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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

El misterio de Wraxford Hall (29 page)

—Comprendo. Y… bueno… ¿quién es la señora Bryant?

—Una viuda rica. Una espiritista. Magnus dice que es… su «mecenas».

La observé inquisitivamente, y de inmediato volví a apartar la mirada.

—No sé nada de sus amigos, señor Montague. Dígame… ¿han conservado usted y Magnus aquella estrecha amistad?

—No, no somos tan amigos como antes… como yo creía que éramos. Desde que… desde que ustedes se casaron, sólo lo he visto un par de veces… ¿no se lo ha dicho? Siempre le pedía que le diera recuerdos de mi parte… cuando tratábamos los asuntos de esta propiedad. Sigue siendo tan cordial como siempre, pero hay un distanciamiento… Sobre todo, es muy renuente a la hora de hablar de usted.

Yo había estado observando las ruinas de la vieja capilla, semienterrada bajo una cubierta de ortigas, pero ahora volví la mirada hacia ella.

—¿Puedo preguntarle, aunque no tenga derecho a planteárselo, por qué decidió casarse con Magnus?

—Por temor, señor Montague… o eso me parece ahora. ¿Me da su palabra de honor de que nunca va a hablar de esto?

—Se lo juro por mi vida.

—La «amiga» de la que hablé… aquella noche en la rectoría… era yo misma. Tuve una visión… vi una aparición… que presagiaba la muerte de Edward, aunque nada supe de dónde o cuándo o cómo se produciría; ocurrió incluso antes de que lo conociera. Y después… Magnus dijo que podría librarme de esas «visitas», como yo las llamaba; intentó mesmerizarme, pero al principio no pudo. Me advirtió que si las «visitas» volvían a producirse, podrían encerrarme en un manicomio (incluso mi misma madre me había amenazado antes con ese castigo), a menos que yo me casara con alguien que lo comprendiera y que pudiera protegerme… es decir… con él. Nuestro matrimonio fue un error… por ambas partes, aunque Magnus nunca lo ha admitido, en absoluto. Él hace ver que todo es maravilloso, pero me temo que me odia… y yo debo obedecerle y someterme a sus deseos… por el bien de Clara.

Las palabras salieron de sus labios casi tropezando unas con otras, y las lágrimas con ellas. Me di cuenta entonces de que le había cogido la mano entre las mías… Con un gran esfuerzo, volvió a dominarse y se liberó gentilmente de mis dedos.

—Nell —dije su nombre sin querer—, si yo hubiera sabido… ¿Te ha maltratado?

—No —contestó—. Me deja que haga lo que quiera, absolutamente. Esto es lo primero que me pide desde que… la primera cosa que me pide. Ya ve: él cree que tengo algún poder de clarividencia…

—¿Y usted lo cree?

—No quiero creerlo; y me esfuerzo por no tenerlo. Esas «visitas» son una maldición, una enfermedad; todo mi deseo era poder librarme de ellas, y eso fue lo que me confundió y lo que me obligó a casarme con él. Y por eso es por lo que estoy aquí. Él dice que la sesión de espiritismo requiere sólo mi presencia; no sé si creerle.

—Pero obligarla contra su voluntad… y obligarla a traer a la niña aquí… al peor lugar imaginable…

—No puedo culparlo por eso; él quería que dejara a Clara en Londres, y yo me negué. Puede que usted piense que fue una decisión egoísta y cruel por mi parte, pero a Magnus no le importa nada la niña (él quería un varón), y si le desobedezco, me encerrará. El médico de la señora Bryant parece embrujado por él y firmaría el certificado, estoy absolutamente segura de ello.

—Pero usted no se comporta como una loca… ¿Todavía sufre esa… dolencia?

Negó con la cabeza en silencio.

—Entonces, no tiene fundamentos para confinarla. Además, un médico no debería certificar nada sobre su propia esposa, y la ley no lo permite. ¿Le ha amenazado con encerrarla?

—No, con esas palabras… no; sólo ha sido una insinuación.

—Discúlpeme, pero… ¿está usted segura de que en ese caso…?

—No, señor Montague: no estoy segura. Ésa es la maldición de mi situación. Magnus es absolutamente impenetrable para mí: no sé qué piensa realmente, ni qué siente, ni qué cree. Pero eso no importa mucho. No puedo arriesgarme a desobedecerle, por el bien de Clara. Y me ha dicho, o al menos eso he podido entender, que si la sesión de espiritismo resulta un éxito, estaría de acuerdo en una separación.

—¿Y si no resulta un éxito?

—No lo sé; él no me ha dicho nada y yo no me he atrevido a preguntárselo.

Me quedé en silencio durante unos instantes, con la mirada clavada en la gravilla que rodeaba mis pies.

—Si hay algo que pueda hacer… —dije.

—Hay una cosa… —dijo—. Tengo un diario, una relación de mi vida desde que me casé. Lo he traído conmigo, no sabiendo qué otra cosa hacer, pero preferiría que estuviera en un lugar seguro. ¿Querría usted guardarlo por mí? ¿Me promete guardarlo y no enseñárselo a nadie, a menos que yo se lo diga?

—Se lo prometo, por mi vida.

—Entonces, iré a buscarlo… No, usted quédese aquí. Serán sólo unos minutos.

Se fue rápidamente, lanzando miradas de desconfianza a la explanada vacía mientras caminaba, en tanto yo me quedé allí sentado, lamentando no haberle confesado mis celos de Edward aquella tarde de invierno en la rectoría. Pero si ella y Magnus se separaban, ¿sería posible…? De pronto me descubrí observando también muy detenidamente la explanada, y especialmente la ruinosa hilera de edificaciones anejas que había a mi derecha. Algo atrajo mi atención; algo oscuro, moviéndose en la sombra de los viejos establos. De pronto me sentí un extraño allí, como un intruso en los dominios de Magnus.

Una puerta crujió a mis espaldas, y Nell reapareció con un paquete en las manos. Cuando lo cogí, una corriente de comprensión fluyó entre nosotros. Levantó su rostro hacia mí y nuestros labios se rozaron antes de que ella susurrara: «Debe irse…». Miré atrás una vez más, mientras me alejaba por la hierba recién segada, a tiempo para ver que la puerta se cerraba tras ella.

Regresé a Aldeburgh con el pensamiento enfebrecido por las fantasías más alocadas, con todos mis sentidos inflamados por aquel embriagador momento… El día siguiente me trajo toda una agonía de deseo y temor. Pensé en la llegada de Magnus, y me atormenté preguntándome hasta dónde podía entenderse que Nell podía «hacer lo que quisiera». Casi había olvidado que yo mismo iba a acudir a la sesión de espiritismo, y sólo pensé en volver a ver a Nell. A mediodía del sábado, incapaz de mantenerme en los estrechos límites de mi hogar, bajé caminando hasta la posada de Cross Keys Inn y allí supe lo que ya constituía el comentario general del pueblo: la señora Bryant había muerto y Nell y su hija habían desaparecido durante la noche.

El testigo principal de todos aquellos acontecimientos era Godwin Rhys. De acuerdo con su testimonio en la investigación (el cual transcribo aquí aproximadamente con sus propias palabras), él se había unido a Magnus y a la señora Bryant en la vieja galería en torno a las siete y cuarto aquella noche. Discutieron sus planes de cara a la sesión de espiritismo de la noche siguiente; la señora Wraxford se reunió con ellos unos veinte minutos más tarde. Parecía nerviosa e intranquila. Cuando el doctor Rhys, en sus propias palabras, le recordó sin querer «la muerte de su novio en la mansión, unos dos años antes», ella pareció angustiarse notablemente y abandonó la galería. Los demás continuaron su conversación tras la cena hasta las diez, cuando el doctor Rhys y la señora Bryant se retiraron a sus aposentos, dejando a Magnus en las escaleras.

El doctor Rhys (que duerme muy mal, según su propio testimonio) se fue a la cama alrededor de las once, pero aún estaba despierto cuando dio la media. Poco después oyó suaves pisadas en el pasillo, pasando junto a su puerta… Pensó que era una mujer, y dio por hecho que sería una de las criadas. Su habitación se encontraba al principio del pasillo, prácticamente en el rellano. Ya habían dado las doce menos cuarto, y él había comenzado a dormitar cuando le despertó el sonido de una llave que giraba en una cerradura. Aunque al otro lado del cristal de su ventana todo eran sombras, hacía una noche de luna clara. Abrió su puerta un poco y vio a la señora Bryant envuelta en lo que parecía un manto oscuro, cruzando el pasillo en dirección al rellano, protegiendo la llama de su vela con la mano. Por la expresión del rostro de la señora, el doctor se preguntó si estaría caminando en sueños.

Las luces del pasillo ya se habían apagado, así que sólo pudo seguirla hasta el rellano sin riesgo de ser visto. La brillante luz de la luna entraba por las altas ventanas del fondo. La señora Bryant apagó la vela y continuó por el rellano, pasó la biblioteca y avanzó hacia la galería: abrió allí las puertas y se perdió de vista. El doctor permaneció donde se encontraba, a unos cuarenta pasos de ella, mirando el abismo negro del hueco de la escalera.

Procedentes de la galería se oyeron débiles sonidos, como de alguien que caminara sin zapatos. Aquel arrastrar de pies cesó al fin; el doctor contuvo la respiración, es forzándose por distinguir otro sonido, incluso más débil: un apagado chirrido de bisagras, como si se estuviera abriendo una puerta, lenta y sigilosamente.

El grito que se oyó a continuación pareció explotar en el interior de su cerebro; un prolongado chillido de terror y repugnancia que se elevó hasta convertirse en un sonido insoportable, reverberando hacia arriba y hacia abajo por el hueco de la escalera, en una cacofonía de ecos. Durante varios segundos, el doctor Rhys permaneció paralizado, hasta que llegó a sus oídos el ruido del abrir de puertas y de pasos apresurados.

El doctor Rhys fue el primero en llegar a la galería. Encontró a la señora Bryant derrumbada en el suelo, entre la mesa redonda y la armadura, petrificada y muerta, con los ojos abiertos y con las facciones contraídas en una expresión de indecible horror. Las dos doncellas de la señora Bryant llegaron corriendo cuando él ya estaba arrodillado junto al cuerpo, y breves instantes después vinieron Bolton y algunos de los otros criados. Magnus (como declaró más adelante Alfred, el mozo recadero) había salido a dar un paseo a la luz de la luna; oyó el grito desde una distancia de doscientas yardas, y regresó corriendo a la mansión.

Así pues, Magnus no llegó a la galería hasta varios minutos después de que lo hiciera el doctor Rhys. Su primera pregunta tras haber visto el cadáver fue: «¿Dónde está mi esposa?». Carrie, la doncella, fue enviada inmediatamente a la habitación de la señora Wraxford, y estuvo llamando a la puerta durante algunos instantes, hasta que su señora apareció ataviada con el camisón. Aislada del resto de la casa, se había quedado dormida y no había oído el grito de la señora Bryant. Cuando Carrie le dijo que la señora Bryant estaba muerta, contestó: «Entonces… ya no puedo hacer nada; dile a mi marido que lo veré mañana por la mañana». Y cerró la puerta. Carrie oyó cómo giraba la llave en la cerradura, por dentro.

El cuerpo de la señora Bryant se llevó después a su habitación, donde el doctor Rhys lo examinó. No encontró ni rastro de heridas; y todos los indicios apuntaban a que había muerto de un ataque cardiaco inducido por una fuerte conmoción. Pero… ¿qué había causado esa conmoción? Una rápida indagación por la galería y la biblioteca no reveló nada fuera de lo común. El sello que Magnus había colocado en la armadura en previsión de la anunciada sesión de espiritismo permanecía intacto; los movimientos de todo el mundo en la casa se explicaron y se justificaron plenamente. Magnus y el doctor Rhys decidieron esperar a que llegaran las primeras luces del día antes de enviar a un mensajero a la oficina de telégrafos de Woodbridge, y toda la casa se retiró para intentar dormir algunas horas un sueño desasosegado.

Alrededor de las ocho y media de la mañana siguiente, Bolton regresó de Woodbridge con la noticia de que no había podido encontrar a un doctor dispuesto a ir a la casa; todo lo que le habían dicho, después de saber que el médico de la señora Bryant ya se encontraba en la mansión, fue que él podría firmar perfectamente el certificado. Así pues, el doctor Rhys, a pesar de un considerable número de excusas, certificó que la causa inmediata del fallecimiento era un paro cardiaco producido por una fuerte impresión, junto a una larga enfermedad coronaria como causa añadida. Tal y como observó Magnus, era muy posible que la señora Bryant hubiera caminado sonámbula y que el ataque mortal se hubiera precipitado al despertarse y encontrarse de pronto en la galería.

Magnus y el doctor Rhys estaban todavía sentados a la mesa del desayuno (la señora Wraxford recibía todas las comidas en su habitación, así que no la esperaban) cuando un mozo llegó con las órdenes que había dictado el hijo de la señora Bryant. Un empleado de una funeraria y un criado suyo llegarían en el plazo de dos horas para hacerse cargo del cuerpo y llevarlo directamente a Londres para que un distinguido patólogo hiciera el examen pertinente. Después de saber esto, el doctor Rhys quiso anular su certificado de fallecimiento, pero Magnus lo disuadió diciéndole que entonces daría la impresión de que tenía algo que ocultar.

Magnus ya había decidido cerrar la mansión y regresar a Londres aquel día, así que, consecuentemente, se envió a Carrie para que fuera empaquetando las cosas de la señora. Pero la doncella encontró la puerta cerrada y la bandeja del desayuno intacta en el pasillo, exactamente en el mismo lugar donde la habían dejado una hora y media antes. (Las órdenes eran llamar a la puerta y dejar la bandeja allí sin esperar a que la señora Wraxford saliera a cogerla).

A petición de Magnus, el doctor Rhys lo acompañó escaleras arriba hasta la habitación; forzaron la puerta: no estaba echado el pestillo, pero la llave se encontraba en una mesita que había junto a la cama. Descubrieron —o, más bien, Magnus descubrió, por indicación del doctor Rhys— un diario abierto sobre el escritorio, con una pluma sobre el cuaderno, como si la persona que lo estaba escribiendo hubiera sido interrumpida, y al lado, un cabo de vela que había ardido hasta el final. La cama estaba deshecha, la almohada desordenada. En la habitación de la niña, que no tenía una salida independiente, la manta de la cuna se hallaba apartada del mismo modo. Había una sábana sucia en el cesto y agua en el aguamanil; nada hacía pensar que hubiera habido forcejeos o una huida precipitada, o sobresaltos de ningún tipo. Según Carrie —aunque no podía estar segura, dadas las herméticas costumbres de la señora—, lo único que se echaba de menos era el camisón de la señora Wraxford y la toquilla de la niña.

Mientras esperaban a que se forzara la puerta, al doctor Rhys le había parecido que Magnus estaba procurando ocultar su furia, más que su preocupación. En varias ocasiones negó con un gesto de la cabeza, para sí mismo, como si estuviera diciendo: «Esto es precisamente lo que tendría que haber imaginado que haría mi esposa». Pero cuando comenzó a hojear el diario, su gesto cambió por completo. El color huyó de su rostro; sus manos temblaron; y un sudor frío perló su frente. Estuvo leyendo el diario durante uno o dos minutos, ajeno a todo cuanto sucedía a su alrededor; después cerró el cuaderno con un golpe seco y se lo guardó, sin más explicaciones, en el bolsillo de su chaqueta.

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