Authors: Eric Frattini
—No te preocupes, preciosa, saldremos de ésta. Ya verás —dijo Samantha para tratar de calmar a su compañera.
El agente que se encontraba sentado delante en el Mercedes 260 de color negro se giró y golpeó con la culata de su Lüger a Sam en el rostro.
El cuartel general de la Gestapo estaba instalado en una antigua comisaría, ahora abandonada, en la cercana Hohentwiel y protegido tan sólo por una decena de miembros de las SS y Gestapo. Al llegar, el vehículo se detuvo en la puerta y dos SS agarraron violentamente a ambas mujeres y las empujaron hacia el sótano. Allí las encerraron en dos celdas contiguas.
—¿Qué crees que harán con nosotras? —preguntó Claire.
—No lo sé, preciosa, pero estoy segura de que no nos van a invitar a un baile. Eso tenlo por seguro…
Durante horas, la dos mujeres permanecieron en la más absoluta oscuridad. Un grito las sacó del silencio en el que se encontraban. Dos hombres de la Gestapo entraron en las celdas y, tras empujar al suelo a Samantha y Claire de forma brutal, fueron esposadas con las manos a la espalda y trasladadas a la primera planta del edificio. Allí las esperaba otro vehículo para trasladarlas a unos cientos de kilómetros con el fin de ser interrogadas por un enviado de Ernst Kaltenbrünner. El coche con los dos agentes de la Gestapo y sus prisioneras iba escoltado por dos soldados de las SS en una motocicleta BMW con sidecar. De repente, una fuerte explosión hizo volar literalmente por los aires a los dos SS junto con su vehículo. Desde ambos lados de la carretera, comenzaron a impactar balas en el coche mientras Samantha y Claire mantenían la cabeza agachada.
—¡Malditos perros americanos! —soltó uno de los agentes de la Gestapo mientras desenfundaba el arma para disparar a sus prisioneras. Cuando estaba a punto de disparar sobre Claire, se oyó un sonido seco en el coche. El agente nazi cayó muerto sobre el respaldo de su asiento. Alguien le había disparado en la nuca.
—Hola, preciosas.
Aquella voz les era familiar. Eran Nolan Chills y John Cummuta, acompañados de varios miembros de la Resistencia.
—¿Vais a quedaros ahí o venís con nosotros? —invitó Chills.
Las dos agentes de la OSS saltaron del coche y comenzaron a correr hacia un bosque cercano.
—Estoy segura de que alguien nos ha vendido. Nos estaban esperando —afirmó Claire mientras intentaba recuperar el aliento tras la carrera.
Chills se giró hacia ella y le ordenó que permaneciese en silencio hasta nueva orden.
—Hemos recibido órdenes de Dulles de conduciros sanas y salvas hasta Suiza. Dejadnos a nosotros y permaneced en silencio hasta ser interrogadas por la sección de seguridad.
—Espero, pelirroja, que tengas algo bueno para papá Dulles —dijo Cummuta mientras guiñaba un ojo a Sam—. Esas tetas tuyas de nada te van a servir con él.
—Eso a ti no te importa, yugoslavo del demonio.
Unas horas después, los agentes de la OSS y los miembros de la Resistencia cruzaron nuevamente la frontera con Suiza. Aún con la ropa húmeda y cubiertas por una manta, las dos mujeres permanecieron durante horas sentadas en un duro banco metálico a la espera de ser interrogadas.
—Esto es peor que la Gestapo, ¿no te parece? —dijo Samantha mientras cogía a su compañera de la mano—. No te preocupes. Es tan sólo un trámite que debemos pasar por…
Antes de finalizar su frase, la puerta se abrió frente a ellas y aparecieron dos tipos en mangas de camisa.
—¿Es que vais a torturarnos? —preguntó Sam mientras entraba en la habitación contoneando sus caderas de un lado a otro y soltándose su larga cabellera roja.
Claire admiraba a Samantha. A pesar de su belleza exterior, reunía el valor suficiente como para entrar y salir de Alemania para traer una buena información, la suficiente frialdad como para disparar en el cráneo a un alemán sin pestañear siquiera, y una especie de rebeldía que divertía incluso al mismísimo Allen Dulles. En la OSS en Washington se rumoreaba que Dulles disfrutaba de la compañía de Samantha, pero también de la de Mary Bancroft y Wally Toscanini. Fuera real o no, lo cierto es que Sam sabía cómo utilizar en beneficio propio ese rumor.
—¿Qué le dijo el agente alemán? —preguntó uno de los interrogadores.
—Eso a ti no te importa —respondió Sam en tono desafiante.
—Escucha, monada. Si no respondes a nuestras preguntas, te ataremos a una silla, te amordazaremos y te enviaremos derechita a Estados Unidos.
—Perfecto, así veo a un par de novios que tengo en Nueva York.
—Dinos qué te dijo el informador.
—Sólo puedo decírselo a mi jefe de operaciones, Daniel Chisholm, a Gerry Mayer o a Allen Dulles, y a nadie más.
El primer interrogador volvió a acercarse a Sam y, sujetándola por los hombros, volvió a preguntarle:
—¿Qué fue lo que le dijo el agente alemán?
—Haga el favor de separarse de mí. Huele usted muy mal. Y haga el favor de no volver a ponerme la mano encima.
De repente, el agente de seguridad de la OSS echó su mano atrás y descargó un fuerte golpe con la mano abierta en el rostro de Sam, que se cayó de la silla.
—Maldito hijo de puta —soltó Sam, tendida en el suelo y con la mejilla colorada por la bofetada—. Se lo advierto: si vuelve a ponerme la mano encima, le aseguro que si tengo una sola bala y le tengo a usted y a ese enano de Hitler enfrente, tenga por seguro que la utilizaré con usted sin dudarlo.
El otro agente apartó al interrogador de la mujer para evitar que volviese a golpearla.
—Tranquilo, tranquilo —dijo el compañero—. Llama a la otra. Dile que entre.
El hombre salió de la habitación secándose el sudor.
—Claire Ashford, entre.
Claire se levantó sujetando torpemente la manta que la cubría. Cuando entró en la sala de interrogatorios, vio a Samantha sentada en un rincón mirando a la pared.
—¿Es que la han castigado como en el colegio? —preguntó Claire provocando una sonrisa a Samantha.
—No se haga la graciosa con nosotros. Le aseguro que si nos ponemos duros, podemos ser peor que esos principiantes de la Gestapo.
—Eso no lo ponemos en duda, nazis de mierda —dijo Sam.
El primer agente agarró la larga cabellera de la Sam y tiró de ella hacia atrás bruscamente.
—Si vuelve a pronunciar palabra alguna, tenga por seguro que será detenida y enviada a Washington bajo acusación de traición, y ya sabe lo que eso significa. Estoy seguro de que a las presas de la cárcel federal de Taconic les encantará un bombón como usted.
—Dígame qué les dijo el informador alemán —apremió el interrogador a Claire.
—No lo sé —respondió.
—¿No lo sabe o no estaba presente?
—No lo sé.
—¿Qué significa eso de «no lo sé»?
—Pues que no lo sé. Estaba en el granero vigilando mientras la agente Osborn hablaba con el contacto —respondió Claire sin saber qué estaba pasando.
—¿Está segura que estaba dentro del granero el agente alemán con la agente Osborn? —preguntó el segundo agente de seguridad.
Claire observó cómo Samantha intentaba girarse para cruzar su mirada con la suya, intentando comunicarle algo.
—Sí que lo estoy. Estoy igual de segura como que usted está aquí y preferiría estar en el bando de la Gestapo —señaló Claire con cierto sarcasmo.
—Vaya, vaya… veo que tenemos aquí a otra agente graciosa. Pues tal vez le gustaría ver estas fotografías y decirme cómo pudo acabar el agente alemán así.
El interrogador arrojó dos fotografías en blanco y negro sin mucha luz y algo borrosas en las que se veía un cuerpo tirado sobre el heno húmedo. En la segunda se veía el mismo cuerpo más claramente con un estilete clavado en la nuca. Esta vez fue la propia Claire quien evitó cruzar su mirada con la de Samantha.
—Le aseguro que cuando dejamos a ese tipo estaba más vivo que usted.
—Una de ustedes, en el fragor de la redada de la Gestapo, pudo haber entrado en el granero y asesinar al informador.
—Creo que tendrá que buscar en otra parte. Tanto a mi compañera como a mí nos han maltratado en la Gestapo y, si fuéramos informadoras, ¿no cree que nos hubieran soltado? Por lo menos a la que colaboraba con ellos. Y si no fuera así, ¿podría decirme por qué una de nosotras tendríamos interés en asesinar al agente alemán que podría darnos información vital para nuestra misión?
—Tal vez porque una de ustedes es una traidora.
—Le aseguro que estaremos aquí muchas horas si pretende que confesemos que una de nosotras mató al agente alemán.
Los dos hombres del Departamento de Seguridad de la Oficina de Servicios Estratégicos abandonaron la sala de interrogatorios. Durante escasos minutos ambas mujeres permanecieron en silencio. Samantha y Claire evitaron decir nada sobre su misión en Hilzingen por si las estaban escuchando.
De repente, la puerta se abrió y apareció en la sala Daniel Chisholm, el jefe de operativos en la estación de la OSS en Berna.
—Vámonos, chicas. La función ha terminado. Regresamos a Berna. No digáis absolutamente nada —ordenó.
Las dos agentes se levantaron y salieron al pasillo. Mientras Daniel ayudaba a colocar a Claire la manta sobre sus hombros, Samantha se dirigió hacia los dos agentes de seguridad.
—Todo olvidado, compañera —dijo el primer agente.
—Me parece perfecto —respondió Sam mientras le tendía su mano. Cuando se disponía a estrechar la mano del agente que la había abofeteado, Samantha miró fijamente a su interrogador y, tras guiñarle un ojo, levantó su rodilla derecha y le dio de lleno en la entrepierna. Mientras se alejaba por el pasillo, pudo oír a su espalda como éste la maldecía retorciéndose de dolor en el suelo.
Roma
El tren llegó con dos horas de retraso a la estación central de Roma. Cientos de personas confluían en la ciudad alejándose de los focos de resistencia alemana que aún quedaban en el norte del país. La mayoría de los controles de seguridad eran dirigidos por policías italianos y policías militares estadounidenses.
—Papeles, padre —pidió un policía con la mano extendida.
—Aquí los tiene —respondió August sin dejar de mirar al militar americano que éste tenía a su lado y le escrutaba bajo un casco blanco.
—¿Motivo de su viaje?
—Tengo que visitar la Santa Sede… la Secretaría de Estado.
—De acuerdo, padre, puede usted continuar. Bienvenido a Roma.
A la salida de la estación, varios hombres se acercaron al joven vestido con traje negro y alzacuellos para ofrecerle sus servicios.
—¿Necesita un guía, un taxi, medicinas, penicilina? —le ofreció un hombre de baja estatura, con un espeso bigote y tocado con una gorra negra. August Lienart le observó, parecía sacado de lo más profundo de un barrio de Nápoles, y aceptó contratar sus servicios.
—Coja mi equipaje y lléveme a esta dirección.
El hombre cogió la pequeña maleta y el papel en el que estaba escrita la dirección.
—Via Tommaso Campanella, 41 —dijo el chófer—. Esto está muy cerca del Vaticano.
Lienart siguió de cerca a su nuevo chófer atravesando una multitud que intentaba por todos los medios acceder al edificio principal de la estación, cargados muchos de ellos con jaulas de gallinas o con cestos de tomates y naranjas.
—Es la guerra, eminencia. Mucha gente viene a Roma desde el campo a visitar a sus familiares y les traen productos para que puedan subsistir. Esos productos los cambian luego por medicinas o penicilina. La guerra… Usted ya sabe —aclaró el chófer.
—No me llame eminencia. No soy obispo ni cardenal. Tan sólo un humilde sacerdote.
—De acuerdo, padre. Por cierto, mi nombre es Luigi… Luigi Russo.
Durante el trayecto, August pudo observar los destrozos provocados por los bombardeos aliados y la ocupación nazi en la Ciudad Eterna.
—¿Quiere ver algún monumento de la ciudad antes de ir a su destino?
—No, muchas gracias, Luigi. No tengo tiempo de hacer giras turísticas. Lléveme a esa dirección —pidió Lienart.
Las calles romanas eran auténticos mercados callejeros, en donde circulaban policías, partisanos armados, policías militares estadounidenses y soldados aliados intentando controlar el caos en el que se había convertido la capital italiana.
—Muchas italianas se han convertido en prostitutas para dar de comer a sus hijos, y los americanos se aprovechan de ello, entregándoles chocolate, medias y raciones de carne enlatada. A esto nos ha llevado ese pomposo hijo de puta de Mussolini.
—¿Es usted comunista? —preguntó Lienart.
—Y a mucha honra. Este país necesitará a los comunistas para la reconstrucción. Stalin y su valiente ejército soviético son los únicos que han conseguido hacer retroceder a ese maldito Hitler. Estos americanos, y los ingleses con su té, dejaron que gentuza como Hitler y Mussolini se hicieran con el poder y con varios países sin hacer absolutamente nada. Y eso, ¿a qué nos ha llevado? A que nuestras mujeres tengan que prostituirse por unas medias —sentenció Luigi mientras escupía por la ventanilla sucia del destartalado vehículo—. Es usted francés, ¿no? —preguntó el chófer.
—Sí, lo soy.
—Ustedes sí que fueron inteligentes. Dejaron que entrase el alemán de bigote y ese pequeño mariscal suyo y ahora han conseguido lavarse las manos, aceptando como un héroe a ese De Gaulle y con su París intacto. Ustedes, los franceses, sí que saben hacer las cosas bien, ¡mierda!, no como nosotros, los italianos. Nos bombardearon los americanos cuando éramos socios de los alemanes y después, cuando les dijimos a los alemanes que ya no les queríamos como socios, nos bombardearon también ellos. ¿Puede usted creerlo, padre? Así somos de estúpidos los italianos. Todos nos bombardean. Todos nos dan por culo, padre, y perdone mis expresiones, pero la cosa es así.
Casi una hora después, August observaba desde la ventanilla la cúpula majestuosa de San Pedro, que se levantaba sobre Roma como un símbolo de esperanza sobre una ciudad herida.
—Es bonita, ¿verdad?
—Sí que lo es —respondió August entre dientes.
Unos minutos después el vehículo entraba en la vía Tommaso Campanella.
—Perdone, padre, el 41 debe de estar por aquí. Déjeme que pregunte a esos niños.
Luigi se apeó del coche y preguntó a unos niños que jugaban con una pelota hecha con trozos de tela.
—Me han dicho que el edificio es aquél de la esquina con vía Mocenigo.
Lienart se apeó y cogió su maleta.