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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (44 page)

BOOK: El Oro de Mefisto
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Mientras pensaba en todo aquello, el hombre había acabado con la violación. Francesca podía sentir la respiración entrecortada de su violador cerca de su cuello, aún con el pene introducido en su ano.

El desconocido se incorporó repentinamente en la cama y se dirigió a la mesa, en donde estaba doblado su abrigo. Metió la mano en uno de los bolsillos y sacó un cuchillo de doble hoja afilada. Mientras se acercaba a Francesca, desenfundó el arma y la sujetó firmemente en la mano derecha. Fríamente, se situó tras la mujer, la agarró fuertemente por el largo cabello y, de un certero tajo, le rebanó el cuello. El cuerpo de Francesca comenzó a convulsionarse bruscamente hasta que finalmente quedó inmóvil. Su asesino miró durante unos segundos el cuerpo sin vida de la joven. Su pelo rojo cubría ahora su cabeza por completo, como una especie de cortina sobre la cara, como un velo cubriendo el rostro de la muerte. El único sonido era el del espeso líquido rojo que salía de la garganta de la chica goteando sobre el suelo de madera.

El desconocido limpió la hoja en la sábana roída, la guardó en su funda, se vistió y bajó las escaleras en completo silencio.

—Buenas noches —dijo el conserje de la pensión—, espero que lo haya pasado bien.

El asesino ni siquiera respondió. Ya en la calle, Ulrich Müller miró al cielo encapotado. Agarró con ambas manos las solapas de su abrigo y se subió el cuello. Comenzaba a refrescar.

Horas después y a pocos kilómetros de allí, dos policías intentaban mantener los ojos abiertos. La noche había sido bastante larga en la puerta de aquella gran mansión de Frascati, pero el comisario Di Cario les había ordenado no perder de vista a ese seminarista francés llamado August Lienart.

El sonido de los frenos de un coche justo a su lado arrancó a los dos agentes de la pesada somnolencia en la que se encontraban. De repente, apareció junto a ellos la cara redonda del comisario jefe de la Criminal de Roma, Angelo di Cario.

—¿Os habéis movido de aquí en algún momento de la noche? —preguntó Di Cario.

—No, señor. Hemos estado aquí toda la noche —respondieron los dos agentes.

—¿Seguro?

—Seguro, señor. Hemos estado aquí toda la noche vigilando y nadie ha salido de la finca. Tan sólo entró un vehículo conducido por un hombre que llevaba a una joven. No lo paramos porque usted no nos dijo que identificáramos a las personas que entraban en Villa Mondragone —dijo el agente que estaba al volante del coche de vigilancia.

—¿Seguro qué no ha salido ese Lienart de aquí? —volvió a preguntar el comisario.

—Se lo prometemos por la Madonna Virgo Fidelis, patrona de los Carabinieri, que ese tipo no ha salido esta noche de aquí en ningún momento —dijeron ambos agentes con la mano derecha levantada en señal de promesa.

—¿Sabéis si la finca tiene alguna otra salida?

—No. Por lo menos, no en coche. Si ha salido de aquí tiene que haber sido a pie, pero tiene una extensión de varias hectáreas y sólo somos dos agentes para controlar todos sus posibles accesos —protestó uno de los policías.

—Bien, de acuerdo, chicos —dijo Di Cario mientras daba un golpecito en el brazo al conductor de su coche para que continuase su marcha hacia el interior de la extensa finca.

El coche policial comenzó a ascender por el camino de arena hacia la parte alta de la colina en donde se alzaba Villa Mondragone. Finalmente, se detuvo en la misma puerta, en donde ya estaba August Lienart.

—¿Acaso nos esperaba? —preguntó el comisario Di Cario.

—No, pero estaba en la biblioteca y he oído el sonido del vehículo en la gravilla del camino. Por eso he sabido que venía alguien —dijo August . lis un honor que me visite en nuestra humilde morada.

Angelo di Cario miró hacia el elegante edificio.

—Creo que alguien dijo que el secreto de la sabiduría, del poder y del conocimiento es la humildad.

—Sí, querido comisario, pero también alguien dijo que cuando no hay humildad, las personas se degradan —respondió Lienart.

—Estoy de acuerdo con usted, mi joven amigo.

—Pase, comisario, pase, por favor —le invitó August—. Pero antes espero que me diga lo que le ha traído hasta aquí. ¿Le gustaría tomar un café?

—Sí, muchas gracias. Se lo agradecería. Ya no quedan hoy en día muchos lugares en Roma donde saborear un verdadero café, a no ser que sea ese soluble que traen los americanos —dijo Di Cario—. Conseguirán que todos en Italia olvidemos nuestro buen café y bebamos esa agua sucia. Somos el país que inventó el café y tenemos que beber ese veneno americano.

—Ahora mismo ordeno que se lo traigan —dijo Lienart levantándose para llamar al mayordomo—. No sabía que Italia había inventado el café. Siempre pensé que lo había traído a Europa el botánico alemán Leonard Rauwolf de un viaje por Etiopía.

—Y tiene usted razón, amigo mío, pero realmente fuimos los italianos quienes enseñamos al mundo a preparar un buen café. La palabra café en sí es un acrónimo… —dijo sonriendo el comisario de policía.

—¿Un acrónimo? Creía que la palabra procedía de un arbusto de la provincia etíope de Kafa.

—Efectivamente, amigo, pero los italianos creamos el acrónimo de cómo debe beberse el buen café y así se lo enseñamos al mundo. C de caliente; A de amargo; F de fuerte; y E de espeso —explicó Di Cario.

August interrumpió de repente al oficial de policía.

—Perdóneme, comisario, pero ¿ha venido hasta aquí para hablarme de café?

—¡Oh, discúlpeme! He venido para preguntarle si durante esta noche ha abandonado en algún momento Villa Mondragone.

—No, en ningún momento —respondió August—. ¿Por qué me lo pregunta?

—¿Tiene algún testigo que pueda confirmar que ha permanecido usted toda la noche en la villa?

—El servicio puede confirmárselo. Cené aquí y después me fui a la cama —respondió Lienart sin citar a Elisabetta.

—¿Cenó solo? —preguntó el comisario Di Cario.

August comprendió entonces que los agentes de la entrada podían haber visto llegar a Elisabetta en el vehículo de Luigi, así que decidió confirmar al comisario Di Cario la presencia de la joven en la residencia.

—Me visitó una joven interesada en el arte de Villa Mondragone.

—Pues deberá darme su nombre para hacerle unas preguntas y que nos confirme que usted no se ha movido de Villa Mondragone esta noche.

—¿Puede decirme a qué se debe tanto misterio, comisario? —preguntó August.

—Esta misma noche han asesinado a otra mujer de la misma forma en que mataron a su amiga Claire Ashford: utilizando el mismo sistema de abuso sexual y degollando finalmente a su víctima.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de August.

—En comisaría tenemos claro que puede tratarse de un asesino de mujeres —afirmó Di Cario.

—Pues siento decepcionarle, comisario, pero yo no me he movido de aquí en toda la noche y se lo pueden asegurar los agentes que llevan toda la noche en la entrada de Villa Mondragone.

—Sí, ya he hablado con ellos. De cualquier forma, querré hablar con su amiga amante del arte —dijo Di Cario mirando fijamente a Lienart.

—¿Por qué deberíamos implicarla en todo esto?

—Tal vez porque es la única que puede apartar toda sospecha de usted con respecto al asesinato de la señorita Ashford —aseguró Di Cario.

La conversación fue bruscamente interrumpida por la llegada del mayordomo empujando un carrito con varias tazas de porcelana y una cafetera de plata.

—¿Le sirvo, comisario?

—Sí, por favor. Sin leche —precisó el oficial de policía mientras continuaba revisando sus notas sobre el caso de Claire.

—¿Puedo preguntarle algo, comisario? —dijo August.

—Sí, adelante.

—¿Podría ser que Claire hubiera estado en algún lugar que no debía?

La pregunta sorprendió al comisario Di Cario.

—Me refiero a…

—Sí. Sé a que se refiere —interrumpió el comisario—. El asesinato esta noche de la prostituta posiblemente demuestre que su amiga Claire estuvo en un mal lugar, en un mal momento, y se encontró con el asesino. Tal vez ni siquiera iba a por ella. Quizás fuera a por otra presa y se encontró de bruces con su amiga, Puede ser, perfectamente.

Esa posibilidad alejaba de la mente de August cualquier sospecha de «ejecución» llevada a cabo por Odessa.

—¿Y bien? —preguntó Di Cario.

—Y bien, ¿qué? —respondió August.

—¿Va a decirle a su amiga que venga aquí a hablar conmigo o prefiere que la interroguemos en la comisaría?

—De acuerdo. Espere aquí, comisario.

August abandonó el salón y se dirigió hasta la zona de habitaciones privadas de la casa. Unos minutos más tarde regresaba con Elisabetta.

Nada más verla entrar, el comisario se puso en pie y se dirigió a la joven. Tras darle la mano, juntó los pies con un taconazo y la besó.

—Es usted muy hermosa, señorita, si me permite decírselo.

Aquello hizo que Elisabetta se relajase ante la presencia de aquel simpático oficial de policía.

—Dígame en qué puedo ayudarle.

—Tan sólo la molestaré unos minutos —precisó Di Cario—. Necesito que me confirme que el señor Lienart, aquí presente, no ha abandonado en ningún momento Villa Mondragone.

—Me sorprende su pregunta, comisario —dijo la joven—. ¿A qué se debe?

—Creo que no soy yo el más indicado para explicarle el motivo de mi pregunta, sino el señor Lienart, aquí presente.

Elisabetta miró a August buscando una explicación.

—Hace poco asesinaron, en su piso de Roma, a una mujer que conocía. El comisario Di Cario tuvo a bien creer que había sido yo el asesino, pero, al parecer, esta noche, mientras estaba aquí contigo, han asesinado a otra mujer de la misma forma. El comisario necesita saber si he estado contigo toda la noche. Tan sólo eso.

Elisabetta miró nuevamente a Di Cario.

—Ha estado toda la noche conmigo. No ha salido en ningún momento de la casa.

—¿Está segura? —preguntó Di Cario.

—Ya se lo he dicho. August no abandonó mi cama en ningún momento. De eso me ocupé yo personalmente —precisó la joven.

Aquella afirmación tan tajante por parte de Elisabetta hizo que el comisario sintiese cierta incomodidad.

—De acuerdo. Entonces, señor Lienart, ni yo ni mis hombres le molestaremos más —dijo—, pero lo que sí quiero es que no deje de informarme si abandona Roma por si necesito hacerle más preguntas.

—¿No ha dicho que no me molestará más? ¿Por qué tendría que informar a la policía italiana de mis movimientos?

—¡Oh, por favor, no me malinterprete! Pero usted fue la última persona que vio viva a la señorita Ashford. Sólo quiero saber dónde está usted por si se me ocurre alguna pregunta más.

—Si es así, me encontrará aquí, en Villa Mondragone —dijo August mientras acompañaba al comisario hasta la puerta.

Antes de montarse en el coche de la policía, el comisario guiñó el ojo a Lienart.

—Recuerde, querido amigo, que la mujer es como una buena taza de café. La primera vez que se toma no deja dormir.

Mientras el coche se alejaba, August no dejó de pensar en la muerte de aquella mujer, ocurrida esa misma noche, que le había quitado de encima la vigilancia policial. «Sea quien sea el asesino, debería agradecérselo», pensó mientras una sonrisa le recorría el rostro.

Al regresar al salón, vio que Elisabetta estaba de pie y se había puesto el chal.

—¿No te quedas?

—Ya es hora de que vuelva a Roma. El padre Bibbiena estará preocupado por mí —aseguró Elisabetta.

—Le diré a Luigi que te lleve a casa.

—Muchas gracias, August —respondió.

La pareja permaneció en silencio en la misma puerta de Villa Mondragone mientras esperaban la llegada de Luigi.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo August repentinamente.

—Hemos pasado la noche juntos. Puedes preguntarme lo que quieras.

—¿Qué relación tienes con Bibbiena?

—Vaya, pensé que nunca ibas a atreverte a hacerme esa pregunta. Sabía que en algún momento llegarían hasta tus oídos los rumores que invaden los pasillos del Vaticano…

—¿Y bien?

—Y bien nada. Mi única relación con el padre Bibbiena es de mutuo respeto. Nada más. El me ayudó mucho cuando llegué a Roma y lo único que ha recibido es mi más fiel, puro, casto y sincero agradecimiento. Nada más afirmó la joven.

—La cantidad de rumores inútiles que un hombre puede soportar es inversamente proporcional a su inteligencia —sentenció August provocando una sonrisa en Elisabetta.

Cuando Luigi llegó, August avanzó para abrirle la puerta trasera del coche. Antes de subir, Elisabetta acercó sus labios a los de August y le besó.

—¿Nos volveremos a ver? —preguntó August.

—Ya sabes que el destino no reina sin la complicidad secreta del instinto y de la voluntad, y creo que tú y yo somos ese instinto y esa voluntad. Estoy segura que nos volveremos a ver.

August golpeó el techo del vehículo para indicar a Luigi que iniciase su marcha. Mientras la veía alejarse, recordó los momentos vividos por la noche, mientras ambos se fundían en uno entre las sábanas sin cuestionarse nada, sin reprocharse nada, sin secretos, o por lo menos, sin querer conocer esos secretos.

El joven llamó al mayordomo.

—Dígale a Herr Müller que quiero verle en la biblioteca.

—De acuerdo, señor. Así se lo haré saber.

Ulrich Müller había recibido orden expresa de Odessa de viajar hasta Altaussee para poner a salvo a tres importantes protegidos: Josef Mengele, Franz Stangl y Alois Brunner. El último de la lista, Adolf Eichmann, tenía que ir a Venecia y esconderse en la residencia familiar de los Lienart en la ciudad italiana hasta su posible evacuación.

Sonaron unos pequeños golpes en la puerta de la biblioteca.

—Pase, pase, Müller —ordenó Lienart.

Al verle, observó que unas oscuras ojeras bordeaban los profundos ojos azules de su guardaespaldas.

—¿Ha dormido poco hoy, Müller?

—Lo suficiente, Herr Lienart. Gracias por preocuparse por mí —dijo Müller.

—Ya sabe cuáles son sus órdenes. Debe ir a Altaussee y escoltar hasta Roma a Mengele, Stangl y Brunner.

—¿Dónde se esconderán?

—En el monasterio de Via Sicilia. El padre Draganovic ha preparado todo para su llegada. Allí deberán permanecer durante unas semanas, tal vez incluso un mes, hasta que reciban documentaciones e identidades falsas para poder ser evacuados a Sudamérica u Oriente Próximo, quizá a Egipto o Siria. Hasta ese momento, deberán tener paciencia.

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