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Authors: Jaime Rubio Hancock

Tags: #FA

El secreto de mi éxito (10 page)

–¿Castigo? –Repitió, abriendo las aletas de la nariz, oxigenándose en su sorpresa–. No, no, de castigo nada. Al contrario, si vas a cobrar todo.

–Sí, pero por el Fogasa.

–No, no te equivoques, estamos trabajando para que cobres todo. El Fogasa es otra historia.

–Pero si no hay dinero.

–Bueno, pero lo habrá.

–¿De dónde va a salir? Si no hay nad…

–No entiendo este cabreo tuyo. Si no querías estar aquí, haberte ido a trabajar a otro lado. Pero esto es lo que hay.

–Pero si yo trabaj…

–Nadie está poniendo en duda lo mucho o lo bien que trabajabas. Pero es que no entiendo por qué te pones así.

–Es que no veo justo tener que qued…

–Me parece muy bien que no te parezca justo, pero esa decisión no la tomas tú, la tomo yo. Tanto Romeu como yo seguimos siendo los dueños de esta empresa y como tales todavía tomamos decisiones y se han de acatar. Si no te gustan, ya sabes dónde está la puerta.

Me fui. Por la puerta, claro. La de su despacho, no la de la calle. Sin decir nada más. ¿Para qué? ¿Para que me hundiera aún más en la miseria? Me senté en mi mesa, creo que mientras Marc musitaba algo sin disimular su alegría. Creo que intentaba ser simpático. En plan, no te agobies, que te van a pagar. No sé, no le contesté. Cogí mi móvil y salí al pasillo. Llamé al abogado. Me explicó que no había nada que hacer, que podían obligarme a trabajar. A mí. Habráse visto.

–¿Y si cojo una baja?

–Bueno, es una opción… Si estás de baja además no consumes tiempo del paro y cobrarás seguro. No todo el sueldo, pero sí parte.

–¿Y es tan fácil como parece? Quiero decir, ¿puedo ir al médico de cabecera y decirle que estoy deprimido?

–Así no, pero si vas y les dices que llevas no sé cuánto tiempo sin cobrar y que estás muy angustiado, que te resulta imposible salir de la cama por las mañanas…

–Mi novia me ha echado de casa.

–Joder, lo siento.

–No, o sea, quiero decir que eso también lo puedo usar.

–Ah, claro. Ya decía yo, ¿y este para qué me cuenta su vida? Pues sí, cuéntalo. Como si se murió tu abuelo hace un mes. No se te habrá muerto, ¿no?

–No, no.

–Es que soy especialista en meter la pata. Entonces no lo digas. No creo que investiguen, pero vamos, lo del abuelo muerto no hace falta. Que estás estresado, que no duermes nada, que te cuesta mucho dormir. Y que también te cuesta levantarte por las mañanas.

–¿Y me la dan seguro?

–Sí, bueno, siempre te puede tocar el clásico gilipollas, pero ¿por qué no iban a creerte? A ver, tú a lo mejor lo llevas más o menos bien, cabreo aparte…

–No estoy cab…

–..., pero hay gente con hipotecas e hijos que realmente no aguanta esta presión. Y no me extraña. Además, piensa que si te niegan la baja y es verdad y acaba pasando algo, no sé, te tiras a la vía, se les puede caer el pelo. No merece la pena arriesgarse.

–Porque la otra opción…

–Quedarte. Es menos lío. A ver, piensa que trabajar, vas a trabajar poco o nada. Igual te piden algún papel de vez en cuando o alguna chorrada. Como mucho, lo que vas a hacer es contestar correos electrónicos. A ver, yo no sé cuál es tu situación, pero lo que te están ofreciendo no es tan terrible. Y aunque ellos no te paguen, siempre puedes reclamar al Fogasa, que es más que el paro.

–Pero dentro de meses.

–Sí. De todas formas, si se han comprometido a pagarte, digo yo que te pagarán, que habrá dinero para hacerlo. Aunque…

–¿Aunque?

–No sé, es que yo nunca había visto a unos tipos tan inútiles. No me creo nada.

–Pero si no pagan, ¿puedo demandarles?

–No, si no hay dinero, no te pueden pagar. Y ya está.

Volví a casa arrastrando los pies.

–¿Qué pasa? –Dijo mi madre al verme.

–Nada.

–Tienes que sacar a pasear al perro.

Encima. Sí. Tuve que bajar y dar una vuelta con el chucho, esperar a que le apeteciera hacer sus cosas y de nuevo recoger aquellas cosas, sin mirar, sin respirar, deseando inútilmente que nadie me viera haciéndolo y aceptando como premio de consolación que entre toda la gente que pasaba por la calle al menos no hubiera nadie conocido.

Por cierto, las maquinaciones para librarnos del chucho no habían servido de mucho. Volvimos a llamar el miércoles siguiente, con la suerte de que contestó directamente la novia de Pol. Le dijimos que teníamos a su perro.

–¡Oh! ¡Muchas gracias! ¡Estaba preparando los carteles! ¿Cómo saben que es mío? ¿Por el chip? ¿Son ustedes del ayuntamiento o algo parecido?

–No –contesté–. Somos secuestradores de perros.

Hubo un silencio al otro lado.

–¿Cómo?

–Tenemos a Marte secuestrado. Si quiere volver a verlo con vida, deberá pagarnos sesenta mil eur…

–¡Pero bueno! ¿Cómo os atrevéis, hijos de la gran puta, jugar así con los sentimientos de una persona y de un pobre perrito? ¡Cerdos, como os pille os mataré! ¡Cabrones de mierda! ¡Hijos de perra!

Siguió así calculo que durante unos dos años y medio. Después se puso a llorar.

–Er… ¿Y bien?

–Y bien, ¿qué? No tengo sesenta mil euros. ¡Mi marido está en el paro!

Tapé el auricular con la mano.

–Dice que no tiene sesenta mil euros. Su marido está en el paro, ¿sabes?

–Pregúntale cuánto tiene –dijo Santi.

–No –sugirió Susana–, pregúntale cuánto cree que vale la vida de su perro.

–¿Cuánto vale para usted la vida de su perro?

–Primero quiero saber que está bien.

Aquello era fácil. Cogí al perro y lo alcé hasta el auricular. Marte ladró como si realmente estuviera manteniendo una conversación. Qué listos son los perros.

–¡Es él! ¡Es él! –dijo la muchacha, una vez solté al chucho y me hice cargo del auricular–. Pero no podéis hablar en serio. No podéis ser tan crueles como para matar a un pobre animalito indefenso.

–Pónganos a prueba.

–Es una broma, ¿no? ¿Quién eres? ¿Jordi? ¿Eres tú, Jordi?

–No, no soy Jordi y no es una broma.

–¡Pues devolvedme a mi perro, cabrones de mierda, putas de la calle, cerdos!

La nueva retahíla de insultos fue interrumpida por un enérgico golpe de efecto.

–Sesenta mil euros. El domingo. Volveremos a llamar con las instrucciones de pago.

Y colgué.

–¿Qué? –Preguntó Santi.

–Yo diría que lo mejor que podemos hacer es vender al chucho por internet. Estos no pagan.

Me iba a comer. Luego...

ME IBA A COMER. LUEGO tendría que volver, pero al menos saldría de allí un ratito. Me despejaría. Me daría el sol de febrero en la cara. Me cortaría los labios con el viento helado del invierno. Miraría escaparates con abrigos que no debía comprarme, pero igual sí, total, ya estaba viviendo con mis padres y de perdidos al río. Me tomaría un café mientras jugaba al Tetris con el móvil. Oh, tiempo libre. Más libre aún.

Por supuesto, mientras me ponía en pie sonó el teléfono. Cosas que pasan. El jefe siempre quiere hablar contigo a las seis menos diez. Llega un mail del Ministerio de Economía el viernes a mediodía. Ese tipo de cosas. Como es natural, me surgieron las clásicas dudas acerca de si contestar o no, dudas que por supuesto me surgían incluso a pesar de la situación. Sí, bueno, en teoría, tenía que quedarme hasta las dos y eran la una y cuarto. Pero podía estar en el baño. Aunque también era cierto el pesado de turno podría volver a intentarlo en diez o quince minutos y entonces la excusa del lavabo perdería fuerza.

Bah, no serían más de quince segundos de conversación, me sacaría al proveedor o a quien fuera rápido con uno de esos “pues aún no se sabe nada, fíjese usted qué cosas”, así que descolgué el auricular y dije el nombre de la empresa a modo de saludo, casi con confianza, aunque no diría que con alegría, ni mucho menos.

–Hola, soy Romeu.

–Ah, hola.

–¿Todo bien? ¿Alguna novedad?

–No, no…

–Hoy es tu último día, ¿no?

–Sí.

–Necesitaría que antes de irte me enviaras los saldos de todas las cuentas y la lista actualizada de los acreedores.

–Se lo envié la semana pasada.

–No, pero eso sólo eran los saldos de las cuentas. La lista de acreedores no la tengo desde hace un par de meses. Con los importes. Podrás, ¿no?

–Sí, sí...

Colgué el teléfono, gruñendo. Me senté de nuevo en la silla, abrí la lista que había enviado hacía un par de meses y le cambié el nombre. En lugar de “acreedores dic 10”, la llamé “acreedores feb 10”, sin estar del todo seguro de si “dic 10” había sufrido un proceso similar desde “nov 10” o incluso “oct 10”. Daba lo mismo: ya estaba actualizada. Más o menos. De nada, de nada, es mi trabajo, sólo faltaría. Pensé en enviarle el archivo en ese mismo momento, pero por suerte me contuve a tiempo. Si se lo enviaba entonces, igual lo abría y comprobaba que había cambiado el nombre, pero no los números, a pesar de que había gastos que obviamente se incrementaban cada mes y no siempre se pagaban: la luz, el agua, el alquiler, el pago de algunas licencias de programas informáticos que ya nadie usaba, pero que nadie se había preocupado de pedirme que diera de baja y por tanto yo no pensaba tomarme la molestia, que eso era trabajo y yo no estaba para trabajar gratis. El caso era que si Romeu se diera cuenta, cosa no probable, pero sí posible, podría volver a llamar y joderme de verdad la última tarde. Es decir, me obligaría a trabajar. Que ese tío era capaz de una atrocidad semejante. Lo mejor sería irme a comer tranquilamente, tal y como tenía planeado, y enviárselo justo antes de firmar los papeles de mi despido. Así me podría marchar tan tranquilo. Y que me buscaran, a ver si eran capaces de encontrarme.

Bueno, tenían mi móvil y conocían mi dirección, así que no les iba a resultar difícil encontrarme si realmente me buscaban, pero lo que quiero decir es que no pensaba volver a trabajar para ellos. Nunca más. Jamás. Ni hablar. Bastante había hecho ya.

Ah, a veces podía ser tan hábil, tan maquiavélico, incluso. Tenía mis momentos. No en vano llevaba ocho años siendo el empleado más competente de aquella empresa, cosa que me ponía a la misma altura que cualquier empleado chapucero, escurrebultos y esquivamarrones de una empresa que funcionara como es debido. Por comparación con mis compañeros y sobre todo mis jefes, era un tipo eficiente y trabajador, pero en realidad sabía escaquearme con una habilidad comparable a la de cualquier funcionario de pro o cualquier consejero delegado que se preciara.

¿Pero existían las empresas eficientes? ¿O eran acaso un mito, como los unicornios, la dieta perfecta o la existencia de once mil vírgenes? Oficinas limpias, con cubículos ordenados en los que la gente hiciera su trabajo sin encolomarle marrones a nadie y donde todo estuviera bien gestionado, proyecto a proyecto, definiendo desde el principio las necesidades y… Na, eso tenía que ser mentira. Lo normal tenía que ser eso del trabajo improvisado. Tareas olvidadas y amontonadas en montañas de papel que si nadie reclamaba acabarían recicladas. Presupuestos que acababan quintuplicándose porque los había calculado alguien que no hacía esa tarea. Departamentos estructurados por gente de otros departamentos: bah, con dos personas hacen. Programas informáticos comprados por quienes no iban a usarlos. Empleados que llevaban veinte años en la oficina sin que nadie supiera qué hacían. Hasta que les nombraban gerentes. O jefes de departamento. O subdirectores. O todo a la vez. Proyectos que seguían en pruebas en 2009 a pesar de haberse previsto su lanzamiento en 2005. Pero tenemos dos clientes desde 2007. No, ya no usan nuestro servicio, pero nos han dado permiso para usar su nombre en las presentaciones comerciales. Proyectos que corrían aún peor suerte y morían de aburrimiento. Oye, ¿qué fue de… ? No sé, eso no lo llevaba yo. ¿Y quién… ? Pf, ni idea, igual Carles. ¿Pero Carles no se fue de la empresa hace un año? Sí, más o menos un año; el otro día le vi: recuerdos.

En todo caso había sobrevivido a una empresa de verdad, así que quería suponer que eso significaba que estaba preparado para una empresa de ficción, de estas que funcionaban con motivo y no sólo porque mira, de momento nos va bien así, pero no toques nada, a ver si la vamos a cagar.

En todo caso, ya que me había vuelto a sentar y aprovechando que no apagaba el ordenador cuando me iba a comer, porque me parecía una tontería, ni tampoco cuando me iba a casa por la noche, para contribuir modestamente al incremento en la deuda de la empresa, decidí enviarle un segundo correo a Susana. Sin abusar. Sin parecer muy ansioso. Pero remarcando que me aburría. Y así empecé, me aburro, por eso te vuelvo a escribir y etcétera… ¿Y? Tendría que decirle algo más, ¿no? Pero ¿qué? Últimamente siempre hablaba del trabajo. Con la de temas que hay. ¿Pero qué otra cosa podía decirle? Mi vida no era muy interesante. Vale, mi trabajo tampoco. Pero tampoco tenía sentido enviarle un mail para comentarle la última serie que me había bajado. O para decirle que en los últimos seis meses sólo había ido al cine una vez, con mi hermano. O que el fin de semana anterior, uno de mis amigos había montado una cena de cumpleaños y otro había vomitado en el taxi. Bueno, eso era gracioso, pero ella no conocía a ninguno de los dos. O que desde navidad había acumulado más de veinte mil dólares jugando al póker online, pero del de mentira, del que usa dólares falsos. Tampoco le iba a interesar saber que me había comprado una chaqueta muy chula en las rebajas. Gris. La verdad es que simplemente no tenía nada que contar. A ver, todo eso con una cerveza podía hacer una conversación más o menos entretenida o como mínimo puede que normal; además, yo siempre había tenido cierta gracia contando cosas, pero vamos, el caso es que nada de eso daba para un mail. Y de hecho, mejor que ella tuviera tema de conversación porque si no, se iba a aburrir. Bastante. Y tenía cosas que contar: qué tal le iba en su nuevo trabajo. Adónde se iba de viaje en febrero. Y con quién, sobre todo con quién. En febrero. Qué cosas más raras hace la gente. Si había conocido a alguien y cuando decía alguien me refería a algún tío. Probablemente. A algún cretino de Luz de Gas. Ya lo estaba viendo, con su camisa blanca desabrochada hasta el tercer botón, los tejanos de salir, los que se ponía cada puto sábado, y las zapatillas Bikkembergs que habían estado tan de moda hacía seis años y después por suerte nunca más; un cretino que le diría, ep, siempre aprovecho una semanita de febrero para subir a esquiar a la casa que tienen mis padres en Andorra, y ella le diría, vale, total, para quedarme aquí.

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