Authors: Eric Frattini
—Puede usted esperar en el gran salón —le indicó Otto Meier mientras le invitaba a pasar.
El acceso al gran hall se hacía a través de una escalera de cinco peldaños coronada por una gran puerta con un arco situado en lo alto. El suelo, de brillante mármol, resplandecía con la iluminación de dos grandes arañas que colgaban del techo de madera artesonada. Justo a la izquierda se encontraba la gran chimenea, frente a una mesa rodeada de confortables sofás. Una amplia escalera de tres peldaños conducía a un segundo nivel del salón. A la izquierda, un gran pórtico daba paso a otro salón más pequeño y recogido. Una pequeña biblioteca junto a un piano, un gran globo terráqueo y un reloj de pared coronado por el águila nazi y una mesa redonda de marquetería rodeada de seis butacones de diferentes estilos escoltaban el gran ventanal, que permitía contemplar una visión extraordinaria del paisaje y de las nevadas cumbres del Untersberg. La ventana rara vez se cubría, pero, en tiempos de tormenta, una gran persiana accionada mecánicamente permitía cerrar por completo el recinto al exterior. Los amplios muros estaban decorados con unos enormes tapices flamencos y con pinturas de artistas alemanes y austríacos de los siglos XVII y XVIII.
Unos minutos después, un murmullo cada vez más alto recorrió el pasillo y el invitado supo que se acercaba el Führer. Iba acompañado de su particular séquito: Christa Schöder, su secretaria; Otto Günsche, su ayudante personal; Heinz Linge, edecán; Bernhard Frank, comandante de las SS en Berchtesgaden; Wilhelm Brückner, edecán principal; Nikolaus von Below, ayudante de campo de la Wehrmacht; y Arthur Kannenberg, un hombre bajito y robusto con un gran sentido del humor al que todos llamaban
Willy
. Era el mayordomo privado del canciller. Todos portaban la
Gelber Ausweis
, la identificación amarilla, una especie de «ábrete, Sésamo» con la que se indicaba que el portador era miembro del séquito personal del Führer.
El visitante observó que Hitler, vestido con una casaca gris, corbata, pantalón negro y una pequeña águila de oro sujetando entre sus garras una esvástica prendida en el ojal, se acercaba a él con paso lento y con una sonrisa en los labios al reconocer a su amigo.
—Mi buen y fiel amigo Lienart —dijo Hitler mientras se dirigía a su invitado levantando el brazo derecho para hacer el saludo del partido.
Lienart se puso firme y devolvió el saludo a su amigo.
—Heil, mein Führer.
—No es necesario, amigo, no es necesario todo esto —dijo Hitler mientras le cogía del brazo y al mismo tiempo le estrechaba la mano débilmente.
—Vayamos hacia el ventanal —sugirió el Führer a su invitado.
Para el francés, su amigo de hacía tantos años era ahora un hombre de múltiples rostros: el hombre-estado en la Cancillería de Berlín; el líder del partido durante las impresionantes concentraciones en Núremberg; el estratega militar en la Wolfschanze, la Guarida del Lobo, en Prusia Oriental; el Dios-líder al que el pueblo ansiaba ver en su montaña sagrada; o el canciller del pueblo en el Berghof del Obersalzberg, pero, a finales de aquel verano de 1944, era ya un hombre de ojos vidriosos y enmarcados por profundas ojeras, con la cara hinchada, tremendamente pálido, de figura senil, con la espalda encorvada hacia delante y con uno de sus brazos temblando constantemente, como si estuviese enfermo de Parkinson.
Hitler se volvió hacia su ayudante personal, Otto Günsche, y ordenó que saliese todo el mundo del gran salón y le dejasen con su invitado. Todos hicieron caso de la orden, excepto dos de sus guardaespaldas de las SS, que se encontraban de pie, algo más alejados del resto del séquito.
—Ustedes también —indicó el Führer en tono cansado—. Quiero estar a solas con mi amigo.
—Ja wohl, mein Führer
—respondieron ambos sin dejar de observar atentamente al extranjero.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, Hitler volvió a reunirse con su amigo, que se encontraba aún admirando el paisaje desde el gran ventanal.
—¿Conoce la obra de Toni Blum, amigo mío? —preguntó el Führer.
—No, no la conozco, mi Führer.
—En 1912 compuso una ópera titulada
Un canto desde el Untersberg
. Según Blum, un día el emperador Carlos V estaba durmiendo en el Untersberg junto a un ejército de espíritus. De repente, una bandada de cuervos le anunció que resucitarían para salvar al pueblo alemán. El pueblo, reencarnado en un pastor, se hizo a sí mismo un juramento de fidelidad: «Al emperador y al pueblo alemán quiero permanecer siempre fiel, y a todo aquel que nos blasfeme le volaré los sesos». Carlos V salió de la montaña y el heraldo anunció la unión de Alemania. El emperador luchaba por la victoria y todo culminó en una apoteósica y grandiosa Alemania —relató Hitler mientras observaba el macizo montañoso junto a su amigo Lienart.
A Lienart aquel extraño discurso le sonaba a vacío mientras sentía la presencia del Führer a su lado. El que antaño charlaba animadamente de tantos temas, en los últimos meses sólo hablaba de perros y de su adiestramiento, de cuestiones alimenticias, de antiguas leyendas y de la estupidez y la maldad del mundo. Sólo cuando tenía una visita, el canciller abandonaba su estado depresivo y recobraba su poder sugestivo y su capacidad de persuasión. A menudo se servía de un sencillo recuerdo para iniciar una casual fantasía sobre ejércitos cada vez más poderosos que ya estaban en camino desde algún lugar para arrojar a los Aliados al mar y de armas milagrosas que llevarían la destrucción total hasta las más recónditas naciones de la Tierra.
—Todos esperamos días mejores. Un mundo en paz, una cultura alemana triunfante. Debemos trabajar por ello, y usted es clave en ese renacimiento, amigo mío.
—Le agradezco sus palabras, mi Führer, pero querría saber cuál será mi papel exactamente —apuntó Lienart.
—Somos soldados cumpliendo con nuestro deber —respondió el Führer—. Usted, amigo mío, es un hombre duro, difícil de vencer. Una vez, cuando nos conocimos, le oí decir: «Seamos prácticos». Pues éste es el momento de serlo, al menos hasta que Alemania pueda permitirse su filosofía. Fue el Duce quien me dijo aquí mismo, en el Berghof, que la guerra revelaba el carácter más noble de los hombres y por eso, quizás, ahora es el momento en el que yo le pido, como amigo suyo, que demuestre ese carácter para alcanzar una Alemania nueva más fortalecida.
—¿Y cuál tendría que ser ese papel práctico que yo debo desempeñar? —volvió a preguntar Lienart, interesado.
—Las sombras acechan a nuestra gran Alemania y se acerca el fin de nuestro Reich, y muchos, los americanos, los ingleses, ustedes los franceses, elevarán al Tercer Reich a la categoría de héroe solitario que lucha contra los nuevos jinetes del Apocalipsis: el judaísmo, el bolchevismo y la plutocracia. Tenemos que continuar nuestra lucha hasta la extenuación. La venganza debe convertirse en nuestra principal virtud, y el odio al enemigo, en nuestro deber. Hemos de transformar nuestras plazas en fosas comunes para los enemigos del Reich. Yo sé, observando este paisaje, que las horas antes del amanecer son las más oscuras. El pueblo alemán debe pensar en todo esto cuando en el combate la sangre del enemigo escurra por sus ojos y les rodeen las tinieblas —desvarió un Hitler con claros signos de agotamiento en su voz.
—Ya sabe, mi Führer, que siempre le he servido fielmente desde que nos conocimos en Austria a finales de los años veinte.
—Lo recuerdo, amigo mío, lo recuerdo. Usted era un hombre de fortuna y supo ver en mí y en el Partido Nacionalsocialista algo que otros no vieron o no se atrevieron a ver, y siempre le estaré agradecido por ello. Cuando se acerca el final, sólo los más fieles permanecen. Por ese motivo, deseo poner en sus manos una misión trascendental para el futuro renacimiento de una nueva gran Alemania.
—Sigo sin entender exactamente cuál ha de ser esa misión, mi Führer —comentó Lienart.
—El secretario Bormann ya me ha informado de sus dudas con respecto a nuestro proyecto. Quiero y deseo que sea usted quien porte la antorcha que deberá traer de nuevo una sangre alemana renacida de entre las cenizas. Cuando los enemigos de Alemania pisen el suelo de nuestra sagrada nación, tan sólo sus mejores hijos serán perseguidos por la labor que han realizado. Nadie sospechará de un hombre como usted, un hombre que sabe moverse a la perfección en los entresijos de la política y sus defectos. Necesito que se comprometa conmigo, con el Reich y con la futura supervivencia de Alemania, aquí y ahora.
Lienart permaneció unos segundos en silencio mirando a los ojos a aquel hombre tembloroso que un día hizo vibrar a miles de personas, con tan sólo sus palabras, en las concentraciones del partido en Núremberg.
—Cuente conmigo para esa gran misión que ha elegido para mí. No le defraudaré, mi Führer —respondió Edmund Lienart.
—Pues entonces está todo dicho. Deberá proteger al elegido para ser el heredero de ese Cuarto Reich que renacerá cual ave fénix de sus cenizas.
—¿A qué elegido se refiere, mi Führer? ¿Quién es ese elegido del que me habla? —preguntó Edmund Lienart.
—Por ahora basta con decirle, amigo mío, que usted es un hombre muy cercano al elegido, el hombre que guiará los pasos de un nuevo Reich para Europa y que liderará la gran batalla contra el bolchevismo y el poder judío financiero —respondió Hitler.
En ese momento, Hitler cogió a Lienart del brazo y lo acompañó hasta la puerta del gran salón. Antes de abrirla, se volvió a su invitado.
—Dentro de mil años, amigo mío, gobierne quien gobierne, se recordará que muchos buenos alemanes creímos una vez en la posibilidad de continuar la lucha para recomponer un nuevo y renacido Reich. Ahí estarán nuestros nombres, el mío, el suyo, el de Bormann, para hacer historia. Mañana por la mañana se reunirá usted con el secretario Bormann en el Kehlsteinhaus. Él le revelará todos los detalles. Queda poco tiempo y tenemos que ser cautelosos. Nadie debe saber cuál es su misión. ¿Me ha entendido?
—Le he entendido alto y claro, mi Führer —respondió Lienart mientras estrechaba la débil y temblorosa mano de su amigo.
Cuando el visitante caminaba ya por el pasillo, precedido por Otto Günsche, hacia la salida del Berghof, pudo oír nítidamente cómo Hitler se volvía a dirigir a él.
—No deje de enviar mis más cordiales saludos a su bella esposa Magda y a su hijo.
Aquéllas fueron las últimas palabras que oyó de su amigo Adolf Hitler, canciller de Alemania.
Atravesaron la gran terraza en la que a Hitler y a Eva Braun les gustaba jugar con sus perros y Günsche ordenó a Meier que acompañara al ilustre invitado a la casa de huéspedes de nuevo.
—Se le servirá la cena allí —indicó el edecán del Führer.
Según pudo saber Lienart al día siguiente, esa misma noche Hitler partió a su cuartel general de Adlerhorst, en Bad Nauheim, para reunirse con el estado mayor de la Wehrmacht. Ignoraba que Hitler planeaba una gran contraofensiva en los bosques de las Ardenas para el mes de diciembre de ese mismo año, tras rechazar un importante ataque aliado en la ciudad holandesa de Arnheim. Para Edmund Lienart aquello suponía tan sólo las inútiles patadas de un ahorcado justo antes de morir con la soga al cuello.
Tras una cena frugal servida por dos camareros de las SS vestidos con chaquetilla blanca, Lienart llamó a su esposa a la residencia familiar de Sabarthés. Desde hacía pocos meses, las tropas alemanas se estaban retirando de la región con la intención de reforzar las unidades en el muro atlántico. Tras unos largos minutos de espera, pudo oír el tono de llamada al otro lado del teléfono. Segundos después escuchó la voz del ama de llaves.
—Marguerite, soy el señor. Quiero hablar con mi esposa.
—Enseguida la llamo, señor.
Lienart oyó los gritos de la mujer llamando a su esposa. Poco después escuchó su voz al otro lado.
—¿Dónde estás, querido? —preguntó Magda.
—Estoy en Berchtesgaden. Creo que debe de ser el único lugar de Alemania desde donde se puede conectar telefónicamente con el exterior —dijo Lienart.
—¿Has hablado con el Führer?
—Es mejor no comentar estos temas por teléfono —respondió Lienart para cortar las preguntas indiscretas de su esposa—. ¿Sabes algo de nuestro hijo?
—Ha estado aquí unos días antes de regresar a la abadía de Fontfroide. Está allí recluido intentando terminar sus estudios. Aunque se queja mucho de la guerra y de que esto no le permite concentrarse en sus tareas, está muy bien de salud. Ya sabes cómo es. Marguerite le ha dado de comer. Está muy flaco…
—Intentaré ir a Francia. Espero poder reunirme con él en la abadía.
—¿Cuando volverás a casa?
—Dentro de unas semanas, pero no te prometo nada…
—Estaría más tranquila si estuvieses aquí —dijo Magda.
—Y yo estaría más tranquilo si te trasladases a nuestra casa de Venecia. Allí la situación está más calmada que en Sabarthés y Roma.
—Edmund, prefiero quedarme en Sabarthés y esperar acontecimientos. Además, tengo cerca a August, sobre todo si las cosas se ponen feas en la zona de la abadía. Le pedí que se quedase en casa, pero ya sabes cómo es. Es igual que tú.
—Tenme al tanto de todo lo que ocurra, Magda. Podrás localizarme, de momento, en el Adlon, en Berlín, si es que los ingleses no lo han bombardeado ya —precisó Lienart—. Y ahora tengo que colgar. Por cierto, el Führer te manda saludos.
—Devuélveselos, querido.
A continuación, tras esa fría conversación, Lienart escuchó el sonido que le indicaba que al otro lado de la línea ya no había nadie. Cuando colgó el aparato, pensó en los años que había pasado junto a Magda, manteniendo una fría y distante, pero a la vez educada y diplomática, relación matrimonial.
Magda Hauss de Lienart era una mujer de su tiempo. Criada en una familia prusiana adinerada de Baviera, había sido educada y preparada para el matrimonio con un rico hombre de negocios o con un alto oficial del ejército. Hablaba alemán, francés, inglés e italiano a la perfección. Sus modales eran impecables; su educación, exquisita. Lienart la había conocido en París, en 1914, durante una visita al Louvre, justo pocos meses antes de dar comienzo la Primera Guerra Mundial. El conflicto los separó: Edmund Lienart combatió en el ejército francés, en los campos de Verdún y el Mame, y el padre de Magda, como oficial del alto mando del káiser Guillermo. En 1919, tras el fin de la contienda y la derrota de Alemania, volvieron a verse y se casaron pocas semanas después, con el rechazo de la familia de Magda. Tres años después nació su primer y único hijo, al que pusieron por nombre August.