Authors: Eric Frattini
—¿Y qué pasa con Nolan? ¿Qué pasa con Claire? ¿Qué pasa con esos jóvenes americanos que murieron en Anzio, en Normandía, en las Ardenas…?
—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Dulles a Cummuta.
—¿No les debemos algo?
—Ellos, al igual que Nolan y Claire, cumplieron con su deber. Sabían lo que estaban haciendo y cuál era su misión, como ahora nosotros debemos saber cuáles son nuestros nuevos objetivos. Nosotros, tú y yo, sólo sabemos cumplir órdenes, vengan de quien vengan. No hacemos preguntas.
En ese momento, Cummuta se levantó bruscamente de la silla, arrojándola a un lado y, antes de abandonar la sala, se giró hacia los allí presentes.
—Pues sabed que no me gusta. Tal vez todos nosotros, vosotros, deberíais alzar la voz contra todo ese tipo de honor y lealtad mal entendidos. No lo olvidéis. No olvidéis a Claire y a Nolan. Hasta la supervivencia de una banda de ladrones necesita de lealtad recíproca, pero tal vez, en la OSS, eso ni siquiera exista ya. Ellos tienen que haber muerto por algo y no sólo por esta mierda —dijo.
Durante un rato, los presentes en la sala permanecieron en un silencio incómodo, sin pronunciar palabra, que fue roto finalmente por Mayer.
—¿Y cómo encontraréis a esos científicos en esta Europa devastada?
—Contamos con una lista. La lista Osenberg…
—¿Quién ha diseñado esa lista? —preguntó Samantha Osborn.
—Werner Osenberg.
—¿Un nazi?
—Un científico —precisó Dulles—. Osenberg, ingeniero en la Universidad de Hannover, dirigió la llamada Wehrforschungsgemeinschaft, la Asociación para la Investigación Militar. En el mes de marzo, un técnico polaco encontró restos de la lista Osenberg y, no se sabe cómo, cayó en manos del mayor Robert Staver, el jefe del programa de investigación de motores a reacción y miembro de la inteligencia de nuestro ejército. La lista Osenberg sirvió para diseñar una nueva lista con el nombre código de Negra.
—¿Y qué vais a hacer con ellos? ¿Matarlos? —propuso Samantha mientras se encendía un cigarrillo sujeto a una boquilla regalo de Dulles.
—El plan original era tan sólo que nuestros especialistas los entrevistaran para saber su grado de conocimientos, pero el Pentágono ordenó la evacuación de todos los técnicos y sus familias a Estados Unidos antes de que fueran localizados por los comunistas o que pudieran decidir vender sus conocimientos a Moscú.
—¿Qué tipo de científicos son? —preguntó Mayer.
—Expertos en cohetes, aeronáutica, medicina, combustibles sintéticos, electrónica militar e inteligencia. Hay de todo —respondió Dulles.
—¿Va a colaborar Berna con la estación de Wiesbaden?
—Sí, Gerry, vais a colaborar. Necesito que sigáis con la operación Odessa y si os encontráis con alguno de mis clientes durante vuestras investigaciones, me lo comunicaréis de forma inmediata. Para ello, se os entregará una lista con los primeros objetivos. Recordad, una cosa son los científicos que Estados Unidos pueda necesitar en una futura guerra contra los bolcheviques y otra cosa son los criminales, los que llevaron a cabo crímenes de guerra.
—¿Es que esos científicos no realizaron crímenes de guerra? —preguntó Mayer—. ¿Qué pasa con esos científicos que diseñaron la V-1 o la V-2 que caían sobre Londres? ¿Qué pasa con esos médicos de las SS que realizaron experimentos con prisioneros en los campos de concentración? ¿Qué pasa con ellos?
—No pasa nada, Gerry. Ahora, como ya he dicho, los objetivos y enemigos de nuestro país son otros y vamos a necesitar a muchos de ellos para el nuevo desarrollo de armas para una posible confrontación futura con los soviéticos —aseguró Dulles.
—Esto es una mierda —intervino Toscanini.
—Sí, estoy de acuerdo contigo, Wally, pero es una mierda necesaria. Y ahora, si no hay más objeciones y antes de dar por concluida nuestra reunión, he de deciros que será Gerry quien asuma el mando de Berna. Liderará el equipo para la operación Odessa —explicó Dulles—. Antes de irme, he de deciros que ha sido un honor trabajar con vosotros y que espero que nuestros caminos vuelvan a unirse en algún momento.
—¿Cuándo te vas de Berna? —preguntó Mary Bancroft, la antigua amante de Dulles.
—Esta misma noche. Tengo que estar mañana mismo en la sede de la OSS en Wiesbaden. Creo que nos han instalado en una antigua fabrica de champán en Biebricher, a las afueras de la ciudad. Por lo menos, estoy seguro de que si Overcast tiene éxito, tendremos suficiente champán para celebrarlo.
Uno de los presentes en aquella sala pensó en ese momento: «Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos, Dulles. Dalo por hecho, jefe».
Frascati
Villa Mondragone suponía para August una de las etapas más felices de su niñez. Aún recordaba cuando se escondía de su niñera en el Jardín Secreto, situado tras la casa. Aquella mansión le traía grandes y buenos recuerdos de una época que sabía que no iba a volver jamás.
Aquella tarde, August estaba nervioso ante la inminente llegada de Elisabetta. No sabía cómo iba a reaccionar ante ella. En su mente tenía aún las palabras que había pronunciado el padre Draganovic sobre su amigo Bibbiena y Elisabetta. ¿Serían ciertas esas afirmaciones? ¿Sería cierto que Bibbiena pertenecía a la Entidad? ¿Sería cierto que Elisabetta era la amante de Bibbiena? ¿Sería cierto que Elisabetta era una agente vaticana?
En ese mismo momento un vehículo traspasó la verja de hierro que permitía franquear un alto muro de piedra cubierto de musgo. Una carretera ascendente de tierra y gravilla desembocaba en un camino que rodeaba la imponente construcción. Al llegar a la entrada, el coche se detuvo e hizo sonar dos veces la bocina, provocando un sobresalto en August, que se encontraba en la biblioteca. Su invitada había llegado.
Al abrir la puerta, descubrió parada ante ella a Elisabetta, que llevaba un vestido negro y un chal que le tapaba los hombros desnudos. Una amplia sonrisa iluminó su rostro al ver a August.
—Hola, padre Lienart —saludó Elisabetta sonriendo.
—No me llames padre, ya sabes que no me gusta.
—Pero lo serás algún día, ¿no?
—Aún queda tiempo para eso, Eli. Pero, pasa, por favor —invitó August.
El interior de Villa Mondragone estaba muy alejado del lujo clásico de un palacio del siglo XVI. En realidad, la familia utilizaba muy pocas salas de la residencia. Su vida se centraba en el gran despacho privado en la Sala Rosa y en la Sala de las Cariátides. Al dormitorio de August se accedía a través de una puerta en el extremo norte de la Sala de las Cariátides y conectaba con un baño privado y un gran salón con una mesa de billar francés en el centro.
—Cenaremos en la biblioteca, si te parece bien —dijo August mientras cogía de la mano a Elisabetta.
Desde las estancias privadas se podía acceder a la biblioteca, que atesoraba más de tres mil volúmenes, Lienart había colocado en medio una pequeña mesa, con un mantel blanco y servicio para dos comensales. Una vela encendida presidía la mesa.
—¡Dios mío, qué biblioteca tan magnífica! —admiró Elisabetta.
—Mi familia lleva siglos recopilando todos estos volúmenes. Creo, incluso, que hay por aquí una buena colección de incunables dedicados a la arquitectura. ¿Te gustaría recorrer Villa Mondragone antes de cenar?
—Sí, sí me gustaría —respondió despojándose del chal.
Cogidos de la mano, la pareja admiró los frescos de la capilla de San Gregorio y los del Palazetto della Retirata, atravesaron la Sala de los Suizos y finalmente salieron al exterior, al llamado Jardín Secreto.
—¿Sabes que este jardín está levantado sobre un observatorio? O por lo menos, eso es lo que me contó mi padre —dijo August para romper el tenso silencio que reinaba entre la pareja.
—¿Sabes a qué huele? —preguntó Elisabetta—. Son galanes de noche. Sus flores desprenden aroma cuando oscurece. Tal vez suceda lo mismo con las personas. Descubrimos nuestro verdadero yo cuando cae la noche.
—No soy muy dado a las plantas y a las flores. Solían darme alergia —afirmó August.
Eso provocó una risa en la joven, que apartó de la cara de August un mechón de cabello. En ese momento, August acercó sus labios a los de ella y se besaron larga y apasionadamente. Después, él la cogió entre sus brazos y permanecieron unidos mientras observaban cómo las primeras luces comenzaban a encenderse en la cercana ciudad de Roma.
—Tengo un poco de frío. Volvamos dentro —pidió ella.
Mientras regresaban a la casa cogidos de la mano, August tuvo deseos de preguntarle por su relación con Hugo Bibbiena y por su conexión con los servicios de inteligencia vaticanos, pero prefirió callar para no romper la magia de aquella noche.
—¿Tienes hambre? —preguntó él.
—Sí, la verdad es que sí.
Sobre la mesa colocada en la biblioteca, alguien había dispuesto dos platos de fina porcelana, cubiertos de plata y dos copas de cristal de Murano. A un lado, se encontraban varias campanas de plata cubriendo diversos platos de fiambre, pollo a la manzana y pasteles. En una cubeta de hielo se enfriaba una botella de vino blanco.
Durante la cena, la conversación giró sobre diversos temas, pero August seguía manteniendo sus miedos a hablar de lo que le había revelado Draganovic. Le gustaba demasiado Elisabetta para poner en peligro aquella noche. Le gustaba de verdad y, al verla a la luz de la vela, sentía un fuerte deseo por ella, así que prefirió mantener en secreto las revelaciones de Draganovic. Tal vez ni siquiera fueran ciertas y fueran tan sólo habladurías. No quería saberlo. Por lo menos, no aquella noche.
Tras la cena, dieron un paseo por el exterior de Villa Mondragone hasta que August descubrió que se había hecho tarde.
—¿Quieres regresar a Roma? —preguntó a Elisabetta.
—Puede que sea lo mejor, pero ¿tú qué quieres?
—Me gustaría que te quedases esta noche aquí conmigo… •—respondió August cogiendo a la joven de la mano.
—¿Y qué pasará mañana?
—¿A qué te refieres?
—Sabes que si me quedo, nuestra vida, nuestras percepciones cambiarán por completo. Sólo depende de lo que deseemos, tanto tú como yo. Cuando alguien desea algo, debe saber que corre riesgos.
—Pero eso es lo que hace que valga la pena vivir —aseguró August—. Yo sólo deseo estar contigo. Nada más. Quiero hacer el amor contigo, quiero verte despertar, quiero ver amanecer contigo…
—¿Y después? —volvió a preguntar Elisabetta.
—¿Después? No pretendas que las cosas ocurran como tú quieres que ocurran. Desea, más bien, que se produzcan tal y como se producen. No debemos preguntarnos nada más —respondió August.
Durante toda la noche, ambos permanecieron despiertos, haciendo el amor, hablando, despertando de un sueño que podía convertirse en pesadilla si Odessa llegaba a descubrir quién era aquella joven. Pero hasta que eso sucediese, August iba a procurar mantenerla a salvo, alejada del largo brazo de Odessa y, quizás, de su propio padre.
Roma
A esa misma hora, las calles de la ciudad se convertían en lugares de placer. Las prostitutas comenzaban a aparecer y a rondar las cercanías de los jardines de Villa Borghese buscando a soldados aliados que salían de permiso de los acuertelamientos cercanos con la paga semanal. Eran buenos clientes.
El desconocido caminó en la oscuridad a lo largo de la Viale dei Due Sarcofagi. Al llegar a la Viale dei Daini, escuchó a su espalda la voz de una mujer.
—¿Quieres compañía?
El hombre se mantuvo en completo silencio, mirándola bajo la tenue luz de una farola.
—¿Tienes medias? ¿Carne en lata? ¿Chocolate? ¿Cigarrillos? —preguntó la mujer.
El desconocido sacó de los bolsillos de su abrigo tres cajetillas de Lucky Strike y se las dio a la joven.
—¿Sólo tienes esto?
El hombre no respondió.
—Pues si no tienes nada más que darme, te costará veinte liras y la cama —dijo la mujer—. Vaya, vaya… veo que no eres muy hablador, aunque eso en un hombre es bueno. Hay hombres silenciosos que son mucho más interesantes que los más habladores, así que no te preocupes por hablar. Yo me ocuparé de todo.
La mujer comenzó a caminar hacia el exterior del parque seguida de cerca por el desconocido. No debía de tener más de veinte años. Su larga cabellera roja le llegaba hasta la mitad de la espalda y sus formas eran casi perfectas. Realmente era atractiva, con bonitos rasgos bajo aquel maquillaje barato.
La pareja caminó hasta la cercana Via Gaspare Spontini y entró en un viejo edificio. La joven se acercó al pequeño mostrador de la pensión y pidió una llave. El desconocido permaneció en la oscuridad, para evitar que el conserje de la pensión pudiera observar su rostro. La pareja comenzó a subir los viejos escalones de madera.
—Francesca —dijo repentinamente la mujer sin girarse para mirar al hombre que la seguía—. Mi nombre es Francesca. Soy del sur, de un pequeño pueblo pesquero llamado Bagnara Calabra, por si te interesa.
El hombre guardó silencio mientras observaba los zapatos rojos gastados y las medias zurcidas en el talón. Al llegar al segundo piso, la joven abrió la puerta del pequeño habitáculo. Dentro había tan sólo una cama pequeña, una mesa y un inodoro sucio, con manchas de orín alrededor.
La mujer dejó una toalla a los pies de la cama y comenzó a desabrocharse la blusa. Después, se quitó el sujetador, dejando unos pequeños pechos al aire.
—Y bien… mi querido y silencioso amigo, ¿qué quieres que hagamos? No sé si te lo he dicho antes, pero soy muy conservadora. Eso significa que no hago nada extraño.
En ese momento, y mientras Francesca se agachaba para desatarse los zapatos, el desconocido cogió una pequeña porra en su mano y golpeó a la mujer en la nuca dejándola inconsciente. Minutos después, la joven prostituta comenzó a recobrar el conocimiento poco a poco. Tenía la vista borrosa y un fuerte dolor en la parte trasera de la cabeza. Al ver la situación en la que se encontraba, su rostro se tornó en una mueca de terror. Aquel tipo la había desnudado por completo, amordazado, atado sus manos a la espalda y dejado las piernas abiertas, atadas por los tobillos a la estructura metálica de la cama. Francesca intentó gritar, sin éxito, pero cada vez que lo hacía, la mordaza se le hincaba cada vez más en la comisura de los labios. Entre lágrimas, lo único que podía emitir eran gemidos y sonidos guturales sin ningún significado.
El hombre se bajó los pantalones, dejando su pene erguido al aire, y a continuación se tumbó sobre la mujer y la sodomizó con suma violencia. La joven no podía siquiera gritar por el insoportable dolor, pero en su fuero interno esperaba que, después de aquello, aquel hombre la dejase allí, viva. El terror iba apoderándose de la joven prostituta, pero ya había conocido la violencia de sus clientes en ocasiones anteriores y, al final, había conseguido salir viva con la nariz rota y con algún que otro diente saltado.