerlo.
Volví al despacho de Soriano. Llamé a la puerta y abrí, sin esperar respuesta. Seguía hablando, así que le saludé y comencé a retirarme: mi único objetivo era el de presionar. Pero me hizo una señal con la cabeza señalando una de las sillas frente a su mesa, así que pasé para adentro y me senté. Sí, se estaba despidiendo. Gracias por todo, mañana a las nueve concretamos, me gusta lo que me has enviado.
–Tengo buenas noticias en tu último día –me dijo nada más colgar.
–¿Ah sí? –Intenté sonreír.
–Sí: ya hemos encontrado la forma de que cobréis –dijo. Y entonces reconozco que sonreí de verdad.
–¿Cómo?
–Verás, yo creo que la deuda que tenemos con vosotros la han de asumir las personas responsables de que la empresa esté en esta situación. Esta compañía tiene veinte años y no es normal que de la noche a la mañana se hunda.
–Sí, imagino…
–Esas personas responsables de la situación de la empresa sois vosotros, los trabajadores, que no habéis hecho el esfuerzo necesario como para sacar adelante todos los proyectos que teníamos en cartera.
–Un momento…
–Mi sobrino por ejemplo tuvo que dejar dos de lado: la consultora y el de grandes clientes en el que tú estabas implicado.
–Pero eso… Pero es una…
–Te pongo como ejemplo. Obviamente la culpa no es sólo tuya, sino de toda la plantilla en su conjunto. Espera, déjame acabar, que te estoy diciendo que todo esto lo hacemos para que cobréis. Decía que sois los responsables del cierre de la empresa y por tanto sois vosotros quienes debéis hacer frente a esta situación. Ahora hablaba con la abogada. Está acabando de preparar una demanda que se os presentará a todos los trabajadores en conjunto y en la que se os exigirá que paguéis todos de acuerdo con vuestro sueldo la parte proporcional de las deudas de la empresa. Una vez el juez decida a nuestro favor, nosotros usaremos el dinero que nos deis para pagaros los sueldos. Así todo el mundo sale ganando: la empresa recupera el dinero de quien se lo debe, y además puede hacer frente a los acreedores, incluidos los empleados.
–Pero… ¿En serio…?
–Sí, claro.
–No… No puede ser…
–¿Qué ocurre? Deberías estar contento. Esto es bueno.
–¿Y los administradores qué dicen?
–Les costó entenderlo, como a ti, pero lo ven factible.
Le pedí los papeles con un gesto y firmé las ocho nóminas pendientes, el finiquito y la carta de reconocimiento de baja, cuidándome bien de añadir el consabido “no cobrado”. Sin decir una sola palabra más. No me salía nada. Estaba demasiado aturdido como para quejarme. Sólo pensaba en salir allí y llamar al abogado cuanto antes para que me dijera que aquello era absurdo, ridículo, una broma pesada.
–Bueno, pues ya… –le ofrecí los papeles firmados. Los cogió. Sonriendo. Me levanté. Se levantó. Me ofreció su mano y, en fin, lo reconozo, se la estreché. Le estreché la mano a un tipo que me quería demandar porque me debía dinero. Y lo peor es que tuve que morderme la lengua para no darle las gracias. Soy demasiado educado.
–Buena suerte –me dijo.
Salí de allí sin mirar atrás. Aquello había sido tan marciano que lo único que me preocupaba era que llegaba tarde. No podía ni siquiera comenzar a analizar lo que me acababa de contar aquel tipo. Saqué el móvil y sí, tenía una perdida de Susana. La llamé y le solté que estaba en camino, colgando sin esperar a que acabara su vale, ningún problema. Y llamé al abogado. Comunicaba. Fui tirando para la cafetería, mordiéndome el labio y resoplando de la rabia que poco a poco me crecía dentro a medida que asimilaba que mi jefe quería demandarme por no haberme pagado. O algo así.
Se me pasó un poco cuando llegué y la vi sentada, frente a una taza de café con leche. Sonreí como un tonto, me acerqué, le dije hola, se puso de pie, me iba a dar dos besos y sonó el teléfono. Era mi abogado. Dije la frase más estúpida del mundo:
–Perdona, tengo que cogerlo.
Y lo cogí. Porque realmente tenía que cogerlo. Y me pasé diez minutos escuchando a mi abogado tranquilizándome: sí, ahora hablaba con la abogada de la empresa; nada, ni caso, está loco, eso no lo puede hacer; los administradores lo único que quieren es quitarse trabajo de encima y librarse de toda responsabilidad, eso lo hace tu jefe por su cuenta y no se quieren meter; a ver, la demanda no va a ningún lado, lo malo va a ser para cobrar, que tendremos que ir a Fogasa y mientras tanto poner nosotros una demanda de verdad. Vamos, que aún se retrasará todo un poco más, pero no te preocupes que al final estas cosas salen bien. A todo esto yo iba soltando monósilabos como sí, sí, aham, e incluso algún qué cabrón, vale y miraba a Susana, como diciendo perdona, y ella al menos sonreía, como diciendo tranquilo, lo entiendo.
–DECIDLE A MI MADRE QUE trabajo de pianista en un burdel. No, espera, es que trabajo de pianista en un burdel.
–Ocho años allí y no nos has llevado nunca de fiesta.
–Ya, lo siento. Por otro lado, ahora entiendo que me dieran tanto por culo.
–Y que te pagaran a cambio.
–Buf, pero eso era antes. Ahora ya ni eso.
–Lo haces por vicio.
–No me dan ni para droga.
–¿Te tocó chupar muchas pollas?
–A mí por suerte no, pero algunos compañeros venían con las rodilleras de casa.
–Tus jefes son un poco hijos de puta.
–Es tradición familiar. La cosa viene del abuelo, o sea que imagina.
–Tres generaciones de hijos de puta.
–¿Queréis parar? –dijo Susana, sin disimular su risa–. Lleváis toda la cena haciendo chistes de putas.
–No es para menos.
–Lo que no sé es por qué me sorprendo.
–Ocho años, ahí, a tus cosas, y de repente resulta que…
–Pero bueno, qué más da un negocio que otro –intenté argüir.
–Aparte de la trata de blancas y la posible explotación, el blanqueo de dinero, el lucro a partir de la humillación de unas mujeres, el posible tráfico de drogas o al menos compadreo con traficantes…
–Gracias, Santi.
–Bueno, que no es culpa del chaval.
–En realidad, sí –dije, mientras llenaba las tres copas de vino–. Llevo ocho años en ese sitio. Más, casi nueve, con la tontería. Sólo veía hojas de excel, números, clientes raros que no sabía a qué se dedicaban, clientes nuevos que no llegaban o no dejaban pasta. Algo había. Si hasta decíamos en plan de broma que aquella empresa era una tapadera de la mafia. Y bueno, casi acertamos. Lo grave es que nunca me preocupé de averiguarlo.
–Está filósofo –dijo Santi.
–Va a darle un vuelco a su vida –remató Susana.
–Va a tomar la vida por las riendas.
–A decidir su propio rumbo.
–Y voy a comenzar por no volver a contaros nada.
Los tres nos habíamos ido de cena de navidad. Para recordar el verano, un verano que, seamos sinceros, había sido normalito, pero que no dudábamos en mitificar. Todo se llenaba de borracheras históricas, romances de Santi con inglesas, tardes interminables en la playa, Marte destrozando por completo el apartamento: el televisor volcado, dos ventanas rotas, ni un jarrón entero.
Lo normal. Bueno, igual lo normal cuando uno tiene veintidós años. Pero a nuestra edad… Sí, en fin, a nuestra edad igual hubiéramos tenido que ir los tres cada cual con su pareja y al menos un niño en los brazos. Treinta y pocos. Es lo que toca, qué remedio.
–No, pero en serio –dijo Santi–, a ver, ¿cuáles son tus planes de futuro?
–No tengo planes de futuro.
–Va, algo querrás hacer. ¿Cuándo te sueltan de tu empresa? ¿Qué estás buscando?
–No sé cuándo me van a soltar, no hacen más que darme largas, pero a este paso seguro que me quedo hasta febrero.
–¿Y luego qué quieres hacer? –Preguntó Susana.
Dudé. Obviamente la respuesta a esa pregunta era: “Morderte la boca”.
–Ni idea.
–Joder, vaya con el filósofo.
–De momento, como vivo en casa de mis padres, voy a pasarme tres o cuatro meses disfrutando del paro. De hecho, hace ya unas semanitas que ni busco empleo. Además, me toca averiguar si soy capaz de disfrutar de la paternidad. O de lo que me deje la madre disfrutar, que aún no sé cómo quedará el tema.
–¿Cuándo nacerá?
–A finales de febrero. Unos días después de que me tengan que echar de la empresa, sí o sí.
–Por cierto, ¿tus padres lo saben?
–No.
–¿Y cuándo piensas decírselo?
–Pues, no sé. Antes de que nazca, supongo.
–¿Y luego?
–No lo sé. Lo tengo que pensar. Pero en fin, seamos sinceros. Yo no soy pintor o violinista. Yo soy contable. Así que me buscaré un trabajo de contable. Y trabajaré para que me asciendan a gerente. Y con suerte acabaré de director financiero. No hay mucho más. No me voy a mudar a Nueva York a escribir mi gran novela.
–Entonces, ¿todo este rollo pseudofilosófico de decidir qué hacer con tu vida?
–A ver si todo es un truco para recuperar a Rebeca.
–Volver con la ex siempre es un error.
–No seáis idiotas. Es que no se os puede contar nada. El trabajo es lo de menos. Yo lo único que quiero es ser más consciente de lo que hago y disfrutarlo un poco más. Y no me refiero al trabajo. Me refiero a también aquí, cenando con vosotros.
–Qué bonito.
–Estoy emocionada.
–Parece que haya leído las obras completas de Coelho.
–A mí me gusta Coelho.
–Susana, estábamos muy lejos de pensar que eras perfecta. Pero esto es demasiado. Levántate, sal de aquí sin mirar atrás y no vuelvas a llamarnos.
–En serio, no se puede hablar con vosotros. Sólo valéis para emborracharos.
–Pues venga, apura la botella y pidamos otra.
No hay mucho más que contar de aquella noche, la última noche en la que vi a Susana antes de mi último día de trabajo. Nos reímos, fuimos a un bar donde bebimos aún más, acabamos en Luz de Gas buscando a Pol, que no estaba, y a sugerencia de Santi, fuimos hasta su portal y llamamos al timbre.
–¿Quién es? –Era su voz.
–Hombre, qué tal, soy Santi. Veníamos a desayunar.
–Vete a la mierda.
Y nos fuimos, pero no a la mierda, sino a casa, ya callados, cansados, cada uno pensando en sus cosas, y yo mirándole el cuello a Susana. Ella me miró mientras la miraba, sonrió, se colgó de mi brazo y yo crecí dos centímetros hacia arriba, además de ganar perímetro pectoral.
Vale, y también se me puso dura.
COLGUÉ EL TELÉFONO y ME quedé mirando a Susana. Los dos sonreímos.
–Bueno…
–Bueno… ¿Qué tal?
–Sí, ¿qué tal?
Volví a explicarle que aquel había sido mi último día, finalmente. Pensé en contarle lo del techo, pero me pareció innecesario. A ver, no estaba mal porque el hecho de que me cargara parte de la oficina tenía su gracia, pero por otro lado, ¿cómo iba a explicarle de forma coherente que me había metido allí persiguiendo una cucaracha?