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Authors: James Becker

Tags: #Thriller, Religión, Historia

El primer apóstol (22 page)

BOOK: El primer apóstol
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La rueda delantera de la moto golpeó a Goldman en la pierna izquierda, desplazándolo hacia un lado. Moviendo los brazos, en un intento por recuperar el equilibrio, tropezó y estuvo a punto de caerse, pero pudo recuperarse. De nuevo, volvió a mirar hacia atrás mientras reanudaba su huida, aún ligeramente tambaleante. El hombre que había visto estaba solo a metros de distancia, y Goldman aumentó el ritmo.

Pero cuando volvió a mirar hacia delante, lo único que vio fue la parte frontal de un taxi negro. Para Goldman, fue como si todo hubiera ocurrido a cámara lenta. El conductor pisó con fuerza los frenos, pero el taxi continuó avanzando justo en su dirección. Goldman sufrió un momento de verdadero terror, y luego un fuerte impacto, cuando la parte delantera del coche le golpeó el pecho. Sintió un enorme dolor cuando sus costillas se partieron y sus órganos se desgarraron, luego solo oscuridad.

II

Menos de noventa minutos más tarde, Ángela volvía a entrar en la habitación del hotel.

—Has sido rápida —dijo Bronson, levantando la vista del libro que estaba investigando.

—He encontrado un taller en la calle Newmarket que vende coches de segunda mano —dijo ella—. He comprado una Renault Espace, con siete años. Está un poco destartalada, pero ha pasado la inspección técnica, tiene buenos neumáticos y la mayoría del historial de mantenimiento, y todo por dos mil novecientas noventa y cinco libras. He regateado con el vendedor para que lo rebajara a dos mil quinientas y se olvidara de la garantía, aunque de todas formas casi no ha merecido la pena. Le he entregado quinientas libras de depósito y el resto a plazos.

—Fantástico —dijo Bronson, mientras desenvolvía los libros de referencia que Ángela había comprado—. Eso está genial. Vale, pongámonos manos a la obra.

Mientras Bronson llevaba sus pocas bolsas al coche, Ángela devolvió las llaves de las habitaciones y pagó la factura del hotel en metálico.

—Entonces, ¿adonde vamos ahora? —preguntó ella escasos minutos más tarde, cuando Bronson salía con la Espace de la A10 para tomar la M11 en dirección a Londres, justo al sur de Trumpington—. Sé que quieres cruzar el canal, ¿pero a qué te referías con eso de un baño nuevo?

—Puede que los polis me estén buscando a mí, pero no a ti, e incluso en caso de que lo hicieran, lo lógico es que buscaran a una señora llamada Ángela Bronson, y no a la señorita Ángela Lewis. Vamos a llenar la parte de atrás de la furgoneta con módulos de muebles independientes, y luego vamos a coger el ferri en Dover. Yo me esconderé debajo de las cajas.

Ángela lo miró.

—¿Estás hablando en serio?

—Completamente. Los controles en Dover y en Calais son muy rudimentarios, por no decir algo peor. Esa es la forma más sencilla que se me ocurre de atravesar el canal.

—¿Y si me paran?

—Pues les dices que no sabes nada de mí, que llevas semanas sin verme. Actúa como si te sorprendiera que me estén buscando. No sabes nada de la muerte de Mark, y di que hace poco te has comprado una casa ruinosa en Dordoña, junto a Cahors, y que llevas un montón muebles en módulos de los almacenes B&Q para reparar el cuarto de baño.

—Pero, ¿qué pasa si me llevan a los controles y empiezan a descargar las cajas?

—En ese caso —dijo Bronson—, cuando den conmigo echas a correr y te escondes detrás del oficial de aduanas más corpulento que encuentres. Estás aterrorizada, porque te he obligado a ayudarme a escapar de Gran Bretaña a punta de pistola. Eres una víctima, y no una cómplice. Yo te respaldaré.

—Pero tú no tienes ninguna pistola —objetó Ángela.

—La cuestión es que sí que la tengo. —Bronson se sacó la pistola del bolsillo de su chaqueta.

—¿De dónde demonios la has sacado?

Bronson le explicó el segundo intento de robo fallido que tuvo lugar en la casa de Italia.

—¿Sabes que podrías ir a la cárcel solo por llevar una pistola?

—Lo sé, pero también sé que las personas a las que nos enfrentamos ya han asesinado al menos una vez, así que me quedo con ella y me arriesgo con los polis.

—Recuerda que tú también eres un poli—señaló Ángela—, lo que hace que llevar una pistola resulte peor aún.

Bronson se encogió de hombros.

—Ya lo sé, pero ese es mi problema, y no el tuyo. Haré todo lo que esté en mi mano para protegerte.

Solo una hora más tarde, Bronson salía del almacén de la compañía B&Q, situado en Thurrock, con un carrito repleto. Cargó cuidadosamente todos los módulos en la parte trasera de la Renault, asegurándose de que la bañera acrílica quedaba boca abajo en el centro.

Después volvieron a marcharse, cruzaron el Támesis a la altura de Dartford y tomaron la autopista en dirección a Dover. Bronson salió de la carretera en el último área de servicio anterior al puerto, y aparcó la Espace en la plaza de aparcamiento más apartada que pudo encontrar.

—Es hora de empaquetarme —dijo él en voz baja, sin que su tono pudiera ocultar del todo su preocupación. No estaba seguro de que la policía fuera a aceptar que había forzado a Ángela a sacarlo del país si descubrían su escondite. Sabía muy bien que ambos podían acabar como huéspedes a regañadientes en la prisión de su majestad, en caso de que todo fuera mal.

Bronson se subió a la parte trasera de la Espace y se deslizó por debajo de la bañera. Había muy poco espacio, pero levantando las rodillas hacia el pecho, pudo encajarse. Ángela amontonó cajas encima y alrededor de la bañera hasta cubrirla, luego se sentó en el asiento del conductor y abandonó el área de servicio.

En el puerto, compró un billete de ida y vuelta, con la vuelta cerrada para cinco días más tarde, en una de las oficinas de reservas con descuentos, y se dirigió a los muelles del este, siguiendo las indicaciones para los embarques. En el puesto de aduanas británico, presentó su pasaporte, y el oficial pasó la cinta magnética por el lector electrónico, dando las gracias con un ligero gruñido. El oficial del control de pasaportes francés miró las solapas granates del pasaporte y le hizo una señal con la mano para que pasara.

Más allá de las dos cabinas había otra indicación para embarcar, pero mientras se dirigía acelerando el paso hacia ella, una figura corpulenta se detuvo enfrente del coche y le hizo señas para que se dirigiera hacia la izquierda, hacia la cabina de control.

Ángela maldijo en voz baja mientras le lanzaba una agradable sonrisa, y dirigió el coche hacia la cabina. Sin salir de la furgoneta, bajó la ventanilla del conductor; mientras, uno de los oficiales se aproximó a ella, y miró en el interior de la parte trasera del vehículo.

—¿El sueño francés? —preguntó el oficial. En Dover no era algo raro encontrar gente que comprara artículos en Gran Bretaña para intentar renovar una casa en ruinas en Francia.

—¿Cómo? —respondió Ángela.

—¿Se trata de una pequeña casa de piedra en las afueras de un pueblo de la Bretaña? —preguntó con una sonrisa—. ¿Que necesita ser restaurada?

—Pues sustituya la Bretaña por Dordoña —dijo Ángela, devolviéndole la sonrisa— y ha dado en el clavo, aunque en realidad es una ciudad en lugar de un pueblo. Cahors. ¿La conoce?

El oficial negó con la cabeza.

—He oído hablar de ella, pero nunca he estado allí —dijo él—. Bueno, ¿qué lleva en la parte trasera de la furgoneta?

—La mayoría del mobiliario para el cuarto de baño principal, o al menos ese es el plan, siempre que pueda convencer a los obreros de que me lo instalen. ¿Quiere echarle un vistazo?

—No gracias. —El oficial retrocedió y le hizo señales con la mano para que siguiera adelante—. Ya puede marcharse —dijo él.

Con el corazón latiéndole a toda velocidad en el pecho, Ángela lo saludó con gesto despreocupado, arrancó la Renault y se dirigió a la puerta de salida, que se abrió automáticamente. Lo habían logrado.

III

Ángela dio vueltas junto al resto de pasajeros, deambuló por la tienda y se sentó en uno de los vestíbulos en espera de que el ferri atracara en Calais. Sin embargo, a pesar de su apariencia de calma absoluta, por dentro estaba desesperadamente preocupada.

¿Qué haría si la policía francesa la estaba esperando en el otro extremo del canal? ¿Tendría Chris suficiente aire? ¿Abriría la parte de atrás del vehículo en cualquier lugar de Francia solo para encontrar un cadáver? ¿Qué haría entonces?

Casi se sintió aliviada al oír el anuncio por megafonía, en el que se pedía a los conductores que se dirigieran a las cubiertas donde se encontraban los coches. Por lo menos la espera había terminado.

Dos horas después de haber conducido la Espace a bordo del ferri, Ángela bajó con la furgoneta la rampa que conducía a suelo francés, y se unió a la hilera de coches ingleses que se dirigían hacia la autopista. No vio policías ni agentes aduaneros, y nadie parecía estar pendiente de ella ni de nadie que hubiera bajado del ferri. La mayoría de los conductores parecían dirigirse a la autopista A26 de París, pero Bronson le había dicho que evitara las carreteras de peaje y se dirigiera hacia Boloña por la D940. Tenía que encontrar un aparcamiento apartado donde Chris pudiera escapar de su prisión acrílica y rosa (la elección de la bañera había sido en función del tamaño, la forma y el precio, pero no de su color).

Para cuando empezó a oscurecer, Ángela recorría la carretera costera que une Sangatte con Escalles. Justo al salir del pueblo, encontró un aparcamiento desierto desde el que se veían el mar y el cabo Blanc-Nez. Aparcó la Espace en el rincón más apartado de la entrada y comprobó si alguien la seguía, antes de abrir la puerta trasera y sacar las cajas que cubrían la bañera. Bronson soltó un ligero gemido mientras se arrastraba para salir.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Ángela.

—Me siento como si hubiera caído por las cataratas del Niágara dentro de un barril —dijo Bronson, mientras se quejaba y se estiraba—. Me duelen todos los músculos y todos los huesos del cuerpo, y estoy más rígido que una tabla. ¿Tienes aspirinas o algo así?

—¡Hombres! —dijo Ángela burlándose—. A la más mínima incomodidad, os convertís en verdaderos quejicas. —Abrió su bolso de mano y sacó una caja de cartón con pastillas—. Yo en tu lugar me tomaría un par de ellas. ¿Quieres conducir?

Bronson negó con la cabeza.

—De ninguna manera. Voy a sentarme en el asiento del copiloto y permitir que seas mi chófer.

Veinte minutos después, se dirigían hacia el sur por la A10.

Mientras Ángela conducía, puso al corriente a Bronson acerca de lo que había averiguado antes de que la policía se presentara en el cibercafé.

—Tengo la impresión de que la segunda inscripción puede estar relacionada con los cátaros —dijo Ángela.

—¿Los cátaros? Eso es lo que sugirió Jeremy Goldman, pero no estoy seguro de que tenga mucho sentido. No sé demasiado sobre ellos, pero tengo la certeza de que no tienen nada que ver con la Roma del siglo I. Aparecieron unos mil años después.

—Ya lo sé—Ángela asintió con la cabeza—, y su lugar de origen era el sur de Francia, y no Italia. Sin embargo, los versos parecen tener un fuerte y distintivo matiz cátaro. Algunas de las expresiones como «los bondadosos», «los espíritus puros» y «la palabra alcanza la perfección» son prácticamente cátaro puro. Los perfectos o perfecti (los sacerdotes) se referían a sí mismos como «hombres buenos», y creían que su religión era pura.

»Uno de los problemas que plantean los cátaros es que casi todo lo que se conoce acerca de ellos fue escrito por sus enemigos, como por ejemplo, la Iglesia católica, por lo que sería similar a leer un relato de la Segunda Guerra Mundial escrito completamente desde la perspectiva de los nazis. No obstante, de lo que estamos seguros es de que el movimiento estaba vinculado, o incluso tenía su origen, en la secta de Bogomil afincada en Europa del Este. Se trataba de otra religión dualista, una de las varias que florecieron durante los siglos X y XI.

—¿Cuáles eran sus creencias? ¿Por qué la Iglesia católica era tan opuesta a ellos?

—Los cátaros pensaban que el Dios que adoraba la Iglesia era un impostor, una deidad que había usurpado al verdadero Dios, y quien, de hecho, era el diablo. De acuerdo con esa definición, la Iglesia católica era una abominación diabólica, cuyos sacerdotes y obispos estaban al servicio de Lucifer, y alegaban que la corrupción desenfrenada dentro de la Iglesia era una prueba fehaciente de ello.

—Y me imagino que eso cabreó bastante a Roma. Pero, ¿seguro que los cátaros eran lo suficientemente poderosos como para ser influyentes?

—Eso depende de lo que entiendas por «poderosos». Donde más poder ejercían era en el sur de Francia, y existe una gran número de pruebas que sugieren que los pobladores de esa región consideraban el catarismo como una alternativa real a la Iglesia católica, la cual era considerada por la mayoría una organización corrupta. Las diferencias entre las dos religiones eran enormes. El clero católico de alto rango vivía con una ostentación que a menudo estaba vinculada con la realeza o con la nobleza. Sin embargo, los sacerdotes cátaros no tenían bienes materiales en absoluto, aparte de una toga negra y un trozo de cuerda que utilizaban a modo de cinturón, y subsistían únicamente del dinero de los cepillos y de la caridad. Cuando aceptaban el consolamentum, la promesa de convertirse en sacerdotes o perfecti, entregaban todos sus bienes materiales a la comunidad. Eran además inflexibles vegetarianos, ni siquiera consumían productos animales como los huevos y la leche, y además eran completamente célibes.

—No parece una religión muy divertida.

—No lo era, pero ese régimen era solo practicado por los perfecti. Los seguidores de la religión (denominados credentes) disponían de mucha más libertad, y la mayoría aceptaba el consolamentum cuando estaban en el lecho de muerte, por lo que el celibato, por ejemplo, no suponía un gran problema. Yo creo que lo importante es que el catarismo se hizo popular en el sur de Francia por la devoción y humildad de los perfecti. De manera significativa, los altos rangos de los cátaros eran ocupados por los miembros de algunas de las familias locales más ricas e importantes. Lo mires como lo mires, la mera existencia de la religión suponía una verdadera amenaza para la Iglesia católica.

—¿Qué ocurrió entonces?

—A finales del siglo XIII, el papa Eugenio III intentó persuadirlos de manera pacífica. Envió a apersonas como Bernardo de Claraval, los cardenales Pedro y Enrique de Albano a Francia para que intentaran reducir la influencia de los cátaros, pero ninguno de ellos tuvo éxito realmente. Tampoco tuvieron ninguna influencia las decisiones de varios consejos religiosos, y cuando Inocencio III subió al trono papal en 1198, decidió eliminar a los cátaros a cualquier precio.

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