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Authors: James Becker

Tags: #Thriller, Religión, Historia

El primer apóstol (18 page)

BOOK: El primer apóstol
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—¿Está seguro de que esta sea una traducción fiel, Jeremy? —preguntó.

—Es una traducción bastante literal de los versos occitanos, sí —contestó Goldman—. El problema es que parece haber una gran cantidad de simbolismo en el original que dudo que podamos apreciar del todo hoy en día. De hecho, parte de los versos podrían carecer completamente de sentido para nosotros, incluso si supiéramos con exactitud a quién se dirige el autor de este texto. Por ejemplo, hay algunas referencias cátaras, como la frase «Sea arriba como abajo», que, sin una base sólida de esa religión, sería imposible comprender completamente.

—Pero los cátaros se encontraban comúnmente en Francia, no en Italia, ¿no?

Goldman asintió con la cabeza.

—Sí, pero se sabe que tras la Cruzada Albigense parte de los escasos supervivientes huyeron al norte de Italia, por lo que es posible que este verso fuera escrito por uno de ellos, lo que explicaría además el uso del occitano. Pero, de lo que realmente significa, me temo que no tenemos pista alguna. Y creo que le sería casi imposible encontrar a un cátaro a quien poder preguntarle. Los cruzados llevaron a cabo una labor de exterminación bastante eficaz.

—¿Qué me dice del título? ¿estas letras «GB PS DDDBE»? ¿Podrían ser una especie de código?

—Lo dudo —contestó Goldman—. Supongo que se refieren a alguna expresión familiar para las personas que vieran la piedra en el siglo XIV.

Bronson parecía perdido.

—Existen un montón de iniciales de uso común en la actualidad que no habrían tenido ningún significado hace cien años, puede que igual de incomprensibles para las generaciones venideras. Abreviaturas como... eh, «PC» para «ordenador personal» o incluso «políticamente correcto»; «TP» para «trabajo temporal», cosas así. De acuerdo, muchas de esta clase de iniciales hacen referencia a un argot determinado, aunque nadie en la actualidad tendría problemas para saber que «RIP» son las iniciales de «requiescat in pace», y ese es el tipo de cosas que aparecen con frecuencia talladas sobre una piedra. Puede que las iniciales que tenemos aquí tuvieran un significado similar en el siglo XIV, y resultaran tan familiares que nunca era necesaria una explicación.

Bronson volvió a mirar el papel que tenía en la mano. Tenía la esperanza de que la traducción le proporcionara una respuesta, pero todo lo que había conseguido era aumentar la lista de interrogantes.

II

Esa noche temprano, a escasas cinco horas de haber aterrizado en Heathrow, Rogan detuvo el coche de alquiler a unos cien metros del apartamento de Mark Hampton en Ilford.

—¿Estás seguro de que está aquí? —preguntó Mandino.

Rogan asintió con la cabeza.

—Sé que hay alguien. He llamado por teléfono tres veces al apartamento, y en todas me han contestado. En una he fingido haberme confundido de número, y las otras dos he hecho que parecieran llamadas de televenta. En los tres casos, ha contestado un hombre, y estoy bastante seguro de que se trataba de Mark Hampton.

—Bueno, parece suficiente —dijo Mandino. Cogió una pequeña bolsa de plástico del suelo del Ford, abrió la puerta del copiloto y recorrió la calle en compañía de Rogan.

El tiempo era de vital importancia. Mandino sabía que con cada hora que pasaba, habría más probabilidades de que más gente viera las copias de la inscripción mientras Hampton y Bronson intentaban averiguar qué significaban.

Rogan y él recorrieron el breve trayecto que había hasta el edifico. En la puerta de entrada, Mandino miró en ambas direcciones antes de ponerse un par de finos guantes de goma, y luego pulsó el botón del portero automático. Transcurridos unos segundos se oyó un crujido y la voz de un hombre desde la diminuta rejilla del interlocutor.

—¿Sí?

—¿Señor Mark Hampton?

—Sí. ¿Quién es?

—Soy el inspector de policía Roberts, señor, de la Policía Metropolitana. Tengo algunas preguntas que hacerle acerca de la desafortunada muerte de su esposa en Italia. ¿Podría dejarme entrar?

—¿Puede demostrar su identidad?

Mandino se quedó callado durante unos segundos. En tales circunstancias, la respuesta de Hampton fue razonable y era de esperar.

—No tiene videoteléfono, señor, por lo que no puedo mostrarle mi placa, pero puedo leerle el número, y podrá comprobarlo con la comisaría de policía de Ilford o en la de New Scotland Yard. El número es seis, dos, ocho, cuatro.

Mandino no tenía ni la más remota idea del número o números que podían aparecer en una placa de la Policía Metropolitana, pero estaba dispuesto a apostar que Hampton tampoco. Todo dependía de que el inglés se molestara en comprobarlo.

—¿Qué preguntas?

—Es simple rutina, señor. Solo le llevará unos minutos.

—Muy bien.

Se oyó un ruido y el cierre electrónico de la puerta principal del edificio se abrió con un clic. Tras mirar por última vez a ambos lados de la calle, Mandino y Rogan entraron en el portal, se dirigieron al ascensor y pulsaron el botón de la planta de Mark.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, comprobaron los números de los apartamentos y recorrieron el pasillo. Al llegar a la puerta correcta, se detuvieron, Mandino llamó con los nudillos, y entonces se echaron hacia un lado.

En el momento en que se soltó el pasador de la puerta, Rogan le dio una enorme patada. La puerta se abrió hacia atrás, haciendo que Mark perdiera el equilibrio y cayera despatarrado en el suelo del estrecho vestíbulo. Rogan avanzó con rapidez, se agachó y lo golpeó en un lado de la cabeza con una porra. El golpe fue lo suficientemente fuerte como para dejar a Mark sin conocimiento, lo que lo situaba fuera de combate durante los pocos minutos que necesitaban.

—Allí—dijo Mandino, dirigiéndose al cuarto de estar y señalando hacia una silla de madera—. Átalo a la silla.

Rogan empujó la silla hacia el centro de la habitación, y los dos hombres juntos arrastraron a Mark hasta ella y lo sentaron. Mark se desplomó hacia delante, pero Mandino lo empujó por los hombros hacia atrás y lo colocó en su sitio mientras Rogan hacía su trabajo. Cogió un trozo de cuerda de tendedero de la bolsa que Mandino había estado llevando, dio dos vueltas con ella al pecho de Mark y la ató al respaldo de la silla, manteniéndolo erguido. Luego cogió unos cables, le ató las muñecas con una vuelta y utilizó unos alicates para ajustarlos. Luego repitió el proceso con los antebrazos y los codos de Mark, y más tarde le fijó los tobillos a las patas de la silla de forma similar. En menos de tres minutos, estaba completamente inmovilizado.

—Inspecciona el lugar —ordenó Mandino—. Mira a ver si se ha traído una copia de la inscripción.

Mientras Rogan empezaba a buscar por el apartamento, Mandino entró en la cocina y se preparó una taza de café instantáneo. No había nada como el latte italiano al que estaba acostumbrado, pero era mejor que nada, y lo último que había bebido era una lata de zumo de naranja en el vuelo desde Roma.

—Nada —dijo Rogan, cuando Mandino volvió a la habitación.

—Vale. Despiértalo.

Rogan se acercó a Mark, le levantó la cabeza y luego le forzó violentamente a abrir los ojos. El cautivo se movió, y más tarde recuperó la conciencia.

Cuando Mark volvió en sí, se encontró frente a un tipo fornido y bien vestido que estaba sentado en un sillón delante de él, y que daba tragos de una bebida caliente en una de sus propias tazas.

—¿Quién demonios sois? —preguntó Mark, con un tono de voz duro y cierta dificultad al hablar—. ¿Y que hacéis en mi apartamento?

Mandino esbozó una ligera sonrisa.

—Yo haré las preguntas, gracias. Tenemos constancia de las dos piedras inscritas que encontraste en tu casa de Italia, y sabemos que tú o tu amigo Christopher Bronson decidisteis borrar la inscripción del comedor. Ahora me vas a decir qué encontrasteis.

—¿Sois los hijos de puta que matasteis a Jackie?

La sonrisa se esfumó del rostro de Mandino.

—Te he dicho que yo hago las preguntas. Ahora mi compañero va a aclarar este punto.

Rogan dio unos pasos hacia delante con los alicates en la mano, se agachó, colocó las tenazas alrededor de la punta del dedo meñique de la mano izquierda de Mark, y lentamente tiró de ellos haciendo palanca. Con un crujido que ambos italianos pudieron oír, uno de los huesos se partió, y al sonido le siguió de inmediato un grito de dolor de Hampton.

—Espero que el piso esté bien insonorizado —comentó Mandino—. No me gustaría molestar a tus vecinos. Bueno —prosiguió, levantando el tono de voz por encima de los gemidos de Mark— simplemente contesta a mis preguntas, con rapidez y sinceridad, y entonces te conseguiremos la atención médica adecuada. Si no nos dices lo que queremos saber, hay más dedos con los que mi compañero puede trabajar.

Rogan agitó los alicates delante del rostro de Mark.

Con cierto aturdimiento y lágrimas de dolor, Mark miró al italiano sin dar crédito a lo que estaba viendo.

—De acuerdo —dijo Mandino con brusquedad—, empecemos de nuevo. ¿Qué había en la segunda piedra inscrita? Y no se te ocurra mentirme. Mi compañero estaba observando por una de las ventanas de la casa cuando Bronson la destapó.

—Un poema —dijo Mark con la voz entrecortada—. Parecía un poema. Dos versos.

—¿En latín?

—No. Pensamos que estaba escrito en un idioma que se llama occitano.

—¿Lo tradujisteis?

Mark negó con la cabeza.

—No. Chris lo intentó, pero solo encontró unas pocas palabras en Internet, así que no tenemos ni idea de lo que quieren decir esos versos.

—¿Qué lograsteis traducir?

—Solo un par de palabras sobre árboles, «roble» y «olmo», creo, y también había una palabra en latín. Algo relacionado con un cáliz. Eso es todo lo que conseguimos traducir.

—¿Estás seguro? —preguntó Mandino, inclinándose hacia delante.

—Sí, lo... —Mark gritó cuando Rogan le golpeó con fuerza el dedo fracturado con los alicates, ya sangrante y muy hinchado.

Mandino esperó unos segundos antes de continuar.

—Me inclino a creerte —dijo en tono conciliador—. Bueno, ¿dónde está la inscripción? Imagino que la copiaste y eso antes de que tu amigo la destruyera.

—Sí, sí —dijo Mark entre sollozos—. Chris hizo unas fotografías.

—¿Y qué esta haciendo con ellas?

—Su ex mujer lo ha puesto en contacto con un hombre llamado Jeremy Goldman que trabaja en el museo Británico. Iba a llevarle las fotografías para que las viera e intentara traducir el poema.

—¿Cuándo? —preguntó Mandino con suavidad.

—No lo sé. Hoy mismo hemos vuelto de Italia. Lleva dos largos días conduciendo, así que es probable que vaya allí mañana. Pero no lo sé —añadió precipitadamente, cuando Rogan levantó los alicates con gesto amenazante. Y Mandino levantó la mano con gesto conciliador.

—¿Y tienes una copia de esas fotografía?

—No, no me pareció necesario. Chris es el único al que le interesa este asunto, a mí no, lo único que quería era recuperar a mi mujer.

—¿Hay alguna otra copia aparte de la que tiene Bronson?

—No, se lo acabo de decir.

Había llegado el momento de terminar con el asunto. Mandino asintió con la cabeza mirando a Rogan, quien se colocó detrás de su cautivo, cogió un rollo de cinta adhesiva y arrancó una tira de unos quince centímetros de longitud, que pegó encima de la boca de Mark a modo de mordaza rudimentaria. Luego cortó un trozo de aproximadamente medio metro de cuerda de tenderete y ató los extremos para formar un lazo.

La aterrorizada mirada de Mark no abandonó al italiano mientras hacía sus preparativos.

Rogan dejó caer el lazo por encima de la cabeza de Mark y se fue a la cocina, volviendo a los pocos segundos con el más mundano de los utensilios de cocina, un rodillo, y se quedó de pie detrás de Mark a la espera de instrucciones.

—Ni tú ni tu amigo el policía tenéis ni idea de dónde os habéis metido —dijo Mandino—. Mis instrucciones son explícitas. Toda persona que sepa algo de estas dos inscripciones, incluso lo poco que pareces saber, es considerada demasiado peligrosa como para continuar con vida.

Asintió con la cabeza mirando a Rogan, quien deslizó el rodillo dentro del lazo de cuerda y empezó a darle vueltas para crear un sencillo pero efectivo garrote. Mark inmediatamente comenzó a forcejear en un desesperado intento por liberarse.

Cuando la cuerda empezó a apretar el cuello del inglés, Rogan se detuvo un momento, en espera de la confirmación definitiva.

Mandino volvió a asentir con la cabeza, y observó a Mark mientras el lazo comenzaba a apretarle el cuello, viendo cómo su rostro se enrojecía y su forcejeo se intensificaba.

Rogan resoplaba por el esfuerzo mientras agarraba con fuerza el rodillo, esperando el final.

El cuerpo de Mark se sacudió violentamente una vez, luego una segunda, para desplomarse hacia delante todo lo que la cuerda permitía. Rogan mantuvo la presión durante un minuto más, luego soltó la cuerda y comprobó el pulso en el cuello de su víctima, pero no notó nada.

Mandino se terminó el café, se puso de pie y llevó la taza a la cocina, donde la lavó a fondo. No le preocupaba demasiado que pudieran encontrar restos de su ADN en el apartamento, ya que no existía nada que lo vinculara ni a él ni a Rogan con el asesinato, pero los viejos hábitos nunca mueren.

De vuelta en el salón, Rogan ya había soltado a Mark de la silla y había arrastrado su cuerpo a un lado de la habitación. Luego destrozaron el lugar, en un intento por hacer parecer que había tenido lugar una horrible pelea. Por último, Mandino sacó una Filofax encuadernada en cuero, la abrió, arrancó varias hojas, embadurnó la agenda con la sangre del dedo roto de Mark y luego la tiró junto al cadáver. El nombre que aparecía en la agenda era el de Chris Bronson, y se trataba de uno de los objetos que los hombres de Mandino habían encontrado al rastrear la casa en Italia.

Echaron un último vistazo al apartamento, luego Rogan abrió la puerta y miró hacia ambos lados del pasillo. Asintió con la cabeza dirigiéndose a Mandino y salieron del apartamento, cerraron la puerta y esperaron el ascensor.

Una vez fuera caminaron sin prisa por la calle, en dirección al coche de alquiler. Rogan puso el coche en marcha y se alejó del bordillo de la acera. Cuando se aproximaban al final de la carretera, Mandino señaló hacia una cabina de teléfonos.

—Eso servirá. Detente junto a la cabina.

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