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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (40 page)

—¿Una agente de policía? —preguntó incrédulo August.

—Una agente de la OSS, la Oficina de Servicios Estratégicos de listados Unidos.

—¿Una espía?

—Sí, llamémoslo así. Estaba en una misión importante en Roma —dijo el desconocido.

—Disculpe, pero no sé quién es usted —precisó Lienart.

—¡Oh, no me he presentado! Es cierto —dijo fríamente—. Mi nombre es Daniel Chisholm, jefe de seguridad de la Embajada de Estados Unidos en Roma. Claire era una de nuestras funcionarías, así que nuestros jefes nos han ordenado descubrir al culpable del asesinato… Claro, que si lo descubrimos, algunos compañeros están dispuestos a descuartizar al culpable, señor Lienart.

—Y llevarlo ante la justicia italiana —intervino el comisario Di Cario—. Y llevarlo ante la justicia.

—Sí, desde luego, comisario. Nosotros jamás querríamos tomarnos la justicia por nuestra mano —se disculpó Chisholm con tono sarcàstico mientras miraba fijamente a Lienart—. Ya saben ustedes, los italianos, que nosotros, los estadounidenses, somos poco partidarios de las ejecuciones sumarias en sus calles de Roma. No queremos que crean que los americanos aprueban esta forma de actuar. Tenga por seguro que encontraremos al culpable de este asesinato y, cuando lo hagamos, le prometo que lo entregaremos a las autoridades de su país.

—Eso espero yo también, mi querido Daniel, eso espero yo también —dijo Di Cario.

Lienart permanecía aún en silencio, con la mirada clavada en el suelo.

—Bien, señor Lienart, me gustaría saber de qué habló esa última noche con la señorita Ashford.

—No hablamos de nada en particular. Me dijo que había llegado a Roma antes de la guerra y que su novio, un antiguo partisano italiano, había sido ejecutado por los alemanes en las Fosas Ardeatinas. No quise hacerle más preguntas.

—La señora Doglio ha asegurado en su declaración que tan sólo le vio entrar a usted en el piso de la señorita Ashford. A usted y a nadie más —sentenció Di Cario.

—Ya le he contado todo lo que sé del asunto, comisario Di Cario. Pueden ustedes hasta torturarme, pero no les puedo decir más de lo que sé. Ya les he explicado que conocí a Laurette, o a Claire, o cómo se llamase, cuando la defendí de unos tipos que le estaban pegando en la calle. Me ofrecí a ayudarla a pagar su deuda y no supe nada más de ella hasta que recibí su invitación para cenar en su casa. Me dijo que era en agradecimiento por mi ayuda. Reconozco que mantuvimos relaciones, pero a la mañana siguiente abandoné su casa. La siguiente noticia que he tenido de ella ha sido hoy, cuando han llegado ustedes hasta aquí para interrogarme por su asesinato. No sé nada más.

—¿Sabe que podríamos detenerle ahora mismo? —le amenazó Chisholm.

En ese momento, Lienart levantó la cabeza y miró fijamente a los ojos del agente estadounidense.

—Creo que usted no tiene esa autoridad. No estoy en suelo estadounidense, sino en suelo italiano. Aquí, en Roma, es la policía italiana quien puede detenerme si tuviese pruebas y, como no las tienen, dudo que puedan hacerlo. Usted es americano y, por lo tanto, poco puede hacer aquí.

—No crea que no tengo deseos de pegarle un tiro… —soltó Chisholm.

El momento de tensión fue bruscamente interrumpido por el comisario Di Carlo.

—Bueno, bueno… amigos… No creo que sea necesaria tanta violencia. El señor Lienart, aquí presente, ha tenido la deferencia de aceptar hablar con nosotros. Por ahora, no tenemos pruebas contra él, así que sólo podemos contar con su buena voluntad para responder a nuestras preguntas.

—¿Buena voluntad, dice? Disculpen que les interrumpa, pero si no me van a detener por el asesinato de Claire Ashford, voy a dar esta conversación por finalizada —dijo Lienart—. Si desean volver a hablar conmigo, les pediré que traigan una orden de detención o que acudan a la residencia de mi familia en Frascati. Llámenme antes para que pueda asistir mi abogado.

—Por ahora no necesitamos volver a interrogarle —respondió el comisario Di Cario—. Pero debo pedirle que no abandone Roma sin comunicárnoslo. Necesito tenerle localizado por si quiero hacerle más preguntas sobre la señorita Ashford. Tenga en cuenta que fue la última persona en verla viva y, mientras eso siga siendo así, es usted el principal sospechoso.

—De acuerdo, comisario. No se preocupe. No tengo previsto irme de Roma. Tengo mucho trabajo en el Vaticano —aseguró Lienart.

—No hay más preguntas por ahora, puede retirarse —le invitó el comisario.

August se levantó de la silla y se dirigió lentamente hasta la puerta de la biblioteca. Sabía que los cuatro hombres que dejaba a su espalda le estaban siguiendo detenidamente con la mirada. Tras cerrar la puerta, el comisario Di Cario se dirigió al resto.

—No le perderemos de vista.

Fuera del edificio de la Sapienza, Lienart intentaba mantener la calma ante la atenta mirada de los dos agentes de policía que lo observaban desde la puerta. Cientos de preguntas rondaban su cabeza: preguntas sin respuesta.

¿Quién había podido matar a Claire? ¿Qué hacía una agente de la OSS aproximándose a él? ¿Quizás querían matarlo a él, pero encontraron a Claire? ¿Podía eso significar que las operaciones de Odessa estaban en peligro? ¿Había podido matarla alguien de la Hermandad enviado por su padre al descubrir que Claire era una agente de la OSS? ¿Qué hacía aquel tipo de la Embajada de Estados Unidos en el interrogatorio? ¿Era Elisabetta una agente vaticana? ¿Era Elisabetta la amante de Bibbiena? ¿Tenía su amigo Hugo Bibbiena un rostro diferente?

August observó a Müller, que se encontraba a lo lejos, junto al vehículo de Luigi, y pensó en aquel miembro de la Kameradschaltsshilfe que no se separaba de su lado. Quizás él había acatado órdenes directas de su padre, o de Odessa, o de ambos, y hubiese recibido la orden secreta de acabar con la vida de la agente de la OSS. Sin pensarlo, se dirigió hacia él y, antes de que el ex miembro de las SS pudiera pronunciar palabra alguna, lo empujó a un lado de la calle y le golpeó en la cara.

—¿Qué sucede? —preguntó Müller en estado de shock por efecto del golpe.

—La mataste, maldito cerdo, la mataste… —aseguró August mientras sujetaba a Müller por las solapas de la chaqueta.

—¿De qué me está hablando? No sé lo que dice —protestó Müller.

—De Claire… la mataste…

—¿Quién es Claire? —preguntó mientras continuaba luchando con Lienart para liberarse.

—Laurette Perkins…

—No entiendo nada, Herr Lienart… Suélteme, por favor.

—Laurette se llamaba Claire Ashford y era una agente americana… —precisó Lienart mientras seguía empujando a Müller.

—No sé nada de lo que dice, Herr Lienart, y ahora suélteme.

—Mentiroso. Mi padre le ordenó matar a Claire, maldito nazi asesino —espetó Lienart mientras le golpeaba nuevamente.

De repente, Müller levantó el brazo para detener un segundo golpe de August, se lo sujetó y le propinó un fuerte cabezazo en el rostro. El seminarista sangró abundantemente por la nariz. Mientras se encontraba en el suelo de rodillas debido al dolor provocado por el impacto de la cabeza de Müller, éste se acercó a su oído.

—Le prometo, Herr Lienart, que no he tenido nada que ver con la muerte de esa mujer. No he recibido orden alguna de acabar con la vida de esa joven y menos aún por parte de su padre o de Odessa. ¿Me ha escuchado bien?

Lienart, aún de rodillas, alcanzó a hacer un movimiento de afirmación con la cabeza.

—¡Ah, Herr Lienart! Para terminar, quiero advertirle que si vuelve usted a tocarme, me veré obligado a matarle, sea usted quien sea… No volveré a permitírselo… —dijo Müller mientras se alejaba calle abajo.

Luigi, que había sido testigo de la pelea, salió del coche y ayudó a Lienart a levantarse del suelo.

—Vamos, señor Lienart, vamos… Le ayudaré a levantarse.

Con un fuerte dolor de cabeza provocado por el cabezazo de Müller, Lienart se apoyó en el chófer para poder llegar hasta el coche. A lo lejos, y como testigo del altercado, el comisario Angelo di Cario observó a los dos hombres metiéndose en el vehículo y desapareciendo por una de las esquinas. Estaba claro que el oficial de la policía italiana no iba a dejar de vigilar a aquel extraño y misterioso joven seminarista francés.

Zúrich

Zúrich, motor financiero y cultural del país, se movía lentamente a orillas del lago Zürichsee, regado por las aguas del río Linth. Para aquella ciudad, el mundo permanecía inmóvil, o por lo menos, el reloj corría de forma más lenta que en el resto del mundo. Para sus habitantes, el continente no había vivido ni siquiera una guerra mundial. Sus bucólicas y limpias avenidas arboladas estaban flanqueadas por edificios clásicos propiedad de grandes bancos y entidades financieras privadas. Lo que había dentro de aquellos edificios era secreto. Para los gnomos, la confidencialidad entre banquero y cliente era incluso mucho más sagrada que la relación entre un médico y su paciente o entre un cura y un creyente. Para la Asociación de Banqueros Suizos, no había nada tan sagrado como los negocios y el dinero, algo que llevaban hasta límites insospechados gente como Galen Scharff, el director general del Banco Nacional Suizo, Radulf Koenig o Korl Hoscher.

El tren había llegado con retraso procedente de Roma. Walther Hausmann salió de la Zurich Hauptbahnhof y cruzó la Bahnhofplatz hasta un edificio en donde se levantaba el hotel Schweizerhof. Construido en 1876, el establecimiento se había convertido durante la guerra en uno de los principales centros de espionaje, negocios ilegales, tráfico de armas y conspiraciones.

—Soy el señor Holbein —se presentó Hausmann al recepcionista.

—Su esposa ha llegado ya. Se ha registrado esta misma mañana. Su habitación es la 324. Tercera planta —dijo mientras le alargaba una llave—. ¿Va a necesitar un botones?

—No es necesario. Traigo poco equipaje.

El enviado de Odessa subió los dos pisos por la escalera y caminó por el pasillo alfombrado hasta una puerta con tres números de bronce clavados en ella, tocó la puerta con los nudillos.

—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó una voz de mujer.

—Soy Hausmann, Walther Hausmann.

El recién llegado escuchó cómo alguien descorría los cerrojos. Al entrar, vio el rostro de una atractiva mujer. «Podría ser hasta guapa, si estuviera maquillada», pensó el ex oficial de las SS. La mujer ocultaba una pequeña pistola de dos disparos en la mano derecha.

—Es para evitar sorpresas —dijo mientras enseñaba el arma al recién llegado.

—No se preocupe. Soy de fiar. Puede guardarla.

Hausmann había sido destinado en junio de 1941 al Einsatzgruppe D, que operaba en el sur del frente oriental, especialmente en Ucrania y Crimea. El ahora asesino de Odessa había participado en el exterminio de judíos y en la represión de los grupos partisanos y las actividades de la resistencia rusa. En el desempeño de este cargo, había sido responsable de la matanza de Simferopol, donde al menos 14.300 personas, judíos en su mayoría, fueron ejecutados. En total, a su comando se le atribuían más de 90.000 ejecuciones—¿Y bien? —dijo.

—Tengo órdenes muy claras de Odessa para usted y para mí.

—¿Cuáles son?

—Tengo dos sobres con ellas —dijo la mujer mientras le daba uno de ellos.

Hausmann lo abrió y sacó su contenido. Un par de hojas escritas a máquina le indicaban cuál era su objetivo: Korl Hoscher. Su misión: saber si el abogado estaba implicado en el desvío de fondos de Odessa y, si fuera así, recuperar el dinero robado.

—¿Cuál es su misión? —preguntó Hausmann a Oberhaser.

—Koenig, Radulf Koenig. Tengo que saber si está implicado y, si lo está, recuperar los fondos de Odessa.

—¿Cómo va a hacerlo? —preguntó Hausmann.

—Ese abogado suele acudir a un club bastante especial, a las afueras de la ciudad. Acudiré allí e intentaré contactar con él.

—¿Qué tipo de club es?

—Die Rote Orchidee es un club en el que ilustres caballeros, banqueros, hombres de negocios, políticos, religiosos pueden desinhibirse alejados de los estrictos ojos de la sociedad helvética y, por supuesto, de los ojos aún más estrictos y estrechos de sus esposas. Allí, en sus sótanos y vestidos de mujer, o con trajes de cuero, o atados a unas argollas, pueden asumir sus preferencias sexuales, digámoslo así… con cierta libertad. Koenig es uno de ellos, por oso me ocuparé yo de él.

—¿Qué hará para que confiese y le entregue el dinero?

—Déjemelo a mí, Herr Hausmann. ¿Y usted, qué hará con Hoscher?

—Tengo entendido que es un gran amante de su familia y ése será su punto débil. Si no confiesa y me entrega el dinero robado a Odessa, comenzaré a matar a sus miembros, uno por uno, hasta que no quede nadie —dijo Hausmann fríamente—. Sólo espero que tenga suficientes familiares antes de que me entregue el dinero.

Aquello despertó una sonrisa en Oberhaser.

—¿Y qué pasa si acaba con todos sus familiares sin que confiese y le entregue el dinero? —preguntó.

—No hay problema. Seguiré con sus amigos hasta que no le quede nadie en el mundo.

Durante toda la tarde, esperaron en la habitación, preparándose para su misión. Al anochecer, ambos asesinos de Odessa partieron hacia sus destinos.

El club Die Rote Orchidee estaba situado en una elegante villa en la zona alta de Zúrich, muy cerca de la Klopstockstrasse. No había ningún cartel fuera. Al llegar a una reja alta, un guardia salió a su paso.

—Esto es propiedad privada —dijo.

Bertha Oberhaser se abrió el abrigo y dejó ver al vigilante una ligera blusa que dejaba distinguir unos pechos firmes y redondos.

—Me gustaría entrar —dijo—. ¿Qué debo hacer para ello?

El vigilante miró a ambos lados, se percató de que no había nadie cerca e introdujo su mano en el escote de la mujer para manosearle los pechos.

—Puede entrar, pero no diga a nadie que yo se lo he permitido.

La mujer volvió a cerrarse el abrigo y caminó dificultosamente por la gravilla con sus zapatos de tacón.

El interior de la villa era elegante, confortable, con todo tipo de placeres que un hombre con suficiente dinero pudiera pagar, y allí, en Zúrich, había muchos.

—¿Quiere dejar su abrigo? —preguntó una joven negra desnuda cuyo escultural cuerpo de color ébano cubría tan sólo con un pequeño delantal y una cofia.

—Sí, gracias.

Tras desprenderse del abrigo, se encaminó hacia una de las barras principales. Cogió una máscara veneciana de un cesto próximo y se la colocó para esconder su rostro. Allí se mezclaban caballeros fumando cigarros caros y bebiendo coñac añejo en grandes copas de cristal de Bohemia y jóvenes de ambos sexos a la espera de ser elegidos para una aventura sexual con cualquiera de aquellos millonarios. La admisión estaba vedada a hombres que no perteneciesen al cerrado y exclusivo círculo de Zúrich. Las mujeres solas podían entrar libremente, aceptando la premisa de que podrían ser elegidas para realizar cualquier tipo de juego sexual. Allí nadie hacia preguntas. Si no se quería participar, bastaba con decir «no» y el pretendiente debía retirarse. Se rumoreaba incluso que honorables amas de casa de Zúrich, Berna y Ginebra solían acudir con el rostro oculto para participar en orgías con las que obtener un dinero extra para sus gastos.

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