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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (10 page)

—He venido porque se me ha encomendado una difícil y delicada misión —explicó Lienart—. Antes de darte cualquier información, debes prometer que no revelarás a nadie nada de lo que te cuente hoy aquí. Nadie puede saberlo. Si se lo dices a alguien, pondrás en peligro a tu madre, a ti, a mí y a lo que la familia Lienart significa —advirtió.

—¿Cuál es esa misión tan secreta? ¿Quién te la ha encomendado? —preguntó August.

Su padre se levantó del banco de piedra y, dándole la espalda, comenzó a hablar.

—Desde 1943, tras la derrota sufrida por el ejército alemán en Stalingrado, muchos líderes en Berlín se dieron cuenta de que la guerra iba tornándose hacia el bando aliado. Después de la derrota en las Ardenas, la situación se ha vuelto aún más complicada. Alemania ha perdido a casi cien mil hombres en esos bosques. Muchos líderes del Reich han comenzado a hacer las maletas para prepararse para cuando llegue la derrota.

—Las ratas abandonan el barco que se hunde. ¡Cobardes! —exclamó August.

—Seres humanos, hijo, seres humanos… —replicó Lienart para intentar disculpar a los líderes del Reich—. Los bolcheviques están ya muy cerca de Varsovia. Tal vez les quede una o dos semanas más de resistencia. Creo que no mucho más. Desde ahí, queda ya poco territorio hasta que alcancen suelo alemán. En el frente occidental, americanos e ingleses también se acercan a toda velocidad. No quieren arriesgarse a perder un tiempo valioso, que no tienen, en otra ofensiva como la de las Ardenas.

—¿Les queda tan poco tiempo?

—Muy poco. Por eso necesito tu ayuda.

—¿Quién te ha metido en esto, padre?

—Bormann, Martin Bormann —respondió Lienart.

—¿El secretario del Führer?

—Así es, pero como no me fiaba de ese campesino, decidí que fuese el mismísimo Führer quien me ratificase las órdenes. Por eso he estado en Berchtesgaden. Tenía un encuentro con el canciller.

—¿Viste a Hitler?

—Sí. Estuve con él cuarenta y cinco minutos a solas en el Berghof. Nadie más que él y yo.

—¿Qué tal está? —preguntó August mientras jugaba con su crucifijo de plata.

—Destruido, podría ser la palabra. Estoy seguro, lo vi en sus ojos. Sabe que la guerra está perdida y que les queda muy poco tiempo.

—¿Cuál es la misión que te ha encomendado?

—Sólo te la revelaré si estás dispuesto a ayudarme. Si no quieres, sabré entenderlo, pero es mejor que no sepas nada si así lo decides. Es por tu seguridad.

August se levantó y se dirigió al hermano Hubert, que se encontraba no muy lejos de ellos.

—Hermano Hubert, mi padre se quedará a almorzar. —A continuación, miró nuevamente a su padre y le dijo—: Espera hasta esta tarde. Te daré mi respuesta.

—Esperaré… pero tiene que ser esta tarde. Tengo que ir a Ginebra y ya sabes que, tal y como está la situación, el viaje es bastante complicado —respondió Lienart.

Esa misma tarde, y tras haber descansado unas horas, padre e hijo volvieron a reunirse en el llamado dormitorio de los hermanos legos, una gran sala en piedra rosada coronada por una enorme bóveda.

—Hola, padre. ¿Has descansado?

—Sí, por lo menos unas horas. Es la primera vez que descanso desde hace meses.

—He decidido, tras meditarlo mucho, ayudarte en tu misión —respondió el joven seminarista.

—De acuerdo, hijo mío. Por ahora, eres el único en quien puedo confiar. Hay mucha gente interesada en saber lo que se decidió este pasado mes de agosto en un hotel de Estrasburgo.

—¿Vas a contarme qué se decidió?

—Odessa —respondió Lienart.

—¿Odessa? ¿Qué es eso?

—Organización de Antiguos Camaradas de las SS. Eso es Odessa.

—¿Y a qué se dedica?

—La cuestión no es a qué se dedica, sino a qué se dedicará. En futuro. Te lo contaré todo desde el principio ahora que has decidido subir a bordo…

—Antes de que empieces a contarme nada, debo poner una única condición a mi ayuda —interrumpió el joven.

—Adelante, ¿de qué se trata?

—Madre jamás sabrá nada de nuestra colaboración, y cuando digo jamás, es jamás.

—Acepto.

—Quiero que sepas que si madre se entera alguna vez de lo que estamos tramando con esa organización tuya llamada Odessa, daré por concluida mi colaboración contigo. Quiero que quede bien claro —advirtió el joven.

—Me ha quedado muy claro, hijo, y ahora, si no tienes más condiciones, trataré de relatarte todo lo que sé hasta ahora de Odessa…

Durante dos largas horas, sentados en un gran banco vacío del comedor, Edmund Lienart fue relatando a su hijo todo lo acontecido en la reunión del hotel Maison Rouge de Estrasburgo, así como su encuentro con Adolf Hitler en el Berghof y su reunión con Martin Kormann en el Nido del Águila.

—Eso es todo… Ahora te necesito para abrir rutas de evasión con el fin de establecer nuevas vías de fuga sin que el resto de Odessa las conozca.

—¿Qué podríamos temer, padre?

—Es mejor establecer varias rutas de escape sin que Bormann y los suyos sepan nada de ellas. Cuanto menos sepan esos campesinos, mejor. Eso jugará a nuestro favor. Los jerarcas que habrá que evacuar tras el fin de la guerra sólo necesitan conocer su ruta de escape. Es como si tú y yo estuviésemos internados en un campo de prisioneros y tuviésemos que huir haciendo varios túneles. Es mejor que cada prisionero conozca un solo túnel, por si se le captura y se va de la lengua. Si sólo conocen una vía de escape, un túnel, sólo esa ruta estará en peligro, y no el resto de túneles —precisó Lienart.

—¿Cuál sería mi misión exactamente? —preguntó el joven.

—Se trata de un encargo muy delicado. Necesito que mañana mismo abandones la abadía y te pongas en contacto con el arzobispo Hudal, Alois Hudal. Es el rector del Colegio Teutónico de Santa María dell'Anima. ¿Le conoces?

—Sí, le conozco. ¿Dónde debo reunirme con él?

—Por tu condición sacerdotal, lo mejor sería que te reunieras con él en Roma. Necesitamos su colaboración para que el Vaticano se convierta en una estación de paso, en un pasillo seguro para los que tengan que huir.

—Pero, padre… aún no soy sacerdote. Sólo soy seminarista y no creo que un arzobispo de Roma ponga especial atención a lo que deba decirle un sencillo novicio.

—Eso no importa —dijo Lienart con cierto tono despectivo—. Aquí tienes una carta para Hudal. De cualquier forma, actualmente Roma está ocupada por los Aliados y no hay mejor disfraz en una nación de católicos que un sacerdote vestido de negro con alzacuellos que entre y salga del Vaticano fácilmente. Eso harás tú. Hudal tiene un lugarteniente en Roma, un tal Krunoslav Draganovic, director de la organización de San Girolamo. Puede ayudarte en tu misión. Necesito el apoyo de Hudal y Draganovic para conseguir del Vaticano y de Pío XII todo el apoyo posible. Entrégale la carta que te he dado a Hudal.

—¿Crees que el Santo Padre nos prestará su ayuda? —preguntó August.

—Pío XII es más anticomunista que antinazi. Cree más en una Europa bajo el dominio católico, aunque ello suponga apoyar al Reich, que en una Europa dominada por los bolcheviques con Stalin a la cabeza. Debemos jugar esa baza y llegar hasta el Papa antes de la derrota de Alemania. Esa será tu tarea.

—De acuerdo, padre, mañana por la mañana me pondré en camino hacia Roma. ¿Tú que tienes previsto hacer?

—Tengo que ver a varios banqueros suizos y también una reunión con seis siniestros personajes.

—¿Quiénes son?

—Bormann tiene miedo de que alguien se interponga en nuestra misión, así que ha destinado a Odessa a seis carniceros de las SS para que se unan a nuestra causa en materia de seguridad.

—¡Asesinos! —exclamó el joven seminarista.

—Puede ser, pero espero no tener que utilizarlos. Estarán bajo mis órdenes directas y no harán nada a no ser que yo mismo se lo ordene.

Como te digo, espero no tener que utilizarlos. Me reuniré con ellos en un punto concreto de Ginebra. Debo irme esta misma noche.

—¿Cooperarán los suizos?

—¡Ah! Esos suizos, esos gnomos. Así los califica el Führer.

—¿Por qué los llama así?

—Los gnomos, según el Talmud, son esos genios pequeños, feos y deformes que gobiernan la tierra en donde se guardan los tesoros. Tal vez los términos feo o deforme se refieran más a sus defectos morales que a sus defectos físicos, pero sea como fuere, esos suizos se asemejan mucho a los gnomos. Si les ofreces oro y diamantes, te abrirán sus puertas de par en par. Tengo una reunión de urgencia con varios de ellos y con miembros del Reichsbank.

—¿Tan alto ha llegado ya Odessa?

—Como te he dicho, todo el mundo quiere salvarse. Cuando el barco está hundiéndose, las ratas más gordas y mejor alimentadas son las que tienen mayores posibilidades de sobrevivir. Göring, Goebbels, Himmler, Funk y el resto son ratas gordas y querrán huir cuando su Reich de los Mil Años desaparezca del mapa bajo las bombas aliadas.

—¿Cómo me pondré en contacto contigo?

—Yo lo haré. Es mucho más seguro que nadie conozca tu existencia y que se ignore tu papel en Odessa. Cuanto menos sepan, menos probabilidades habrá de que los servicios de inteligencia aliados te detecten. Debemos saber jugar con ventaja. ¿Conoces a alguien en Roma?

—Tengo un gran amigo allí. Quizás incluso pueda ayudarme en la misión que me has encomendado.

—¿Es de fiar?

—Tranquilo… es un sacerdote llamado Hugo Bibbiena. Su familia pertenece a la nobleza vaticana. Es descendiente del cardenal Dovizi Bibbiena. Creo que tiene un puesto importante en la Secretaría de Estado, aunque me han dicho que puede que trabaje para la Entidad.

—¿Qué es eso de la Entidad? —preguntó interesado Lienart.

—Los servicios secretos vaticanos.

—De acuerdo. Contacta con él. Y, por supuesto, procura no descubrir demasiado tus cartas con él. Es mejor saber antes qué posición adoptará el Vaticano.

—De acuerdo, padre.

—Tú no te muevas de Roma. Tal vez, hasta me puedes venir bien para convencer a tu madre para que se traslade a nuestra villa en Frasca ti.

—No creo que la convenza para que abandone Sabarthés y se traslade a Villa Mondragone. Ella cree que está más segura en Sabarthés.

—Pues ésa será otra de tus misiones.

Los dos Lienart, padre e hijo, se dirigieron en silencio hasta la puerta de la abadía. Edmund Lienart intentó besar a su hijo en la mejilla, pero éste interpuso su mano para estrechar la de su padre. Fuera le esperaba un vehículo militar para trasladarlo hasta una base de la Luftwaffe. Allí debía tomar un vuelo que le llevaría hasta Ginebra. Mientras regresaba a su celda, el seminarista pensaba en el largo y peligroso viaje hasta Roma, a través de una Europa que iba desgajándose en medio de la tragedia.

Ginebra

El hotel Beau Rivage, en el número 13 de Quai du Mont-Blanc, se había convertido no sólo en el establecimiento hotelero más sofisticado de Ginebra, sino también en el mayor y más conocido centro de espionaje mundial en una Europa asolada por la Segunda Guerra Mundial. Edmund Lienart era un cliente asiduo. Le gustaba almorzar junto a sus invitados en el exclusivo y discreto salón Masaryk, alejado de miradas indiscretas.

—Buenos días, señor Lienart.

—¿Ha preguntado alguien por mí, George?

—No, señor. De todos modos, en cuanto alguien lo haga, se lo comunicaremos a su suite.

—De acuerdo, George. Que suban mi equipaje y que me preparen un Martini seco.

Aquel lugar era para Edmund Lienart un oasis de paz en aquella Europa convulsa. Los diarios anunciaban la retirada alemana desde las Ardenas, que en pocos días se había convertido en una huida dramática hacia ningún lugar. Las entonces gloriosas y poderosas unidades Panzer de las SS escapaban a toda velocidad hacia Bélgica. Alemania estaba ya en llamas y su supervivencia era tan sólo cuestión de meses. Para Lienart, Alemania era ya un paciente en estado comatoso, pero el Führer le había encomendado una misión que estaba dispuesto a cumplir hasta el final. El sonido del teléfono rompió sus pensamientos.

—¿Señor Lienart?

—¿Sí, George? Han llegado sus invitados. ¿Qué quiere que hagamos?

—Acompáñenlos hasta el salón Masaryk y atiéndanlos hasta que yo baje.

—Así se hará, señor —dijo el jefe de la recepción.

Lienart se quedó mirando unos minutos por el ventanal de su suite, observando a lo lejos el majestuoso Mont Blanc dominando la ciudad mientras se anudaba cuidadosamente la corbata de seda, regalo de su esposa. Aquel paisaje le recordaba al Obersalzberg. Antes de salir de la habitación, se miró atentamente en el espejo y se colocó en el bolsillo de su chaqueta de
tweed
un pañuelo a juego con la corbata. Ahora sí que estaba preparado para entablar conversación con los banqueros y abogados suizos.

El salón Masaryk, con una gran chimenea y con paredes forradas de madera y alfombras persas de lana cubriendo los suelos de mármol, era grande aunque acogedor. Al entrar, Lienart divisó dos rostros familiares: los de los banqueros Emil Puhl y Kurt von Schröeder. Había conocido a ambos en la reunión en el Maison Rouge en Estrasburgo.

—¿Herr Lienart? —dijo Puhl—. Es un placer volver a verle.

—Lo mismo digo, Herr Puhl —respondió Lienart mientras estrechaba su mano.

Los otros tres hombres presentes en el salón no eran rostros conocidos, a pesar de mostrar una estrecha relación con los dos expertos del Reichsbank. Uno de ellos era Korl Hoscher, un despiadado abogado que había conseguido cerca de dos millones de francos suizos en comisiones procedentes del dinero de los rescates de judíos. El más joven era Radulf Koenig, un suizo que tenía una gran habilidad para poner a sus
clientes
en manos de la Gestapo una vez que habían entregado el dinero del rescate. El tercero era Galen Scharff, el poderoso director general del Banco Nacional Suizo. Un hombre con ojos saltones de color gris, enmarcados en unas gafas redondas de concha, una gran nariz y el pelo castaño muy corto con canas en las sienes. Scharff estaba tallado en una madera distinta. Era flexible y el más astuto de los tres. Responsable del departamento de divisas desde IM42, carecía de apoyos políticos, lo que le daba una imagen de tecnócrata capaz de administrar y hacer ganar dinero a un partido u otro. Su mundo era el mercado de divisas, la bolsa y, sobre todo, los negocios rápidos y con alta rentabilidad. Los políticos y sus «intrigas de bar», como él mismo lo definía, en el Bellevue Hotel de Berna o en el Beau Rivage de Ginebra eran de otro planeta.

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