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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (41 page)

BOOK: El Oro de Mefisto
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Oberhaser divisó a Koenig hablando animadamente con otros dos hombres. Se situó cerca de su campo de visión y se sentó en la barra.

—¿Puede darme un vodka? —preguntó al camarero.

De repente, sintió cómo alguien se situaba tras ella y colocaba las palmas de las manos sobre sus pechos. No se giró.

—Me gustan sus pechos —dijo el hombre.

—Si quiere seguir tocándolos y poder disfrutar del resto del cuerpo, tendrá antes que negociar lo que va a pagarme.

—¿Quién es usted? —preguntó Koenig.

—Una mujer insatisfecha. —respondió Oberhaser.

—¿Y qué mujer no lo es?

—Ya sabe lo que dicen… no hay mujer insatisfecha, sino hombre inexperto, pero tiene razón. Yo me encargo de evitar esa insatisfacción, ya que mi marido no se ocupa.

—¿Y quién es su marido?

—Un abogado muy conocido de la ciudad.

—Dígame su nombre, por favor —pidió el abogado de Odessa sin dejar de meter sus manos en el escote.

—Soy la esposa de un gran amigo suyo, pero si le dijese quién soy, nuestra aventura perdería su magia, ¿no le parece?

—Estoy de acuerdo. ¿Quiere subir conmigo a un reservado? —propuso Koenig.

—Prefiero los reservados de abajo —respondió Oberhaser llevando su mano a la entrepierna del abogado.

—Bien, bien, muy bien… eso me gusta.

En la planta de abajo se encontraban varios habitáculos parecidos a celdas para practicar el sadomasoquismo, el masoquismo, incluso el travestismo, alejados de ojos indiscretos, listaba totalmente insonorizado. Nadie podía saber lo que ocurría dentro de aquellos calabozos mientras la puerta estuviera cerrada por dentro.

—¿Y bien? —preguntó Koenig.

—Desnúdese por completo, cerdo asqueroso —ordenó Oberhaser.

El poderoso abogado que había hecho parte de su fortuna entregando a clientes judíos ricos a la Gestapo una vez que éstos le habían pagado un rescate quedó desnudo por completo. La carne fofa del estómago le caía hacia delante.

—¿Y usted no se desnuda? —preguntó.

Bertha Oberhaser le ordenó que se pusiese de cara a la pared y le sujetó las manos y los pies con unas argollas. Después, cogió un pequeño látigo de cuero y lo mojó en un grifo.

—Bueno, bueno, señor Koenig… ahora es todo mío. Ahora quiero que sea un niño bueno y me diga todo lo que sabe.

El abogado intentaba girar la cabeza para mirarla, pero le era difícil en esa posición.

—Suélteme una mano, así puedo acariciar su cuerpo —pidió.

La mujer estiró el brazo hacia atrás con las puntas del látigo colgando y le descargó un fuerte latigazo en las nalgas. El dolor fue insoportable.

—Suélteme, suélteme ya… No quiero jugar más a esto.

—¿Y quién dice que estamos jugando, señor Koenig?

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mi?

Sin mediar palabra, Oberhaser descargó un segundo latigazo, y un tercero, y hasta un cuarto. El abogado se puso a gritar, pero nadie podía oírle.

—El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional, querido señor Koenig.

—¿Qué quiere de mí? ¿Qué quiere de mí? —dijo Koenig entre sollozos.

—Tan sólo la verdad.

—¿La verdad de qué…?

—Me gusta que llore, señor Koenig, porque si no, el dolor que no se desahoga con lágrimas puede provocar que sean otros órganos los que lloren y en eso yo soy una experta.

—Dígame qué quiere de mí, por favor. Le daré lo que quiera si me suelta. Tengo mucho dinero en cuentas numeradas. Ese dinero será suyo.

Oberhaser descargó otro fuerte latigazo. La piel de las nalgas del abogado comenzó a mostrar pequeños hilos de sangre.

—No grite, señor Koenig. Nadie puede librar a los hombres del dolor, pero le será perdonado a aquel que haga renacer en ellos el valor para soportarlo —afirmó Oberhaser mientras sonreía.

—¡Por favor… por favor… no me pegue más! Le daré lo que quiera. Le diré todo lo que quiera, pero no me pegue más.

La mujer se acercó al abogado y le susurró al oído.

—Veo que el dolor tiene un gran poder educativo, nos hace mejores, más misericordiosos, nos vuelve hacia nosotros mismos y nos persuade de que esta vida no es un juego, si no un deber, y usted ha violado ese deber hacia aquellos que depositaron en usted una gran confianza.

—Dígame qué quiere… —suplicó Koenig.

—Bien, muy bien… Veo que ha llegado el momento de que nos entendamos, pero quiero que entienda que para llegar hasta aquí todo esto ha sido necesario.

—¿Qué quiere de mí? ¿Dinero?

—No, no quiero su dinero. Quiero el dinero que usted le robó a Odessa.

Al oír aquellas palabras, Koenig se repuso repentinamente.

—¡Malditos hijos de puta! ¡Suélteme ahora mismo! ¡Mataré yo mismo, con mis propias manos, a ese hijo de puta francés que dirige su organización! —gritó Koenig.

Oberhaser dio un paso atrás, extendió su brazo y volvió a fustigar las nalgas del abogado.

—Está bien, está bien, está bien… no me pegue más. ¿Qué quiere saber?

—Primero, quiero que no le falte el respeto a quien le ha hecho ganar tanto dinero. Segundo, quiero saber dónde está el dinero que le ha robado a Odessa.

—Yo no lo tengo —afirmó Koenig.

—¿Y quién lo tiene?

—Hoscher, Korl Hoscher lo tiene —reveló.

—¿Cuánto dinero tiene Hoscher de Odessa?

—No lo sé… Era Hoscher quien se ocupaba de sacar el dinero de las cuentas Hiag de Odessa. Mi labor sólo era colocar esos fondos en otras cuentas a nombres de sociedades fantasmas.

—¿Quién tiene las claves de esas cuentas?

—Hoscher. Él tiene toda la información sobre ese dinero —dijo entre lágrimas.

—Muy bien, señor Koenig. Me han ordenado matarle, pero yo he decidido que la compasión es una virtud en desuso en estos días que vivimos. Por eso, voy a dejarle vivir, pero si nos enteramos que revela usted a alguien información sobre Odessa, sobre sus líderes, sobre las rutas de evasión o sobre nuestros protegidos, tenga por seguro que volveré a buscarle, y esa próxima vez no estaré armada con un látigo. ¿Me ha entendido, señor Koenig?

El abogado pudo tan sólo mover la cabeza afirmativamente.

Antes de abandonar la celda, Oberhaser recordó las instrucciones de Edmund Lienart.

—¡Ah, señor Koenig, otra pregunta! ¿Está implicado en el robo el señor Galen Scharff?

Esta vez, Radulf Koenig movió la cabeza negativamente. La doctora Oberhaser se dirigió entonces hasta una silla de hierro con ataduras de cuero en ambos brazos sobre la cual había dejado un bolsito de cuero negro. Lo abrió y sacó una jeringuilla y un pequeño frasco.

—¿Cuánto pesa, señor Koenig?

—No lo sé. ¿Qué me va a hacer? Me prometió que me dejaría vivir si se lo contaba todo.

—¿Cuánto pesa, señor Koenig? —volvió a preguntar.

—No lo sé. Tal vez ochenta o noventa kilos —respondió.

La asesina de Odessa observó a aquel hombre atado a la pared con las grasas del estómago colgándole más abajo de la cintura.

—¿Cien kilos? No lo sé. ¿Por qué lo quiere saber?

Bertha Oberhaser colocó una aguja hipodérmica en la jeringuilla y la introdujo en el tapón del frasco, que contenía un líquido de color blanco. La etiqueta indicaba KCI, cloruro de potasio. Comenzó a tirar del émbolo hasta que el líquido alcanzó la línea de ciento cuarenta y siete miligramos.

—Bueno, bueno, señor Koenig, como ha sido usted muy malo, su enfermera va a ponerle una inyección.

El abogado comenzó a sudar profusamente mientras veía cómo la mujer comenzaba a acercarse a él armada con la jeringuilla en la mano. Koenig intentó defenderse sin mucho éxito. La doctora le sujetó el brazo e introdujo hábilmente la aguja en la vena, presionando el cloruro de potasio hacia el riego sanguíneo. Cuando la jeringuilla se quedó vacía, retiró la aguja. En poco tiempo, Koenig comenzó a sentir fuertes dolores cardíacos. El cloruro comenzaba a afectarle. Pocos segundos después, estaba muerto de un infarto.

Ya en el exterior, Bertha Oberhaser marcó el número de teléfono de una cercana villa situada en la zona de Seefeld.

—Korl Hoscher es el responsable. Él tiene el dinero —dijo antes de colgar.

A pocos kilómetros de allí, en una elegante villa a orillas del lago, la situación era bien distinta. El amplio salón con vistas al jardín chino se había convertido en un improvisado centro de detención para el SS Hausmann. Sentados y atados en sillas, estaban la esposa de Korl Hoscher, sus dos hijas, de dieciséis y once años, y las dos doncellas que trabajaban en la casa. Hoscher permanecía sentado en un sillón sin moverse.

—Y bien, querido amigo, su amigo Koenig ha confesado que fue idea suya desviar fondos de Odessa a su propia cuenta.

—Es mentira —dijo Hoscher—, Yo nunca robaría a Odessa. No soy tan estúpido.

—¡Ah, amigo mío! Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez humana —sentenció Hausmann.

—Déjeme hablar con su jefe. Quiero hablar con Edmund Lienart.

—Sí, pero él no quiere hablar con usted. Sólo desea que le devuelva el dinero que le robó a Odessa.

—Le prometo que no he robado nada de dinero a Odessa. Sería…

Antes de que pudiera acabar su frase, Hausmann colocó la pistola con silenciador en la cabeza de una de las doncellas y disparó. Restos del cerebro de la joven fueron a parar a la cara de Eleonora Hoscher, la esposa del banquero, provocando en ésta un ataque de ansiedad.

—¡Maldita sea, Arthur, dile a este hombre lo que quiere saber para que nos deje en paz, por favor! —suplicó.

—Vaya, vaya… Veo que he conseguido atraer su atención, Herr Hoscher —soltó Hausmann entre risas.

—Le repito que no he robado un solo céntimo a Odessa y así se lo haré saber a Edmund Lienart.

Hausmann se dirigió entonces a la silla en la que estaba sentada Amelie, la hija adolescente del abogado. Se situó detrás y reclamó la atención de Hoscher.

—Escuche, amigo, a mí me gustan las jovencitas como su hija. Si no me dice lo que quiero saber, será testigo de cómo un hombre desvirga a su hija —dijo mientras acariciaba el largo cabello rubio de la adolescente.

—Déjela, por misericordia, déjela en paz. Si quiere violar a alguien, hágalo conmigo… Ella no se merece esto, por favor —pidió Eleanora Hoscher.

—Le vuelvo a preguntar, señor Hoscher, ¿dónde está el dinero que le ha robado a Odessa? —preguntó Hausmann.

—Y yo le repito que no he robado un solo céntimo a Odessa.

Hausmann recargó la pistola, se dirigió a donde se encontraba la esposa del abogado, levantó el arma y le disparó en una rodilla.

—Pare, por favor, pare, deténgase… No dispare otra vez, por favor —suplicó Hoscher al ver cómo su mujer intentaba controlar el dolor provocado por el balazo, que le había roto el hueso.

—Y bien… soy todo oídos.

—Le repito que yo no he robado un solo franco a la organización…

Antes de que Hoscher pudiera terminar su frase, Hausmann dirigió el cañón de su arma a la cabeza de Eleanora Hoscher y disparó.

—Respuesta incorrecta, señor Hoscher. Respuesta incorrecta… Lo siguiente será divertirme con su hija, aquí delante de usted. Ya verá cómo va a disfrutar al ver cómo un hombre como yo, curtido en la guerra, se mete entre las piernas a su preciosa y atractiva hija adolescente.

—De acuerdo, de acuerdo… Deténgase, no le haga nada… Le diré dónde está el dinero, pero, por favor, no les haga nada a mis hijas.

Hausmann lanzó una sonora carcajada.

—Vaya, vaya, se ve que no amaba demasiado a su esposa, ahora que ha decidido hablar tras haberla matado.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó Hoscher.

—Quiero que vaya usted al banco en donde tiene nuestro dinero y que lo transfiera a este número de cuenta —dijo Hausmann mientras sacaba del bolsillo de su chaqueta un papel con una larga serie de números anotados—. Cuando lo haga, regrese aquí con el documento de confirmación y no intente hacer nada extraño. Soy licenciado en Económicas por la Universidad de Gotinga y fui asesor económico en la Oficina Central de Seguridad del Reich, ¿me ha entendido?

—¿Qué pasará con mis hijas?

—Cuando compruebe la operación de transferencia de fondos las dejaré en libertad. Tan sólo deberán esperar un día para llamar a la policía con el fin de darme tiempo a cruzar la frontera. Si no lo hace y me capturan, vendrán otros miembros de Odessa a matarle a usted y a su familia. Si sale de aquí y avisa a la policía, pasará lo mismo. Tiene desde este mismo momento cinco horas para devolver el dinero robado y regresar aquí. Cada cuarto de hora que se retrase mataré a uno de mis rehenes y tan sólo me quedan tres… —advirtió Hausmann.

Hoscher miró a sus dos hijas y, tras tranquilizarlas, abandonó la casa rumbo a la sede del Credit Suisse de la Paradeplatz. Durante las dos horas siguientes, realizó diferentes operaciones de transferencias de fondos desde varias cuentas numeradas en el Credit Suisse hacia otras cuentas en el Banco Nacional de Suiza. Todas las sociedades que aparecían registradas como titulares de esas cuentas estaban dirigidas por Korl Hoscher y Radulf Koenig.

Al finalizar, subió a su vehículo y regresó a su residencia, en la Bellerivestrasse. Abrió la verja de hierro y entró. Tras aparcar el Rolls Royce Phantom II en un lado del camino, Hoscher se dirigió hasta la puerta de la casa. Desde fuera no se divisaba el interior, así que llamó al timbre. Segundos después, divisó la silueta de Hausmann acercándose.

—¿Y bien, Herr Hoscher? —preguntó el SS.

—Aquí tiene usted los resguardos de todas las operaciones. En total han sido diecisiete transferencias, pero he llegado a tiempo.

—Pues sí que habían robado usted y su socio a Odessa —soltó Hausmann dando un largo silbido.

—¿Dejará libres a mis hijas? —preguntó Hoscher.

—Claro que sí. Debo cumplir mi palabra.

Hoscher se dirigió hacia el gran salón, seguido de cerca por el asesino de Odessa. Al llegar, descubrió con espanto lo que había ocurrido durante su ausencia. Hausmann había ejecutado de un solo disparo en la cabeza a la segunda criada y a la hija menor del abogado. Su hija adolescente permanecía inmóvil y semidesnuda tendida en el suelo. Su largo cabello rubio se extendía sobre una gran mancha de sangre. Después de violarla, la había ejecutado también, como al resto de rehenes, con un disparo en la cabeza.

Hoscher se quedó petrificado, inmóvil, ante aquel escenario siniestro. Cuando consiguió reaccionar, tan sólo le dio tiempo a girarse para ver cómo su asesino le apuntaba en la cabeza y disparaba. Odessa había conseguido recuperar su dinero a cambio de seis cadáveres. Un precio bastante bajo, desde el punto de vista de Hausmann.

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