–¿Qué tal ha ido? –Preguntó mi padre, al verme fisgoneando más tarde en la nevera.
–Bien. Divertido.
Para cuando acabé la segunda palabra, mi padre ya se había marchado de la cocina.
VOLVÍ A LA OFICINA CASI tres horas después de salir a almorzar. Seguía vacía. Malo. Ya eran las cuatro de la tarde y quería irme a las cinco con los papeles firmados. A saber a qué hora llegaría alguno de los jefes. Cuando me senté, decidí enviarles un correo recordándoles que hoy era mi última jornada y necesitaba el despido. Por favor. Despídanme. Ya.
Después de aquella tarea que iba a suponer todo el trabajo que pensaba hacer en las siguientes horas, decidí llevar a cabo una acción arriesgada, difícil, peligrosa. No, en serio. Me daba miedo. Quería volver al baño. Bueno, no es que quisiera, es que lo necesitaba. Pero claro, lo del espejo me acojonaba. Aunque justo después de ver a la Virgen o a quien fuera, había vuelto a entrar y no había pasado nada. Ya, pero. En fin. A saber si me encontraría algo entonces.
El caso era que no estaba en condiciones de escoger, así que me levanté y fui hacia allá. Eso sí: encendí la luz antes de entrar. Y entré poco a poco, abriendo la puerta lentamente, mirando a ver si veía algo en el espejo. Y no, lo normal. Desde donde estaba se veía reflejado uno de los urinarios. La pared. Parte de la pica.
Suspiré, aliviado.
Me puse a lo mío de espaldas al espejo. Cuando acabé, supe que tenía que girarme y enfrentarme con, bueno, con mi reflejo. Me di la vuelta, mirando un poco hacia abajo. E hice bien al usar aquella cautela, porque al menos no me di de bruces con lo que me encontré.
Grité y di un salto atrás, cayéndome al suelo. En el espejo, donde debería haber estado mi imagen, había una cucaracha gigante. Se veía sólo la mitad de su enorme cuerpo, erguido imaginaba que sobre las dos patas traseras, y veía la panza y las otras cuatro patas, casi peludas, marrones, y una boca de la que salían un par de pinzas. Además, todo eso se movía. Mucho.
Cerré los ojos e intenté arrastrarme hasta la puerta.
–Hijo mío. Arrodíllate y… ¿Pero dónde vas? –Ni contesté–. Eh, que traigo buenas noticias –llegué al pomo de la puerta–. ¿Pero qué pasa? ¿De qué te asustas? ¡Eh! ¡Estoy hablando contigo!
Me dio la impresión de que algo me tocaba el hombro, pero justo entonces abrí la puerta y salí de allí rodando. Me incorporé. Miré la puerta. Cerrada tras de mí. Puse una silla y un par de cajas de papeles enfrente y me senté en otra silla, con la mirada fija en el pomo. Bueno, al menos no giraba.
Madre mía, pero ¿qué había sido eso? ¿Qué hacía ese bicho gigante en el espejo? Joder, no soy tan feo. Prefería la Virgen. Mil veces. Un millón de veces. Un billón de veces. Pero ¿por qué? ¿Qué necesidad tenía mi inconsciente de manifestarse como una cucaracha? Mi inconsciente o Dios. Igual era un aviso de que iba a acabar en el infierno si seguía teniendo pensamientos pecaminosos respecto a Susana.
Pero no. Cómo iba a ser eso. Si Dios tuviera que hacer eso con todos los que pensamos en follar, aquí no se salvaba nadie de entre cinco y ciento cinco años. Todo había sido una jugarreta, una broma que me había gastado mi cansado inconsciente. Era eso: cansancio, agotamiento. Tanto lo de la Virgen como lo del bicharraco aquel. Seguro. Muchos meses de inseguridad laboral que iban a terminar aquel día. Toda aquella presión tenía que salir por algún lado. Sí, no era nada más que eso. Y para demostrármelo a mí mismo, nada mejor que volver a entrar en el baño, del mismo modo que había hecho esta mañana, y así vería que en el espejo no había nada aparte de lo que tenía que haber.
Aparté las cajas. Aparté la silla. Giré el pomo. No sabía cómo abrir: ¿mejor rápido, de un solo tirón? ¿O poco a poco? Opté por ir poco a poco y mirar por la rendija.
Cuando la abrí lo suficiente me encontré en el espejo otra vez al bicho aquel, pero estaba apoyado contra la pared, fumando un cigarrillo. En cuanto se dio cuenta de que había abierto la puerta, lo tiró rápidamente y volvió de un saltito a la pose en la que me lo había encontrado.
–Hijo mío. Arrodíllate y…
Cerré la puerta. Volví a poner las cajas y la silla. Y entonces caí en la cuenta de que la puerta se abría hacia adentro, así que aquello no tenía mucho sentido. Agarré el pomo con la mano, para intentar al menos resistirme si algo quería salir de allí.
–Oh, venga, ¿qué pasa? –oí decir al bicho desde el baño y, esperaba, desde el espejo–. ¿Qué ocurre? ¿Por qué te vas corriendo? Esta mañana te has arrodillado y todo iba bien. No entiendo por qué...
–Esta mañana eras una chica, una Virgen.
–Bueno, Virgen, a ver, no exageremos.
–¿Por qué te manifiestas así ahora?
–¿Por qué no? Pensaba que sería divertido. Antes le has dado una patada a una cucaracha. No sé, imaginé que te gustaba jugar con ellas.
–¡Pues imaginaste mal!
–¿Te dan miedo las cucarachas?
–¡Las de dos metros, sí!
–Perdona, no lo sabía.
–Y además… ¿Conservas la voz de esta mañana?
–Sí, claro. Nunca he oído hablar a una cucaracha y no sabía qué otra voz ponerle.
–Tío, ¡eso es muy chungo!
–Bueno, perdona, ¿quieres que cambie de imagen otra vez?
–¡No! No mola nada mirar un espejo y ver una tía o una cucharacha o lo que sea. Quiero verme a mí. Quiero ser yo.
–Joder, cómo te pones. Era por llamar tu atención. Además, yo también soy tú.
–Sí, claro, soy un insecto de dos metros.
–No, no es eso, claro. Perdona, no quería ofenderte.
–¿Y qué es lo que quieres?
–Pues que te arrodilles y… ¿Estás arrodillado?
–Sí –mentí, sin soltar el pomo.
–Regocíjate porque hoy se acaba tu sufrimiento y recibirás noticias de alguien muy especial para ti.
–¡Eso ya me lo has dicho esta mañana!
–No seas impaciente, gusano. Quería añadir que lo estás haciendo bien. Por una vez en tu vida, lo estás haciendo bien. Al menos lo estás haciendo.
–¿El qué? ¿El qué?
No recibí respuesta. Supuse que se habría ido. Pero en todo caso no pensaba comprobar si era así. Volví a mi sitio sin mirar atrás. En cuanto me senté, me di cuenta de que estaba bañado en sudor. Estupendo. Pues no pensaba volver al baño a adecentarme un poco. Total, para lo que me quedaba allí.
Joder.
¿Y qué habría querido decir con eso de que “al menos lo estaba haciendo”? Igual se refería a Susana. Había tomado la iniciativa. Al menos modestamente. Es decir, le había enviado un correo electrónico. Teniendo en cuenta los últimos meses de indolencia, aquella había sido una labor titánica. Igual sí. Igual era eso. Estaba empezando a hacer cosas. Simplemente. Y no estaba ni mucho menos acostumbrado.
De todas formas, si tenía más ganas de ir al baño, desde luego bajaría al bar.
–¿PERO QUÉ HACES?
La abogada de la empresa, Andrea, se volvió a bajar la falda y se sentó de nuevo en la silla de enfrente.
Aquello había sido muy incómodo. Por decirlo suavemente.
Luego con la calma, lo pensaría más en frío y me diría a mí mismo, joder, ya puestos, ¿por qué no? Ella ya no era precisamente joven y estaba algo gordita, pero en fin, yo no estaba en el mejor momento para escoger y aquello era gratis, por decirlo de alguna forma.
Pero no. En realidad. Joder. Yo creo que ni así.
El caso es que a aquella abogada la había contratado la empresa no sabía muy bien para qué y no quería pensar con qué dinero, y aquella mañana se había pasado por ahí para recoger unos papeles y dejar otros. Como ya me conocía y en todo caso era una persona educada –quizás demasiado–, pasó por donde estaba yo sentado, completamente enfrascado en los crucigramas de La Vanguardia (primero el de Fortuny en castellano y luego el de Màrius Serra en catalán) y me saludó y me preguntó qué tal iba todo.
Hasta aquí todo normal.
Le conté que había vuelto de vacaciones y que llevaba un mes todavía arrastrándome por ahí, sin hacer nada, y los administradores se negaban a darme una fecha de liberación o de pago, de hecho casi ni contestaban a mis correos. Así que seguía atrapado.
–Les he pedido que me dejen no venir por las tardes y me han dicho que es complicado, por si llama alguien.
–¿Y llama alguien?
–Qué va. De vez en cuando sí, pero digo yo que con un contestador haríamos.
Entonces fue cuando se me quedó mirando, medio sonriendo. Yo ahí ya me acojoné un poco. Porque se notaba que pensaba algo malo, aunque yo no me imaginaba que tanto. Porque yo creo que se pasó dos pueblos: se echó sobre mí e intentó ponerse a horcajadas, abriendo su boca hacia la mía.
Lo peor fue que mientras yo le decía aquello de pero qué haces, veía a Santi gritando, pero venga, fóllatela, y además en la oficina, no me jodas, qué más quieres.
Pero se juntaban muchas cosas que hacían que ni siquiera me lo llegara a plantear antes de decirle eso de pero qué haces. Para empezar, lo que ya he comentado. Esa señora tenía ya sus cuarenta años y había pasado por dos embarazos. No era fea ni se la veía mayor, pero en fin, tampoco era lo mío. Quizás con un par de copas y una charla agradable en la que no se hablara de sus niños y de su marido, hubiera cedido sin planteármelo demasiado. O quizás no, quizás hubiera sido peor. En todo caso, una violación estilo película porno no era precisamente lo que iba buscando.
Segundo: aunque resulte difícil de creer, me dio tiempo a pensar una cosa que, en fin, dificultaba aquellas tareas en gran medida: hacía un par de semanas que nos habían cortado el agua. Los administradores habían olvidado autorizar los pagos a la compañía, que iban por otro banco diferente al habitual, y llevaban encima dos semanas dándole vueltas al asunto, para unificar las cuentas y evitar problemas futuros mientras no arreglaban los presentes. Porque durante ese tiempo a mí me tocaba ir al bar y echar una meada me costaba un cortado. Y eso que seguía sin cobrar, claro. Todo esto venía a cuento porque a ver, en fin, ya sé que es lo de menos, pero yo siempre he sido de ducharme después o al menos de adecentarme un poco. Vale, soy un quisquilloso. Si hubiera sido sólo por eso, hubiera cedido, ni lo hubiera pensado, pero no era sólo por eso y eso obviamente se sumaba a todo lo demás.
Por último, hacía apenas un par de días que había visto a Rebeca y no estaba yo para pensar en historias como aquella. Sí, vale, como siempre. Pero qué le voy a hacer. Acabar con una relación de seis años no es fácil, hacen falta muchas noches y muchas cervezas para superarla, y más cuando esa relación se iba con bombo incluido.
Lo primero que me sorprendió fue lo feliz que la vi. Estaba contentísima, esperándome en la cafetería mientras leía un libro. Al verme entrar, se puso en pie con la sonrisa más amplia que le había visto en años. Le brillaban los ojos y se le notaba la barriga. A mí supongo que me brillaron los ojos porque casi se me saltan un par de lágrimas, e intenté mostrarle barriga, o sea, abdomen, para que viera que había adelgazado a pesar de no estar precisamente gordo ya antes de aquello. Ah, el dolor. Que no me deja comer.
Sí, verla así de feliz en un primer momento me alegró. Pero luego ya no. Luego pasé a odiarla. Pero bueno. Cómo se atrevía. A qué venía esa contentura tan exagerada. ¿Así se ponía después de dejar a un tipo genial que la había tratado durante seis años como si fuera la reina de Suecia?
–Se te ve muy… –comencé, para hacerme el amable, a pesar de que lo que realmente quería era escupirle en la cara.
–Sí, ya se empieza a notar, ¿verdad?
–¿Sabes si es niño o… ?
–Es una niña.
Sonreí. Era una niña. Al menos yo ganaba en eso.
–Rebeca, hay que…
Por supuesto, la camarera interrumpió.
–¿Quieres algo?
Fruncí el ceño y pedí un café con leche, que sabía que me traería en medio de otra frase importante.
–Ya lo sé –dijo Rebeca–, ya sé lo que quieres preguntarme. He estado pensando y creo que lo mejor es no obligarte a nada.
–Pero es que yo quiero…
–Ya lo sé. También. Pero los dos estamos en un momento de cambios. Por supuesto, tú eres el padre y podrás verla y estar con ella, claro. Pero sólo si es lo que quieres. Esta decisión la tomé sin consultar contigo y no tengo derecho a exigirte nada.
–Claro que es lo que…
–Porque ahora estás tú también en un momento difícil. Y creo que deberías aprovechar para averiguar de una vez por todas de qué es lo que quieres. E intentar conseguirlo.
–¿A qué te ref…?
–Pues ya lo sabes. A que llevas años sin saber muy bien lo que haces.
–¿Cómo?
–No quiero que te enfades. Pensaba que al menos eras consciente.
–¿Pero consciente de qué?
–Nunca te ha gustado tu trabajo. A mí supongo que me querías, pero llevábamos dos años con el piloto automático. Ni siquiera hablábamos de cosas importantes. No podía ni imaginarme comenzar a hablar contigo de tener un bebé.
–Podrías haberlo intentado.
–Sí, yo no estoy diciendo que lo haya hecho lo mejor posible. Pero necesitaba vivir unas cosas que sabía que quería, que necesitaba. Pero tú sigues sin tener ni idea de qué quieres, si es que quieres algo.
–Joder. Podrías habérmelo dicho antes.
–Supongo que sí. Pero también es verdad que algo así no hace falta decirlo. Ya deberías saberlo.
–No estoy de acuerdo –gruñí, antes de quedarme callado–. Yo estaba contento. Vivía contigo, tenía un trabajo normal y una vida agradable.
–No estabas contento. Estabas cómodo. Yo también estaba cómoda. Cómo no iba a estarlo. Tú no me has dado nunca ni un sólo motivo de queja. Nunca. Pero es ahora cuando soy feliz, cuando soy yo.
–Joder.
Sí, en fin, no estaba preparado para una conversación tan profunda. Aunque ¿qué otra cosa esperaba? Estaba embarazada. De mí. Aquello era importante. Lo malo era que, como suele pasar en estos casos, me estaba poniendo a la defensiva. Pero bueno. Cómo que no sé lo que quiero. Cómo que no sé lo que soy.
–No es verdad. Yo siempre te he dicho que quería casarme y tener hijos. Contigo, de hecho.
–¿Realmente lo querías?
–Claro.
–¿Lo querías o era una de esas cosas “que toca hacer”? Como trabajar, como irse de casa, como contratar un seguro para el coche, como abrir una cuenta en el banco.
–No seas injusta. No compares ese tipo de cosas.