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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (11 page)

—Bien, señores, comencemos —señaló Lienart.

Koenig fue el primero en tomar la palabra.

—Herr Lienart, antes de todo quiero decirle que es para nosotros un gran honor conocerle y hacer negocios con usted. Espero que sean provechosos para ambas partes —dijo.

Aunque Lienart despreciaba a aquellos tipos, sabía también que los iba a necesitar cuando todo hubiese tocado a su fin para crear bases estables de fondos financieros para Odessa. Para un francés, aquellos suizos pequeños y relamidos estaban tocados por la
hybris
, el concepto griego que podría traducirse como «desmesura» o «confianza en uno mismo de forma exagerada». Ahora, a principios de 1945, la oligarquía financiera, representada por aquellos tres tipos, era alcanzada por esa misma
hybris
. Pero ya en 1939 el mundo bancario helvético no había abandonado su idea de inmiscuirse o, por lo menos, beneficiarse del poder mundial.

Las cámaras acorazadas de los grandes bancos de Ginebra, Berna o Zúrich se habían convertido en grandes cloacas en donde se hacinaban lingotes de oro robados a otros bancos centrales de países ocupados, lingotes de oro procedentes de los judíos muertos en las cámaras de gas y de capitales fugados cuyo origen estaba en Himmler, Göring o Ribbentrop.

—Necesitamos de ustedes para mantener las líneas abiertas entre nuestra organización y los fondos depositados en sus bancos una vez que acabe la guerra —intervino Puhl.

Una risa desmedida interrumpió la conversación. Era Korl Hoscher, que hasta ese momento se había mantenido en silencio.

—Ustedes, los alemanes, vienen ahora exigiendo que les ayudemos sin tener la más mínima decencia y humildad a la hora de reclamar esa ayuda por nuestra parte. Desde 1939 Suiza ha sido para ustedes uno de sus más fieles aliados a la hora de suministrarles todo lo necesario, incluidas materias primas para que su canciller pudiera mantener engrasada su maquinaria bélica para continuar arrasando país tras país. Siguen teniendo ustedes los mismos modales de 1939; pero ahora, en enero de 1945, la situación es bien diferente —declaró.

Lienart interrumpió al suizo, evitando una respuesta aún más agresiva por parte de los dos banqueros alemanes.

—Yo soy francés, señor Hoscher, un extranjero, o mejor dicho, y desde el punto de vista de ustedes, los suizos, yo soy un
di cheibe Uslander
, un maldito extranjero. Lo cierto es que tiene razón en parte, pero, sin duda, ni usted ni los suyos, ni los banqueros de su país, ni los políticos de la Confederación han analizado que Alemania y Suiza están unidas por un mismo lazo que se ató en 1939 y, por ello, estamos atrapados. ¿Cree usted sinceramente que Suiza podrá mantener intacta y limpia su imagen una vez que el Tercer Reich desaparezca? ¿Cree realmente que los americanos o los ingleses no le pedirán cuentas a Suiza por su ayuda a Alemania? ¿Cree que algún día alguien no llegará hasta su puerta para reclamar el dinero o el oro robado que tienen ustedes en las cámaras acorazadas de sus bancos? Pobres idiotas, ustedes, los suizos. Suiza es como esa muchacha que trabaja en un burdel y pretende hacernos creer que es virgen aún, pero le aseguro, señor Hoscher, que los americanos, los ingleses, los polacos, los húngaros, los checos e incluso los comunistas saben a la perfección con quién se ha acostado la puta y cuánto ha cobrado por ello.

Los asistentes permanecieron en un absoluto e incómodo silencio ante el discurso de Lienart, pero nadie se atrevió a intervenir. Mientras se servía una copa de coñac francés, continuó con su discurso.

—En cierta forma, déjeme decirle, señor Hoscher, se parecen ustedes mucho a los alemanes, y no sólo por la estrecha colaboración económica y financiera que han mantenido con Alemania. Su gobierno mantiene esa costumbre también muy germana de la prepotencia. Les gusta alabar su democracia y su libertad de prensa mientras amordazan hasta la extenuación a todo aquel que pretende ensuciar su paraíso de verdes praderas, limpias montañas, dinero, bancos y chocolate. Son ustedes incluso mucho más antisemitas que los alemanes. Lo único que les diferencia de ellos es que los alemanes se ensucian las manos aniquilándolos mientras ustedes los expulsan sencillamente hacia la frontera, conduciéndolos así a una muerte segura, pero claro… no había caído en eso, ustedes, los suizos, no accionan la palanca de las cámaras de gas ni arrojan sus cuerpos a los hornos crematorios. Eso, sin duda, les hace dormir mejor… ¿no es así, señor Hoscher?

Los tres suizos comenzaron a mostrar cierta intranquilidad y molestia ante el ataque al que les había sometido el francés.

—Y ahora que sabemos que la puta no es virgen —sentenció Lienart—, les propongo que hablemos de negocios. ¿Estamos de acuerdo?

Los presentes asintieron con la cabeza.

—Perfecto. El señor Puhl les explicará cuáles son nuestras necesidades —informó Lienart.

Emil Puhl era el hombre que realmente mandaba en el Reichsbank. Tenía un cierto aire malicioso y una mirada burlona, pero sin duda sus rasgos eran enérgicos. Puhl no iba a tomar el té a Berchtesgaden ni era reclamado en plena noche en la Cancillería del Reich, ni mucho menos podía llegar a besar la mano de Eva Braun o acariciar a
Blondie
, la fiel pastora alemana de Hitler. Para todo eso estaba ya el inepto Funk. Puhl era austero y a la vez ambicioso y sin duda despreciaba a su jefe, a quien claramente odiaba en la misma medida que envidiaba. Funk era quien tomaba el té con Hitler y deliraba con él sobre el dominio milenario de un gran imperio pangermánico que se extendería desde el Atlántico hasta la misma Asia. Pero en el Reichsbank en Berlín, era Puhl quien mandaba. Sus estrechas relaciones con Himmler le hacía ser un hombre muy poderoso, pero el resto de líderes del partido no sabían que esa estrecha relación se había convertido en amistad cuando Puhl recomendó al todopoderoso jefe de las SS abrir cuentas de depósito en el Reichsbank para el oro de los muertos en las cámaras de gas de Auschwitz, Maidanek o Buchenwald. Una pequeña pero importante parte de ese oro, extraído en muchos casos de las dentaduras de los judíos muertos, fue a parar a dos cuentas a nombre de Max Heilinger y Heinrich Melmer. Bajo esos nombres se escondía Heinrich Himmler, y Puhl lo sabía.

—Ha llegado el momento de que Suiza y sus bancos dejen de financiar la guerra para comenzar a financiar la paz —declaró el vicepresidente del Reichsbank—. Dentro de poco tiempo, Alemania ya no necesitará manganeso, ni volframio, ni cromo, ni hierro, ni tungsteno, ni siquiera petróleo. En pocos meses necesitaremos oro, diamantes y dinero en efectivo en divisas extranjeras y, para ello, Herr Lienart ha sido autorizado por el mismo Führer para utilizar los fondos que tienen ustedes depositados en sus bancos una vez que el Tercer Reich desaparezca.

—¿Y cómo pretenden hacerlo? —preguntó Koenig.

Puhl sacó un grueso informe de su cartera de cuero y comenzó a dar una serie de datos.

—Desde 1943, la guerra dio un giro inesperado para nuestro país después de Stalingrado. La contraofensiva soviética progresa muy rápidamente. En el norte de África, la guerra está perdida. Nuestras relaciones económicas con ustedes, los suizos, son magníficas y se han ido estrechando aún más desde el propio Reichsbank, la Wehrmacht y los Ministerios de Transporte y Armamento. —De repente, alguien interrumpió el relato de Puhl.

—Los Aliados no hacen más que presionar a nuestro país para que no aceptemos sus depósitos de oro y para que cortemos las líneas de abastecimiento de materias primas —dijo Scharff.

—Mientras Suiza siga ganando dinero con Alemania, no creo que les convenga cortar las líneas ni cerrar sus fronteras a nuestros envíos —intervino Kurt von Schröeder, el economista experto en operaciones monetarias, que hasta ese momento se había mantenido prudentemente alejado de la disputa con los tres suizos.

—Herr Schröeder, usted y su gobierno deben ser conscientes de que Suiza desempeña un papel muy difícil en estos momentos —precisó Koenig—. Los Aliados, y en especial los americanos, han estado presionando a mi país desde finales de 1943, alegando que si hubiésemos cortado a Alemania nuestros servicios bancarios y nuestros créditos del Banco Nacional Suizo a su industria de armamento la guerra habría terminado antes.

—Eso ha sido porque ustedes han preferido ganar dinero con la situación, nada más que eso, y ahora no pueden dejar a Alemania en la estacada —respondió Von Schröeder indignado.

—Nadie va a dejar en la estacada a nadie —señaló Puhl mientras tocaba el brazo de Von Schröeder con el fin de tranquilizarle—. Ahora debemos ser pacientes y pragmáticos y para eso hemos venido a Ginebra. Recuerde las palabras de nuestro Führer. Todo trato con Suiza ha de hacerse en tono amistoso. El Tercer Reich, como ha dicho Herr Lienart, tiene los días contados y tenemos que pensar, no tanto en las consecuencias y en los errores, sino en el futuro de nuestra Alemania. Si me lo permiten, continuaré con mi exposición de los hechos.

—Adelante —dijeron los presentes.

—Funk, el ministro de Economía, ha confirmado que Alemania y el Reichsbank no pueden renunciar ni un solo día a la posibilidad de efectuar transacciones de divisas con Suiza y en particular al cambio de oro en divisas convertibles y perfectamente legales. Nuestra supervivencia está en juego y depende de esas operaciones. En pocos días queremos que Suiza acepte un importante cargamento de oro procedente del Reichsbank, que quedará depositado bajo el nombre de Edmund Lienart, aquí presente, en las cámaras acorazadas del Banco Nacional Suizo. Los lingotes serán transportados por carretera hacia la frontera en Bale. El convoy irá escoltado por unidades de las SS. Nada más traspasar la frontera, será escoltado por unidades policiales suizas y por personal civil armado del Reichsbank. El oro quedará finalmente depositado en la cámara acorazada principal del banco. El papeleo y permisos del depósito será llevado a cabo por los abogados aquí presentes, señores Hoscher y Koenig.

—¿Cómo querrá el señor Lienart hacer la retirada de fondos? —preguntó Scharff.

—Nunca en lingotes de oro directamente. Podría ser peligroso y los americanos podrían detectarlo. Cuando Herr Lienart necesite de esos fondos, se lo comunicará a usted mediante anuncios cifrados en la página diez del
Neue Zürcher Zeitung
—respondió Puhl.

—¿En qué moneda se harán los ingresos?

—Lo mejor es utilizar el franco suizo. Si los ingresos exceden de una cierta cantidad de dólares, los servicios de inteligencia estadounidenses, a través de su Departamento del Tesoro, podrían darse cuenta y eso no nos interesa. Preferiremos que se haga en francos.

—¿El oro estará en lingotes? —preguntó Scharff.

—No, la mayor parte llegará en cajas metálicas en forma de
Preussische Münz
, monedas prusianas con números de serie anteriores a 1939. Cada moneda ha sido acuñada hace pocas semanas, pero para evitar su rastreo se les ha puesto un número de serie anterior a la campaña de Polonia. Así se evitarán preguntas incómodas y respuestas incorrectas.

—¿Qué explicación se dará desde el banco si alguien hace alguna de esas preguntas incómodas, señor Puhl?

—Muy sencillo. Los altos funcionarios del Banco Nacional alegarán que aceptan el oro, sólo en caso de que sea detectado el envío, como pago a las exportaciones de armas y productos industriales suizos al Reich. El oro no es más que el pago de los créditos de compensación concedidos por su entidad y como parte de la deuda que el Reich tiene con Suiza.

—Vaya —exclamó Scharff—. Tienen ustedes todo pensado.

—Eso esperamos —aseguró Puhl—. Realmente, el negocio para ustedes, los suizos, vale la pena. Mientras Europa se deshace en escombros, nuestro oro seguirá llegando a sus cámaras acorazadas. Mantengan el secreto de nuestra asociación y les aseguro que Suiza acabará esta guerra como una de las naciones más ricas del mundo.

—Lo que tendremos que estudiar es la cotización de la onza con respecto a la calidad del oro entregado por ustedes.

—No hay ningún problema —intervino Von Schröeder—, siempre y cuando mantengan ustedes el límite de 35 dólares la onza.

El banquero suizo intentó calcular de memoria:

—Eso supone… 1.125.276 dólares la tonelada, sobre una cotización de 4,2 francos suizos por dólar. Sin duda, será un buen negocio para ambas partes.

—Lo único que nosotros deseamos es que sean ustedes lo suficientemente rápidos como para entregar las cantidades de dinero que va a necesitar Herr Lienart. Rápidos y sin hacer preguntas.

—Por favor, confíe en nosotros como ha estado haciendo su Führer desde el comienzo de la guerra. Ya saben ustedes que en Suiza somos poco dados a hacer preguntas, tal vez por vergüenza o tal vez por respeto a la privacidad ajena. Descuide, no habrá preguntas por parte de ningún funcionario de mi banco ni por parte de ningún funcionario de aduanas o de la policía sobre la cuestión de sus envíos. De esto último se ocuparán los señores Hoscher y Koenig.

—Espero que así sea. No nos gustaría tener que tomar medidas contra alguien en caso de que no se cumplan nuestros deseos —advirtió el funcionario del Reichsbank.

—¿Cuándo se tiene previsto enviar el primer convoy? —preguntó Scharff.

—Aún debemos tomar diferentes medidas de seguridad para evitar que los Aliados conozcan nuestra operación. En todo caso, se les informará a su debido tiempo por medio del señor Lienart. Por ahora, tan sólo les queda esperar.

—Me gustaría preguntarle, señor Puhl, si nuestro embajador Frölicher sabe que nos hemos reunido —dijo el banquero.

—Se le informará a su debido tiempo. De todos modos, no creo que actualmente su embajador en Berlín esté muy preocupado por esta reunión. Los aviones aliados no le están dando demasiada tregua como para pensar en ello —respondió Puhl con cierto sarcasmo refiriéndose a los continuos bombardeos sobre la capital del Reich.

—De acuerdo. Espero, por tanto, que sean ustedes los que informen a nuestro embajador en Berlín cuando corresponda. No me gustaría que el Banco Nacional de Suiza cometiera un delito según la legislación del país. Si informan a nuestra embajada en Berlín, podremos cubrirnos las espaldas en caso de que ocurra algún altercado con los americanos.

—Ustedes, los suizos, siempre preocupándose de cubrirse las espaldas y de sacudirse el barro que les salpica —apuntó Von Schröeder—. Son ustedes unos maestros a la hora de salir impolutos, lo harían incluso en un combate en el barro.

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