Authors: Eric Frattini
—Acompáñeme —ordenó el granjero.
Dentro de la casa todo parecía normal. A List no le pareció que nada estuviera fuera de lugar. La decoración era la típica de una casa de campo de la región de Hesse. Nada hacía sospechar que aquel lugar aislado era el principal centro de falsificación de documentos de Odessa.
—Buenos días —saludó un hombre.
—Soy el mayor Erhard List —dijo el agente de Odessa.
—Ya sé quién es usted y también sé cuál es su trabajo en Odessa. Toda mi organización está a sus órdenes, mayor List. Yo soy el subteniente Heinrich Hornetz. Él es el sargento primero Heinrich Weerts.
—Vaya, vaya… un subteniente y un sargento primero responsables de los documentos cié nuestros refugiados… —dijo List sonriendo.
—Sí, mayor, pero somos de las SS y sabemos cuál es nuestro deber ahora que el Reich ha sido destruido y nuestra gran Alemania se encuentra ocupada por los bolcheviques.
—De acuerdo, de acuerdo… No tengo mucho tiempo para discursos… —dijo el enviado de Edmund Lienart—. Me imagino que ya sabe por qué he venido hasta aquí arriesgando mi propia seguridad.
—Sí, y lo tenemos todo preparado —afirmó Hornetz—. Acompáñeme, por favor.
Los tres hombres salieron de la casa y se dirigieron a un gran almacén en donde se guardaban enormes depósitos metálicos esterilizados para la leche.
—Por aquí —indicó Weerts mientras levantaba una gran trampilla de hierro bajo un falso elevador.
La trampilla dejaba al descubierto una escalera metálica que descendía unos cuantos metros bajo el nivel del suelo. Al llegar al final, los tres hombres caminaron por un antiguo sistema de alcantarillado ya en desuso de la cercana ciudad de Margretenhaun.
—¿Por qué huele así? —preguntó List.
—Aquí iba a parar la mierda de la gente de Margretenhaun. De ahí este olor… —respondió Weerts.
Unos metros más allá, Hornetz volvió a girar en una esquina y llegaron a una puerta de hierro oxidada por la humedad.
—Es aquí —dijo.
Weerts, que se había adelantado, dio tres pequeños golpes en la puerta seguidos de otros dos más cortos. La pequeña trampilla situada en la parte superior de la puerta se abrió bruscamente. Unos ojos al otro lado escrutaron al grupo. List oyó como se descorrían varios cerrojos.
Al entrar, el agente de Odessa descubrió con gran sorpresa una gran sala limpia y ordenada, con prensas, troqueles y planchas mezcladas con amplias mesas en las que trabajaban varios hombres y mujeres falsificando documentos, pasaportes, certificados y visados de viaje de varios países.
—Le presento a Herr Gruber —dijo Hornetz.
Un tipo alto, delgado, con orejas prominentes y cejas pobladas se acercó a List y le extendió la mano para estrechársela.
—¡Oh, perdone! —se disculpó—. Déjeme que me limpie las manos, las tengo manchadas de tinta y no querría mancharle.
—Le conozco —dijo List—. Usted participó en la operación Krüger.
El hombre soltó una sonora carcajada y rectificó a List.
—Operación Bernhard. Así se llamó en realidad.
—¿Esa operación no estaba bajo el mando de un teniente coronel de las SS?
—Efectivamente. La oficina 6-F-4 estaba bajo mi mando. Soy realmente el teniente coronel Bernhard Krüger.
—Es un honor conocerle, señor —tartamudeó List mientras se ponía firme juntando los tacones de sus zapatos sonoramente.
—No es necesario… No es necesario ya ese saludo en la nueva Alemania… —pidió Krüger—. Ahora ya no somos militares, sólo patriotas, amigo mío. Aunque debo decirle que, con los tiempos que corren, hasta el patriotismo está fuera de lugar.
—El que no ama su patria no puede amar nada en la vida —precisó List.
La operación Bernhard había sido una de las más grandes y exitosas operaciones de falsificación diseñadas por el régimen nazi. Llevada a cabo entre 1942 y 1945, ideada por Reinhard Heydrich y liderada por el coronel Krüger, la oficina 6-F-4 había falsificado cerca de cuatrocientas mil libras esterlinas al mes. Krüger había seleccionado a ciento cuarenta prisioneros judíos expertos en imprentas, coloristas, caligrafistas, dibujantes y cortadores y se les dio la clasificación de trabajadores «altamente indispensables para el Reich». Al terminar la guerra, el coronel Krüger incautó varias cajas de libras falsas y documentos y consiguió pasar a Suiza junto a su amante hasta que Odessa dio con él en un pequeño hotel de Appenzell. Desde aquel día, todo el departamento de falsificaciones y documentaciones de Odessa quedaron bajo su mando.
—Acompáñeme, amigo. Tenemos cinco sobres con las identidades que deberán asumir sus protegidos. Ha de salvaguardar estos sobres con su vida hasta que lleguen a sus destinatarios en Roma —indicó Krüger—. Si los británicos los incautan, sus protegidos estarán perdidos. Defiéndalos con su vida.
List comenzó a sudar profusamente.
—Hace mucho calor aquí. ¿Por qué tienen encendidas esas estufas? —preguntó.
—Si se da cuenta, todas las documentaciones que manejamos permanecen en bandejas especiales incluso aunque estemos trabajando con ellas. En caso de una redada de los británicos, mientras derriban la puerta, nos da tiempo a arrojar al fuego el contenido de las bandejas en estas grandes estufas. Así mantenemos seguros el mayor tiempo posible a nuestros protegidos —explicó Krüger.
—¿Y qué sucedería si consiguieran entrar antes de destruir las pruebas? —inquirió List.
—Quiera Dios que no lo consigan, por el bien de sus protegidos y de Odessa.
List depositó los cinco sobres sobre una de las grandes mesas y los abrió uno por uno. En el primer sobre estaba escrito el nombre de Pedro Gonner. Abrió el pasaporte argentino falsificado y los certificados de viaje. El hombre que aparecía en la fotografía era el Poglavnik Ante Pavelic. El segundo sobre contenía un pasaporte húngaro a nombre de Kermit Goran Marzec; el tercero, un pasaporte polaco a nombre de un médico judío llamado Daniel O. Bermawitz; y el cuarto, un pasaporte finés a nombre de Seppo Törni, con los correspondientes pases fronterizos del mismo país y una buena cantidad de moneda del país nórdico. El último sobre contenía un pasaporte portugués a nombre de Luis M. Rocha.
De repente, un sonido procedente del exterior comenzó a llegar a oídos de los hombres que se encontraban en la sala.
—
Englischer Schweinehund
! —gritó Hornetz
.
Del mismo pasillo de alcantarillado por donde habían pasado minutos antes comenzaron a llegar gritos de «alto» en inglés y alemán.
—¡Cerdos ingleses! Nos han descubierto. Debe usted escapar de aquí con esos documentos. Es primordial que los lleve a Roma —dijo Krüger a List.
La partida británica de cazanazis estaba dirigida por el mayor Peter Davies, el capitán John Hodge y el sargento John Robbins. Formaban parte de la División de Investigación del Grupo de Crímenes de Guerra en Europa Noroccidental.
—¡Cerdos, hijos de puta! —gritó Weerts al mismo tiempo que disparaba con una ametralladora por la oscura alcantarilla para detener el avance británico.
El resto de los presentes en la sala comenzó a vaciar las bandejas de documentos en las grandes estufas. El fuego iba consumiendo cualquier prueba o rastro de Odessa.
—Rápido, por aquí —dijo Hornetz a List y Krüger—. Esta es la única salida.
List metió los cinco sobres en una bolsa militar, se la colocó en bandolera y entró con Krüger en un pasadizo que no tendría más dos metros de ancho.
—Sigan el túnel hasta el final. Verán una escalera y una reja oxidada. Empújenla y sigan el túnel hasta que lleguen a un gran desagüe. Al final hay una salida. Tengan cuidado. Nosotros resistiremos aquí. No se preocupen, mantendremos a raya a esos cerdos ingleses —dijo el subteniente de las SS Heinrich Hornetz mientras empujaba una pesada puerta de hierro.
List se arrastró como pudo por el estrecho y oscuro túnel maloliente hasta llegar a la reja que le había indicado Hornetz. Le seguía de cerca el jefe de falsificadores de Odessa. Al llegar al desagüe, saltaron al canal y continuaron caminando hasta el lugar de donde procedía la luz del sol.
—Creo que por aquí saldremos al otro lado de la granja. Esos
böse schwein
de ingleses casi nos cogen —dijo List.
Al llegar al final del túnel, los dos hombres aparecieron tras unas pequeñas colinas que rodeaban la granja al norte. Aún agachados, List y Krüger divisaron a lo lejos cómo las patrullas inglesas rodeaban los edificios, de donde salían sonidos de disparos.
—Está claro que las cosas se les están poniendo difíciles —dijo Krüger—. Debemos irnos lo antes posible.
List echó un último vistazo hacia el conjunto de casas rodeadas por las fuerzas británicas, pero sabía que no debía poner en peligro la misión que le había llevado hasta allí ni los cinco sobres que guardaba en la bolsa que colgaba a su espalda.
Dentro del túnel, Hornetz y Weerts intentaban mantener a raya a los investigadores británicos mientras el resto de personal de Odessa huía por la parte trasera.
—Bien, Weerts.
Meine Ehre Heisst Treue
, vamos a por ellos —dijo Hornetz.
—Así será. Siempre luchando bajo nuestro lema: «Mi honor es la lealtad» —respondió Weerts citando el lema de las SS y lanzándose contra los británicos sin dejar de disparar.
Durante la confusión reinante, Hornetz consiguió escapar a través del túnel y llegar sano y salvo a la luz del día. Allí le esperaba un coche con tres hombres armados.
El mayor Davies y el capitán Hodge corrieron tras él, pero al llega r hasta la zona donde estaba aparcado el vehículo, varios disparos realizados por los SS hirieron a uno de los oficiales británicos en una pierna. Finalmente, con la intervención de dos patrullas británicas, consiguieron detener a Hornetz. Poco tiempo después, todo había acabado. El mayor centro de falsificación de documentos de Odessa había sido desarticulado por la contrainteligencia militar del mariscal Montgomery. Odessa tardaría mucho tiempo en recuperar lo que había perdido aquella tarde en el sótano de Horwieden.
Mientras Krüger se escabullía en un bosque cercano, Hornetz y Weerts eran detenidos y entregados al Grupo de Crímenes de Guerra. Ambos miembros de las SS serían ejecutados en la horca la tarde del 30 de julio, en el campo de concentración de Neue Bremm. List conseguiría llegar a Italia a salvo con el valioso cargamento gracias a la ayuda que le prestaron varios miembros del Círculo Salzburgo, una organización afín a Odessa.
Roma
—Señor Lienart, señor Lienart —dijo el hermano que hacía de portero en la residencia de Sant'Ivo alia Sapienza.
—Dígame, hermano.
—Una señorita ha dejado esta nota para usted esta misma mañana —dijo el religioso.
Lienart olió el sobre y salió al claustro. Tras sentarse junto a una columna, lo abrió y sacó una pequeña página escrita a mano con letra redonda y prolija.
Estimado señor Lienart:
Tal y como le prometí, resolví mis problemas en Roma gracias a su generosidad. Es hora de que le devuelva el gran favor que ha hecho a esta modesta estudiante inglesa de arte. Me gustaría invitarle a cenar esta noche, si usted lo desea. Piense que es la única forma que tengo de devolverle el favor que me ha hecho de manera desinteresada.
Le recuerdo la dirección de mi casa, por si no se acuerda: Piazza Capo di Ferro, en el segundo piso. Le espero a las ocho.
Suya siempre,
Laurette Perkins
August sonrió y volvió a meter el papel perfumado en el sobre. Regresó a la recepción de la residencia y pidió al portero un papel en blanco y un sobre. Tras escribir en él, lo dobló y lo introdujo en un sobre con el escudo de la Sapienza. Escribió cuidadosamente el nombre de la joven: Laurette Perkins. Sentado en un banco de madera, junto a la recepción, se encontraba Ulrich Müller.
—Müller, entregue esta nota en esta dirección.
—Así lo haré, Herr Lienart —respondió el guardaespaldas.
Aún debía contar a su padre los acontecimientos sucedidos en las últimas semanas y los próximos de Odessa.
Antes de salir para ir a su cita, August pidió a la operadora que le pusiese con el número del hotel Beau Rivage de Ginebra. Minutos después oía la voz de su padre al otro lado.
—Buenas tardes, padre.
—Buenas tardes, hijo. Nuestro hombre se dirige a Roma —dijo Lienart refiriéndose a List—. Creo que en unos días tendrás el paquete en tus manos. Nuestros amigos estarán felices.
—¿Sabemos algo de nuestro otro amigo de Alemania? —preguntó August refiriéndose a Hubert Böhme, el agente de Odessa enviado para ejecutar a Himmler.
—Ha caído en la misión. Creo que es mejor así. El silencio es el único amigo que jamás traiciona —respondió Lienart.
—Mi siguiente paso será entrevistarme con el Vaticano, padre.
—¿Tienes ya concertada la entrevista?
—No, aún estoy esperando la audiencia. Tengo que hablar con mi amigo Bibbiena para saber si puede hacer algo desde la Secretaría de Estado.
—Hijo, tenme al tanto de ese encuentro. Me interesa conocer la posición del Vaticano en nuestros asuntos. Por ahora, han permanecido callados por la cuenta que les trae, pero no creo que les haya gustado mucho que les hayamos quitado de las manos su organización.
—Estoy de acuerdo, padre. El croata puso enormes reparos —aseguró August—. ¿Qué pasa si Hudal exige que le entreguemos nuevamente la organización del Pasillo Vaticano?
—No creo que haga eso. Es demasiado listo. Sabe que, si lo hace, en primer lugar, nuestra organización acabará de un solo golpe con la suya y, segundo, haremos que Suiza corte el flujo de fondos. Sin esos fondos, el pasillo de Draganovic no durará mucho tiempo en activo y eso lo saben todos. Mientras sigan así, sin protestar, sus bolsillos seguirán llenándose sin problemas. Eso es, sobre todo, lo que les interesa al arzobispo Hudal y al Santo Padre —aseguró Lienart.
—¿Te refieres a Su Santidad?
—Sí. Piensa que Draganovic y los suyos actúan en Roma desde agosto del 43. Tu papa Pío XII siempre creyó que Pavelic era un hombre maligno, pero que sus manos no estaban manchadas de sangre inocente. Él se reconfortaba pensando eso, pero no son los deberes lo que quitan a un hombre la independencia. Son los compromisos, y Su Santidad sabe muy bien cuáles son.
—¿A qué te refieres? —preguntó August.
—En septiembre del 43, Su Santidad recibió en audiencia a ciento diez policías croatas, muchos de ellos involucrados en asesinatos masivos en el campo de concentración de Jasenovac. Llegaron a él gracias a ese intrigante de Montini. Ten cuidado con él.