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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (3 page)

—De acuerdo. Soy Friedrich Flick, magnate del carbón y el acero.

—Mi nombre es Cari Krauch —dijo el siguiente—, presidente del Consejo de Administración de la IG Farben.

—Buenos días, señores. Mi nombre es Georg von Schnitzler, químico y miembro del consejo de la IG Farben.

Después le tocó el turno a un hombre de pelo gris y mirada penetrante al que Bormann trataba con extrema delicadeza y respeto.

—La mayor parte de ustedes ya me conoce. Soy Gustav Krupp von Bohlen und Halbach, presidente del conglomerado Krupp AG.

—Yo soy su hijo, Alfried Krupp von Bohlen, actual director ejecutivo de las industrias Krupp AG —dijo el joven que se sentaba al lado del poderoso magnate.

—Soy Kurt von Schröeder, banquero experto en operaciones financieras internacionales —afirmó el hombre con bigote y gafas redondas que había estado hablando con Bormann antes de la reunión.

—A mí también me conoce la mayor parte de ustedes, pero como el señor Bormann quiere que nos presentemos, así lo haré. Soy Albert Vögler, industrial, experto en armamento y filántropo.

—Bueno, sólo falto yo —dijo uno de los hombres sentados alrededor de aquella mesa que había permanecido en silencio hasta ese mismo momento—, y creo que soy el único no alemán de esta reunión, pero espero que eso no les haga desconfiar de mí. Mi nombre es Edmund Lienart, empresario, financiero y, lo más importante para todos ustedes, amigo personal del Führer. Por eso estoy aquí.

Todos los asistentes fijaron su mirada escrutadora en aquel francés de pelo corto y canoso, con unas pequeñas gafas metálicas y bien vestido, sentado a la izquierda de Bormann y que declaraba abiertamente ser amigo personal del Führer. ¿Qué papel le tocaría desempeñar en el gran juego diseñado por Bormann?, se preguntaban los asistentes.

—Y ya, por último, me toca a mí. Soy, queridos amigos, Martin Bormann, jefe de la Cancillería, líder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán con rango de ministro del Reich y secretario privado del Führer. Ahora que todos somos amigos y que ya nos hemos presentado, el mayor Voss, que tan magníficamente ha organizado esta reunión, les dará una serie de indicaciones, llamémoslas… de seguridad. Adelante, mayor —invitó Bormann.

—De acuerdo, señor. Caballeros, a todos ustedes se les han entregado unos papeles que no deben copiar ni mostrar a nadie, ni siquiera hablar de ello, excepto con sus superiores, los que los tengan. Todas las comunicaciones pasarán por mí y seré el único enlace entre ustedes y el ministro Bormann.

El influyente secretario de Hitler, de cuarenta y cinco años, tenía una memoria de elefante y la constitución de un buey. Era fornido, de redondos y poderosos hombros, de cuello corto y grueso. Echaba la cabeza hacia delante inclinándola siempre levemente a un lado. Krupp, que no sentía mucho cariño hacia aquel líder nazi, solía compararlo con las gruesas mujeres luchadoras de Berlín, esperando su oportunidad para engañar a su adversaria en un combate sobre el barro. Pero, sin duda, Bormann engañaba a primera vista. En realidad, era muy ágil para ser tan grueso. Sus dedos, cubiertos de vello negro, eran gordos y nada escapaba a sus pequeños ojos escrutadores.

Una vez que los trece hombres se quedaron a solas, Martin Bormann volvió a tomar la palabra.

—Ya saben ustedes cuál es la situación militar en la que nos encontramos. Hablaré sin rodeos. Los ejércitos enemigos avanzan sin remedio hasta la sagrada tierra de Alemania y nada los detendrá en ese objetivo. Sin duda, todos ustedes se sorprenderán al oír esta afirmación de mis labios, casi puede llegar a sonarles a traición, pero lo que debemos empezar a comprender es que el Reich, nuestro glorioso Reich, tiene los meses, tal vez las semanas contadas —precisó Bormann mientras se desataba un murmullo entre los asistentes.

—Por favor, por favor, no se alteren —pidió Bormann, intentando calmar los ánimos de los asistentes, mientras extraía de su maletín de cuero una gruesa carpeta con un informe militar redactado por el alto mando de la Wehrmacht que desplegó sobre la mesa a la vista de todos—. Nuestras fuerzas están resistiendo en el oeste, mientras, en el este, el alto mando ha informado al Führer de que los ejércitos bolcheviques han conseguido romper nuestras líneas en varios puntos. Como también saben la mayoría de todos ustedes, Bruselas ha caído en manos enemigas hace tan sólo siete días y se dirigen hacia París. La capital francesa puede caer en los próximos días.

—¿Tiene algún plan nuestro Führer para detener a los americanos? —preguntó Walther Funk.

Bormann despreciaba a aquel borracho homosexual, alcohólico crónico y completamente analfabeto en cuestiones financieras. Sus análisis económicos eran tan imprecisos que en tiempos de paz debería desaparecer del mapa, si no quería arruinar por completo la economía del país.

Martin Bormann había ordenado a la Gestapo hacer un informe sobre el presidente del Reichsbank. Le gustaba tener documentación sobre todo aquel que pudiera llegar a tener contacto con él o con un posible acceso directo al Führer. A Bormann le interesaban más los rasgos psicológicos que los políticos. Opinaba que siempre podrían ser mejores armas la homosexualidad o el alcoholismo que ser sencillamente comunista.

FUNK, Walther. Desde 1939 dejó de estar a la altura de su cargo de ministro de Economía del Reich, ya que sus funciones pasaron a depender del plan cuatrienal y de la Cancillería del partido. No le gusta viajar y por eso se pasa todos los días en Berlín trabajando, cuando el exceso de alcohol no se lo impide, en su despacho de la Unter den Linden. Al mediodía sale de su oficina y se dirige a pie hasta la sede del Reichsbank. Si asiste a alguna conferencia con el Führer, Funk jamás pregunta nada ni expone ningún punto de vista por miedo a alterar al canciller.

Los miembros más cercanos a él son Horst Walter, que ejerce como chófer, jefe de gabinete y consejero ministerial; y su compañero, el doctor August Schwedler. El ministro jamás se deja ver por Berna o Zürich. «Tal vez porque conoce su incompetencia y no desea medirse con los banqueros de aquel país», escribe a mano el agente de la Gestapo a pie de página. Funk no sabe nada de cuestiones monetarias, económicas o financieras del Estado.

—Nuestro Führer está ahora ocupado con el alto mando en detener el avance enemigo hacia nuestras fronteras y por ahora no puedo revelar nada más, como ustedes comprenderán —se disculpó Bormann ante la pregunta de Funk.

—¿Puede usted entonces decirnos por qué o para qué hemos sido convocados a esta reunión rodeada de tanto secretismo? Soy un hombre muy ocupado y no están los tiempos para abandonar nuestras obligaciones —protestó Krupp.

—Enseguida voy a revelarles el motivo de esta reunión —respondió el líder nazi no sin cierto misterio en su voz—. La clave de nuestro encuentro es Odessa.

—¿Odessa? —preguntaron al unísono varios de los asistentes.

—Sí, Odessa, el acrónimo de Organisation der Ehemaligen SS-Angehörigen —aclaró Martin Bormann mientras intentaba escrutar las miradas de los doce hombres que se sentaban junto a él.

—Tendrá que explicarnos el significado de esa Organización de Antiguos Miembros de las SS —pidió el teniente coronel Adolf Eichmann—. ¿Es que acaso piensa organizar una asociación de jubilados de las SS?

—Les responderé a todos ustedes si guardan silencio y permiten que me explique… El Tercer Reich puede caer si nuestro Führer no tiene el suficiente apoyo de los militares para poder expulsar y empujar hacia el mar a los ejércitos enemigos desembarcados en Europa. Debemos estar preparados para ello y por esa razón se ha decidido…

—Cuando habla de «se ha decidido», ¿a quién se refiere? —interrumpió intrigado el magnate Friedrich Flick.

—Señor Flick, si se refiere a si está informado el Führer, debo decirle que, en estos momentos, él está en Berchtesgaden dirigiendo la contraofensiva contra el enemigo y, por esa cuestión, estoy yo aquí representándole a él.

—¿Quiere eso decir que está usted aquí representando al Führer en persona? —replicó el anciano Krupp.

—Así es. Yo hablo siempre en nombre de nuestro glorioso Führer —respondió Bormann—. Y ahora, si dejan que me explique, les podré exponer el motivo y origen de Odessa, así como el papel que deberán desempeñar todos ustedes en ella. La raza solamente puede florecer en la tierra y por esa razón los alemanes de pura sangre aria se purificarán y fortalecerán a sí mismos mediante el contacto directo con la tierra alemana. Ésta es la base de la
die Deutsche Gemeinschaft
, la gran hermandad alemana. Debemos preservar para días mejores a los mejores, a los más puros de esa sangre alemana, de esa hermandad aria. Debemos protegerlos no sólo para salvaguardar el orgullo alemán, sino para esperar nuestro momento para una resurrección, una resurrección que traiga consigo un glorioso Cuarto Reich. Y tenemos que elegir a los mejores alemanes para cuando llegue ese momento. Deben estar preparados para volver a liderar el renacimiento de una nueva y más grandiosa Alemania.

Lo que muchos de los asistentes sabían era que nada de lo que el Führer hiciese pasaba inadvertido a Bormann. Este campesino de nariz gruesa tenía entre sus gordos dedos los hilos que manipulaban a Hitler. Controlaba todas sus acciones y escuchaba atentamente sus largos monólogos sin sentido. Se movía en la corte del canciller como una astuta comadreja y, al mismo tiempo, de forma casi invisible, como si fuera un fantasma, observando y analizando todo cuanto pasaba ante él, a pesar de ser desdeñado por esos militares prusianos, con su falsa tradición militar, que golpeaban siempre sus tacones de forma sonora.

Entre los que le habían dejado de lado figuraban personajes como Ribbentrop, que definía a Bormann como «un campesino»; o Speer, el arquitecto de Hitler, que lo definía como «un rudo y vulgar aldeano»; o Rosenberg, el apóstol de la religión nazi, que hablaba del secretario como un «iletrado». Todo lo que había hecho Bormann desde 1943 demostraba, por lo menos a Krupp y tal vez incluso a Eichmann, que el secretario aguardaba la derrota de Alemania y el derrumbamiento del Tercer Reich, así como el momento en el que el Führer estuviese moribundo para convertirse en el legítimo heredero del movimiento.

—¿Y cómo pretende hacerlo? —preguntó Krauch, el presidente de la IG Farben.

—Ya se han tomado las primeras medidas —respondió Bormann—. Se están creando rutas de evasión en caso de una derrota de Alemania. Por ahora, no podemos precisar esas rutas, ya que, hasta que no sean necesarias, es mejor guardarlas en el más absoluto secreto. Lo único que puedo decir es que se están preparando y asegurando en diferentes países de Europa.

—Me imagino que todo ello conllevará un alto coste económico —volvió a cuestionar Krupp.

—Así es, Herr Krupp. Piense que, una vez que hayamos podido conseguir que los protegidos puedan escapar de una Europa ocupada por los americanos y británicos y con una Alemania destruida y ocupada por los comunistas, será necesario pagar sobornos, documentos falsos, nuevas identidades, lugares donde asentarlos hasta que sean llamados nuevamente para el renacimiento del Cuarto Reich. Para eso han sido convocados la mayoría de ustedes a esta reunión.

—Es decir, necesita más dinero de nosotros —protestó Alfried, hijo de Gustav Krupp—. Desde hace años se nos está presionando para que mantengamos la economía activa con el fin de continuar con la financiación de una guerra que desde hace tiempo no nos lleva a ninguna parte. Financiamos el reabastecimiento de la Wehrmacht y de otras unidades militares del Reich. Si siguen presionando a nuestras industrias, quebraremos por falta de fondos para financiar nuestras propias operaciones.

Bormann lanzó una gélida sonrisa al joven Krupp y respondió.

—Querido amigo, siento un gran respeto por su padre, pero sus palabras, si no fueran suficientemente matizadas, podrían sonar a alta traición, y ya sabe que eso ha llevado a muchos de los suyos a ser huéspedes de honor en el campo de Dachau.

—¿Me está amenazando? —gritó Alfried Krupp mientras se levantaba de su silla violentamente señalando a Bormann con el dedo índice—. Si lo hace, ¿a quién pedirá dinero para su nueva empresa, para su nueva Odessa? ¿A quién le pedirá dinero el Führer para financiar su contraataque? ¿A quién le pedirá dinero la Wehrmacht o la Kriegsmarine para comprar las materias primas necesarias para su reabastecimiento o para construir nuevos panzers o U-Boote? Le recuerdo, Herr Bormann, que mientras usted estaba en una granja de Halberstadt, mi padre ya tenía fundiciones que construían cañones para defender este país. Para defender nuestra sagrada Alemania.

—Disculpe a mi hijo, ministro Bormann —interrumpió Gustav Krupp—, ya sabe cómo es el ímpetu de los jóvenes, pero debemos saber que serán ellos los que tengan que reconstruir nuestra gran Alemania cuando finalice esta guerra y ya nadie quiera a ancianos como yo.

—Señor Krupp, ya sabe que nuestro Führer y yo mismo sentimos un gran respeto por lo que usted representa, así es que dejaré esta discusión con su hijo y lo achacaré a ese ímpetu de juventud del que usted habla —dijo Bormann para reducir el tono de tensión que había adoptado la discusión—. Propongo hacer una pausa para comer algo. Descansemos un poco y después podremos continuar con nuestra reunión. Degustemos los ricos manjares que nos han preparado los hombres del coronel Voss —anunció.

Los trece hombres sentados alrededor de la mesa se levantaron formando pequeños grupos a medida que se acercaban al salón en donde se exhibía el exquisito bufé.

—Es increíble que puedan encontrarse ostras a estas alturas de la guerra —comentó el experto en armamento Albert Vögler mientras saboreaba una ostra de Concarneau.

—Lo mejor para los mejores —repuso Bormann, que se encontraba a su espalda.

En un rincón algo más alejado de la mesa del bufé y de Bormann, se habían juntado Flick y los dos Krupp. En un segundo grupo, Eichmann y Brunner felicitaban al mayor Voss por la organización del evento. Puhl y Funk, aún en la sala de reunión, hablaban entre ellos y en voz baja con Von Schröeder, el experto en operaciones financieras con Suiza.

—Dios los cría y ellos se juntan —señaló Bormann al pasar ante el grupo formado por Krauch y Von Schnitzler, de la IG Farben. Ambos alcanzaron a escuchar el comentario, que provocó en ellos una sonrisa cómplice.

En un extremo de la sala, observando las vistas de la plaza Kléber, se encontraba un silencioso Edmund Lienart. Bormann sabía que aquel misterioso francés era un fiel amigo del Führer desde la década de los años veinte y, por lo tanto, se trataba de un personaje que había que tener en cuenta. Él era la clave para coordinar Odessa. Así lo había decidido el propio Führer.

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