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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (30 page)

BOOK: El Oro de Mefisto
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August se mantuvo en silencio mientras probaba la carne sangrante que había en su plato.

—¿Me has entendido? —volvió a preguntar su padre.

—Sí, padre, te he entendido. Alto y claro.

—Perfecto. Si quieres, puedes regresar a Roma, pero mantenme informado de tus contactos con el Vaticano. Tampoco yo me fío nada de ese Hudal y de su lugarteniente, Draganovic. Vigílalos de cerca y avísame si consigues una audiencia con el Santo Padre.

—Te mantendré informado, padre.

Cuando August se disponía a levantarse, pudo ver cómo desde la entrada una bella mujer de pelo rojizo saludaba a su padre.

—¿Una de tus amantes?

—No es necesario ese tono tan desagradable —reprendió Lienart a su hijo.

—Pienso en mi madre cuando veo a este tipo de mujeres alrededor de ti.

—Es una buena amiga y una útil informadora de Odessa. Ven, te la presentaré.

—No, muchas gracias. Prefiero no conocer a ninguna de tus amigas especiales —respondió August mientras se ponía de pie—. Buenas tardes, padre. Estaré en contacto contigo desde Roma.

Inmediatamente después se dirigió hacia la salida cruzando fugazmente su mirada con la de aquella bella y sensual pelirroja que esperaba a su padre. Mientras se encontraba en la recepción abonando su habitación, vio cómo su padre ascendía por la escalera abrazado a aquella mujer.

—Podemos irnos. Ya está todo preparado en el coche —dijo Müller a su espalda.

—De acuerdo, enseguida voy —respondió Lienart sin dejar de mirar a su padre. Estaba besando a aquella pelirroja en el ascensor.

August Lienart salió del hotel y respiró profundamente el aire fresco que llegaba desde las alturas que rodeaban al lago Leman.

—Müller, meta mi equipaje en el coche. Antes daré un corto paseo hasta el muelle del lago.

—De acuerdo, Herr Lienart. Le esperaré aquí —respondió.

Mientras paseaba por el mismo muelle donde había sido asesinada la emperatriz Sissi por un anarquista hacía casi medio siglo, August recordó la historia del Ocaso de los Dioses como símil para el final del Tercer Reich. El anillo maldito fabricado con oro robado al Rin por el enano Alberich, de la raza de los nibelungos, causó la muerte de Sigfrido, pero también la destrucción del Valhalla, la morada de los dioses. En la mente del joven Lienart, Hitler podía ser ese enano nibelungo que, tras destruir naciones enteras y robar su oro, había acabado destruyendo esa gran Alemania simbolizada en la obra por Sigfrido, pero también con la destrucción de ese gran Valhalla en el que podía haberse convertido Europa. Aún estaban claras en su mente las palabras que le había dicho Hitler justo antes de embarcarse para Kristiansand, refiriéndose a la imposibilidad de conquistar Europa mediante las buenas palabras: «A Europa hay que violarla para conseguirla».

En el acto segundo, las hijas del Rin, las potencias europeas, tratan de convencer a Sigfrido, Alemania, para que les devolviera el anillo de oro. Como en la obra, Alemania se niega, y ellas le advierten que, si no lo hace, caerá sobre ella una maldición, simbolizada en este caso con la total destrucción del pueblo alemán.

Mientras seguía admirando las vistas del atardecer sobre el lago, sonrió positivamente al recordar el acto tercero de la ópera de Wagner. Al igual que Brunilda, la amada de Sigfrido, cuando ordena colocar el cadáver de su amado en una pira funeraria para que así las hijas del Rin recuperen el anillo permitiendo que la paz regrese al Valhalla, había sido necesario que Alemania tuviese que sufrir esa destrucción, a través de un fuego fatuo y purificador, con el fin de que renaciera de sus cenizas un nuevo, más fortalecido y mucho más poderoso, Cuarto Reich.

Alemania había capitulado. Las hostilidades cesaron en todos los frentes el día 9 de mayo, a las cero horas. A pesar de ser un día de alegría para todo el mundo, Suiza y sus habitantes mantenían su hipócrita serenidad. Todo había terminado. El Tercer Reich se había hundido en medio de un trueno apocalíptico. La bandera soviética ondeaba en Berlín sobre el Reichstag. Se veía por doquier la humillación, el caos, la desolación. Entre los soldados había innumerables prisioneros con los ojos despavoridos que apenas habían tenido tiempo de darse cuenta de lo que pasaba. Entre la población civil, millones de despojos humanos luchaban por la vida mientras esperaban poder aprender otra vez a vivir. Y un único epitafio del Führer para esa gran Alemania ahora pulverizada: «Si el pueblo alemán no es capaz de salir triunfante de esta prueba, no derramaré ni una sola lágrima por él». Ahora, el autor de estas palabras se encontraba en algún lugar del Atlántico rumbo a un puerto seguro, dejando atrás una Europa que había ayudado a destruir.

La Segunda Guerra Mundial había causado cerca de cincuenta y dos millones de muertos; había mutilado a millones de niños, mujeres y hombres; había expulsado de sus casas a millones de personas; había asolado regiones enteras; había arrasado por completo ciudades de Europa, África y Asia.

Ahora, era el tiempo de las ratas, era el tiempo de la evasión de las ratas más gordas del Tercer Reich a través de los pasillos establecidos por Odessa.

Capítulo VIII

Berna

Aquella mañana, la actividad en la sede de la OSS en Herrengasse era desenfrenada. John Cummuta debía informar a Allen Dulles y a Gerry Mayer de los acontecimientos acaecidos en Tønder. La mayor parte de la estación conocía ya la noticia de la muerte de Nolan Chills. «Las malas noticias siempre se difunden rápido», decía siempre Chills, precisamente.

—Debemos informar al Departamento de Guerra para que se lo comuniquen a su familia —dijo Dulles—. Y ahora, John, quiero que entres en la sala y nos informes de todo lo que ocurrió en Dinamarca.

—Así lo haré, jefe —respondió Cummuta aún apesadumbrado por la muerte de su amigo.

En silencio, fueron entrando en la sala Dulles, Mayer y Chisholm, el jefe de operaciones, que había llegado desde Roma tras conocer la noticia. Cummuta fue el último en entrar.

Durante casi una hora, el agente de la OSS fue relatando paso a paso todo lo que había sucedido desde que se habían marchado de Roma rumbo a Dinamarca, siguiendo los pasos de Lienart. Cuando contó la muerte de Chills, los presentes permanecieron en absoluto silencio.

—¿Qué fue de ese Lienart? —interrumpió Mayer.

—Lo perdimos.

—¿Dónde lo perdisteis? —intervino Chisholm.

—Cuando vigilábamos la casa, vimos salir en un vehículo a ese Lienart acompañado de su perro guardián: un tipo alto, rubio y bien parecido. Yo creo que, por su forma de actuar, era de las SS.

—¿Por qué crees eso? —preguntó Dulles.

—Desde que comenzamos a seguirlo en Roma, nos dimos cuenta de que es un hombre que, aunque no da órdenes, impone con su presencia. Eso sólo sucede si eres de las SS. Ocurre incluso aunque esté presente un alto oficial de la Wehrmacht.

—Puede que sea un SS poco importante —sugirió Chisholm.

—Tenemos una imagen de él. Tal vez los de contrainteligencia puedan decirnos quién es. Quizá los hombres del capitán Matesson puedan identificarlo —recomendó Dulles.

—¿Quién era el tipo al que mataste? —preguntó Mayer.

—No me lo dijo, pero sé que era un SS.

—¿Por qué?

—Le corté la manga de la camisa y llevaba tatuado el grupo sanguíneo. Por eso.

—¿Te dijo su nombre? —preguntó Dulles.

—No quiso decírmelo.

—¿No pudiste arrancárselo? —preguntó Chisholm.

—Tal vez la próxima vez que se me presente una ocasión similar, pueda llamarte para que me enseñes cómo hacerlo. Te aseguro que, con la nuez casi aplastada, el músculo de su muslo izquierdo desgarrado, el glóbulo ocular colgando y la bolsa del escroto rajada, ya sólo me quedaba cortarle los huevos y metérselos por el culo —respondió Cummuta indignado ante la pregunta desafiante de su jefe de operaciones.

—Mantengamos la calma, caballeros —ordenó Dulles mientras se preparaba la pipa—. Necesitamos recopilar toda la información para tener un punto de vista más amplio. Eso servirá para que pensemos que Nolan no ha muerto en vano. Ahora, analicemos nuevamente todo lo sucedido John.

—De acuerdo, señor —aceptó Cummuta.

—Perfecto —replicó Chisholm.

—Dinos qué te dijo ese SS durante el interrogatorio —pidió Dulles.

—Tras unos cuantos golpes, me dijo que había llegado a Tønder para entregar unas órdenes selladas a ese francés. Reconoció que el jefe de esa organización llamada Odessa era Martin Bormann…

—¿El secretario de Hitler? —repuso Mayer.

—Eso dijo —respondió Cummuta—. También me dijo que un pez gordo del Reich iba a pasar por Tønder rumbo a algún lugar donde ponerse a salvo.

—¿Te dijo quién era ese pez gordo? —preguntó Dulles.

—No lo sabía o, al menos, eso me dijo. No creo que mintiese, analizando su situación física. Después me dijo que ese August Lienart era una especie de elegido.

—¿Elegido para qué? —intervino Chisholm.

—No lo sé. Habló de un Cuarto Reich.

—¿Quieres decir que ese francés ha sido elegido para liderar un Cuarto Reich? —preguntó Dulles algo incrédulo.

—No lo sé, jefe. Eso me dijo el tipo de la SS.

—¿Te dijo algo más?

—Nada más. Lo siguiente era cortarle los huevos o quemarlo vivo por lo que le había hecho a Nolan, y decidí hacer con él lo segundo.

—¿No se te ocurrió entregarlo a los Aliados para que pudiesen interrogarlo? —dijo Chisholm.

—Yo no soy tú y, además, tú no tuviste que ayudar a Nolan a sujetarse los intestinos cuando ese cerdo nazi le abrió las tripas con un cuchillo de caza. Tú no tuviste que verle morir. No tuviste que oír cómo se reía ese nazi de mierda. La próxima vez puedes venir conmigo e indicarme lo que debo hacer.

La tensión reinante en la sala fue cortada por el propio Dulles, que dio por finalizada la reunión.

—John, quiero hablar contigo en mi despacho.

—De acuerdo, jefe —respondió Cummuta.

Los dos hombres entraron en el pequeño y luminoso despacho. En la pared aparecía colgada una fotografía del nuevo presidente, Harry S. Truman. Sobre una pequeña repisa se alineaban varios marcos con fotografías. Entre ellas, una de su esposa; otra del mismo Dulles vestido de blanco en un muelle de madera, junto al fallecido presidente Franklin D. Roosevelt; y otra con el primer ministro británico Winston Churchill. A John Cummuta le sorprendió ver la fotografía de la esposa de Dulles. En la estación de Herrengasse todo el mundo sabía de la estrecha relación que el jefe de la OSS mantenía con Mary Bancroft y con Wally Toscanini.

—Siéntate —ordenó Dulles mientras sacaba de su cajón una pequeña botella de whisky y dos vasos de cristal—. Tengo una nueva misión para ti, John.

—¿Cómo? ¿Es que piensa quitarme de la operación Odessa?

—No, tranquilo. Seguirás en la operación Odessa, pero con un objetivo distinto. Quiero que recopiles todo tipo de información sobre ese August Lienart. Quiero fotografías suyas, su biografía, quiero saber dónde va, con quién va, con quién se reúne. Quiero saberlo todo de él y, lo más importante, quiero saber para qué es el elegido —dijo Dulles.

—¿Por qué no lo liquidamos? Yo solo puedo encargarme de eso, jefe.

—Puede sernos más útil vivo que muerto —precisó Dulles—. Si Odessa está ayudando a escapar a criminales de guerra, quiero saber quiénes son, quiero conocer sus rutas de escape, quiero conocer su estructura, quién la financia, quién es su contacto en Suiza. Quiero saberlo todo, y si te cargas a ese francés, podemos perder la única pista que tenemos de Odessa. Ocúpate de recopilar todo lo que puedas sobre él. Ahora, hazme el favor de pedirle a Daniel que entre. Tengo que hablar con él.

Cummuta se levantó de la silla y antes de salir dio un rápido trago al vaso de whisky que aún sujetaba en la mano.

—¿Puedo entrar, jefe? —preguntó Chisholm desde la puerta.

—Entra, Daniel. Tenemos que hablar —indicó Dulles—. Cierra la puerta.

—¿De qué quiere hablar conmigo?

—Me preocupa Samantha —dijo el jefe de la OSS.

—¿Por qué? ¿Qué le preocupa?

—Hace días que no informa y eso es asunto tuyo. Si alguno de tus agentes desaparece, el problema es tuyo…

—Déjeme decirle algo, jefe. Samantha no ha desaparecido —afirmó Chisholm.

—¿Y dónde está?

—Ha sido vista en Ginebra.

—¿Y qué hace en Ginebra? —preguntó Dulles.

—Aún no lo sé, pero lo sabré en breve. Al parecer, fue vista en el hotel Beau Rivage con un tipo bien parecido pero que no hemos conseguido identificar. Parecía un banquero.

—¿La has hecho seguir? —preguntó Dulles, sorprendido.

—Después del fiasco de Hilzingen, los de seguridad no han perdido de vista ni a Samantha ni a Claire. He preferido que sean ellos los que las sigan. Nosotros tenemos pocos efectivos, y los que tenemos, están trabajando en la operación Odessa.

—¿Has puesto a Claire entonces también bajo vigilancia?

—Sí. Pero ella está aún en Roma. Consiguió contactar con ese Lienart, tal y como se le ordenó. Ese tipo le dijo a Claire que se iba de viaje y suponemos que ese viaje era a Tunden Si vuelve a pisar Roma, lo sabremos enseguida.

—¿Qué van a hacer los de seguridad con Sam?

—Aún no lo sé, pero les he indicado que, antes de llevar a cabo cualquier acción, debe ser aprobada por nosotros —afirmó Chisholm.

—Espero que eso les quede claro. No quiero otro error por su parte como el sucedido durante el interrogatorio tras la operación de Hilzingen ¿Cómo tiene pensado Claire volver a ponerse en contacto con ese Lienart?

—Avisaremos nosotros a Claire de que Lienart está en Roma y le organizaremos una aproximación, como hicimos anteriormente.

—Que así sea… Y recuérdales a los de seguridad que nos mantengan informados sobre los movimientos de Samantha. Adviérteles que, si descubren algo, seremos nosotros y no ellos quienes tomaremos las medidas oportunas —ordenó Dulles.

—De acuerdo, jefe. Así se lo haré saber —respondió Chisholm.

—Ahora, John y tú tenéis que regresar a Roma y estar bien atentos. Necesitamos más información sobre Odessa y ese Lienart.

Roma

El teléfono sonó varias veces sin resultado positivo. Cuando August Lienart se disponía a colgar ya el aparato, escuchó una voz al otro lado.

—¿Hola? ¿Quién es?

—Hola, Elisabetta, soy August…

—¿Quién?

—August, August Lienart…

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