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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

El misterio de Wraxford Hall (32 page)

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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Lo siguiente fue la cuestión de la identificación. El anillo carbonizado fue identificado por Bolton (quien hábilmente evitó mirarme). Él también confirmó que Magnus había tenido cinco dientes empastados en oro. El distinguido patólogo sir Douglas Keir testificó, basándose en los fragmentos más grandes, que los restos pertenecían a un hombre, probablemente más alto de lo normal, en la plenitud de la vida. Aparte de ulteriores consideraciones, en su opinión los restos mortales de aquel hombre eran el resultado del extremo calor al que fue sometido el cuerpo, suficiente para reducir los huesos, la carne y los tejidos blandos a un fino polvo de cenizas. Y por lo que se refiere a la cuestión de si un rayo podría haber infligido ese daño, el doctor Douglas Keir no se consideraba cualificado para certificar ese extremo.

El profesor Ernest Dingwall, el señor John Barrett (miembro de la Royal Society) y el doctor Francis Iremonger fueron llamados a testificar sobre este punto. Los efectos de un rayo sobre las personas variaban considerablemente (y parecía que no había precedentes en el modo de morir de Magnus). Algunos sujetos golpeados por un rayo habían sobrevivido, con quemaduras de distintos grados; en un caso, un hombre quedó inconsciente y cuando se recuperó, se alejó del lugar sin el menor recuerdo de que le hubiera caído un rayo. Otros habían muerto inmediatamente; el cráneo de una víctima había quedado reducido a mínimos fragmentos, sin aparentes daños en la piel. Nadie podía citar nada parecido a la aniquilación absoluta que había sufrido el doctor Wraxford, pero el señor Barrett ofreció su opinión particular, según la cual la fuerza de un rayo podría haberse concentrado por la armadura. El doctor Iremonger se mostró diametralmente opuesto a esa opinión, y afirmó que la armadura en realidad podría haber actuado como una «jaula de Faraday»
[53]
; esto es, toda la fuerza del impacto del rayo recorrería el exterior de la armadura, dejando a la persona que estuviera en su interior absolutamente ilesa.

El doctor forense, con una buena dosis de sarcasmo, preguntó si al ilustre caballero le importaría probar el experimento en su propia persona. El ilustre caballero confesó que no tenía intención de probarlo.

Se hizo evidente desde aquel momento en adelante, que el forense había decidido que Nell Wraxford era culpable. En su informe elevado al jurado, observó que «el rayo sobre la mansión fue una mera casualidad, y que era mucho más probable que si Magnus Wraxford no estaba ya muerto cuando su asesina le obligó a entrar en la armadura a punta de pistola (el solo testimonio del señor Montague me parece decisivo en este punto, aunque, desde luego, ustedes pueden tener sus propias opiniones), si, como digo, Magnus Wraxford no estaba ya muerto, se le dejó allí para que se muriera. Consideren ustedes, señores del jurado, que trabar el mecanismo de la armadura fue un acto tan culpable de asesinato como si le hubiera disparado y lo hubiera matado, e incluso bastante más cruel».

—Además —continuó—, una niña pequeña ha desaparecido en circunstancias que sólo pueden apuntar a la culpabilidad de la madre. ¿Por qué querría la señora Wraxford que nadie se acercara a su hija? Ustedes, caballeros, pueden concluir naturalmente que su insistencia en ocuparse personalmente de su hija es ya una prueba de cierta incapacidad mental. También tienen ustedes el testimonio del doctor Rhys, según el cual la señora se encontraba extremadamente nerviosa la noche de la muerte de la señora Bryant, y el curioso hecho de que ella fuera la única persona, según la declaración del doctor, que no se levantó tras los gritos mortales de la dama, los cuales pudieron escucharse a doscientas yardas de distancia. Ustedes saben también que la policía encontró una nota arrugada en el suelo de la habitación de la señora Bryant: una nota que la invitaba a acudir a la galería a medianoche. Y fue allí donde murió, y en aquel preciso momento. La caligrafía parece la de la señora Wraxford. Por supuesto, no estoy sugiriendo que se investigue esta muerte, pero de todos modos, es un indicativo sugerente de la peligrosa predisposición hacia la violencia por parte de la señora Wraxford.

»Y resta aún la cuestión de la gargantilla de diamantes… Ustedes saben, por el doctor Rhys, que la señora Wraxford parecía estar profundamente distanciada del finado. Y saben, por los representantes legales de la empresa de Bond Street que confeccionó la gargantilla, que el finado compró este extravagante regalo para su esposa por una suma de diez mil libras… lo cual sugiere la imagen de un esposo enamorado, incluso un marido hechizado por su esposa que está dispuesto a cometer las más raras extravagancias con tal de recuperar el favor de su mujer. Saben ustedes que el estuche de la gargantilla, vacío, lo encontró la policía debajo del entarimado de la habitación de la señora Wraxford. La gargantilla no se ha encontrado en parte ninguna».

Añadió muchos más detalles en este mismo sentido. Después de una breve deliberación, el jurado pronunció un veredicto de asesinato premeditado por una o varias personas, y se ordenó una orden inmediata de arresto contra Eleanor Wraxford.

La autopsia del cadáver de la señora Bryant reveló que llevaba muchos años sufriendo un mal coronario, ya muy avanzado, y que había muerto a causa de un paro cardiaco, probablemente como resultado de un sobresalto severo. Pero la familia no se dio por satisfecha; el hijo, que se hallaba un tanto distanciado de la dama, se convirtió ahora en un defensor a ultranza de su madre. Después comenzaron a correr numerosos rumores por Londres: decían que el doctor Rhys y los Wraxford habían conspirado para asesinarla… y añadían que Eleanor Wraxford se había deshecho después de su esposo y de su hija, y había huido con los diamantes.

Magnus Wraxford, en un testamento datado algunos meses antes de su muerte, había dejado todas sus propiedades a su prima Augusta Wraxford, una solterona cuarenta años mayor que él, y no dejó provisión alguna para Nell o para Clara, ni para ninguno de sus criados. El señor Veitch me escribió en los términos más cordiales para asegurarse de que Magnus no había firmado ningún testamento posterior en mi oficina. Las propiedades, en todo caso, no eran más que deudas: los objetos y muebles que había en la casa de Munster Square fueron vendidos para enjugarlas; y respecto a los criados, todos (excepto Bolton, de quien no volví a saber jamás) fueron despedidos y tuvieron que buscarse otros empleos. El legado para Augusta Wraxford —que, como pude saber más adelante, había alimentado durante largos años un resentimiento contra sus familiares varones precisamente por haber traído la ruina a las propiedades de la familia— parecía un gesto de malicia sarcástica.

Yo continué actuando como abogado de la propiedad, en parte para evitar lo que alguien pudiera descubrir, y en parte con la vana esperanza de saber algo de Nell. Augusta Wraxford —una dama anciana, iracunda y con puntos de vista decididamente excéntricos— vino a verme tan pronto como se hizo efectivo el testamento de Magnus y me dio las órdenes precisas para localizar a su pariente femenina más cercana. Y así fue como comenzó el largo y fatigoso proceso para reconstruir y comprobar un árbol genealógico, en el curso del cual descubrí que Nell había sido una pariente lejana del propio Magnus, aunque ninguno de los dos parecían saberlo, lo cual favorecía que la tragedia pareciera aún más siniestra. Y aunque Augusta Wraxford ansiaba convertirse en la dama de la mansión, no pudo conseguir el dinero para convertirla en un lugar habitable; todo lo que pudo hacer fue reducir un poco la inmensa deuda. Pero tampoco quiso venderla, y por esa razón la mansión volvió a cerrarse y se abandonó a una larga decadencia.

Aquí concluye mi confesión. Me ha atormentado día y noche, y no sé a ciencia cierta qué creer. Cuando recuerdo el rostro de Nell, no puedo imaginarla como una asesina. Pero, entonces, pienso en las pruebas y de nuevo me veo enfrentado a aquello que yo sé que es el veredicto de la gente: que, finalmente, ella también me traicionó a mí, y me convirtió, usando mi propia locura y mi amor por ella, en cómplice de asesinato.

Sexta parte:
Narración de Constance Langton (Continuación)

Durante todo el día, mientras estuve leyendo, la lluvia estuvo cayendo constantemente, chapoteando en la grava que hay bajo la ventana del salón y formando charcos en la hierba empapada. Excepto por la ocasional visión de algunas ramas desnudas que se atisbaban entre la niebla, no había nada que pudiera verse por encima del muro, salvo aquella niebla gris que giraba en volutas. En más de una ocasión levanté la mirada de las páginas que contenían la narración de John Montague y sentí escalofríos antes de que el calor de la chimenea me devolviera a Elsworthy Walk.

Mucho antes de llegar al final supe que sólo mi parecido con Nell pudo haberle perturbado de aquel modo; eso… y la alocada sospecha, tal y como lo sugirió, de que yo pudiera ser Clara Wraxford. Mi corazón había aceptado esa posibilidad —y, de hecho, me había aferrado a ella—, antes incluso de que mi cabeza hubiera comenzado a comprender qué significaba todo aquello, aparte de que tenía la absoluta convicción de que Nell jamás podría haberle hecho daño a su hija. Había muchas preguntas que quería plantearle al señor Montague, pero en su carta había un algo extraño, definitivo, un aire de despedida, como si no esperara volver a saber de mí nunca más.

Mi tío había decidido hacer frente al mal tiempo saliendo a cenar con algunos amigos artistas (para mi alivio, pues yo no habría podido decidir qué debería contarle, si es que debía contarle algo); así que me puse la cena en una bandeja, junto a la chimenea, mientras estudiaba la genealogía que John Montague había trazado. Se había levantado un viento horrible y estaba haciendo traquetear las contraventanas, y lanzando cortinas de lluvia contra los cristales.

El árbol genealógico se había dibujado de tal modo que Clara Wraxford (1868-¿?) y Constance Langton (n. 1868) aparecían situadas juntas al final de la página. Toda mi vida me había visto como una parte separada e independiente del mundo. El proverbio del doctor Donne, según el cual «Ningún hombre es una isla»
[54]
, siempre había generado en mí sentimientos contrapuestos; nuestra casa en Holborn había sido, tristemente, una isla, cerrada en sí misma, y la muerte de Alma aún nos había aislado más. Para muchas personas, supongo, la relación con los Wraxford les habría resultado profundamente indeseable, pero a pesar de su historia oscura y siniestra, mi mundo aparecía repentinamente ensanchado.

Observando detenidamente los débiles trazos y líneas que nos conectaban, y suponiendo, sólo suponiendo, que yo fuera Clara Wraxford, pensé: ¿qué podría deducirse? En primer lugar, que Nell era inocente del peor de los crímenes que se le habían achacado… Pero su solo diario era una prueba suficiente para mí, aparte de que estaba completamente segura de que ella no había tenido nada que ver en la muerte de la señora Bryant. Y si realmente le había disparado a Magnus mientras éste se encontraba en la armadura, lo habría hecho para salvar su propia vida… y la de Clara. Me pregunté si el señor Montague no habría cometido un grave error al no llevar todos esos diarios a la policía.

Por otro lado, si John Montague hubiera decidido ocultar no sólo el paquete de papeles que había encontrado en el bolsillo del gabán de Magnus, sino también la daga, la pistola y el fragmento de tela, la muerte de Magnus se habría considerado un accidente, el resultado de un experimento estrafalario —una expresión que él mismo había utilizado al hablar de su tío Cornelius—, y por tanto, si Nell hubiera escapado con Clara, no habría necesitado ocultarse, una vez que todo se hubiera sabido.

¿Qué había ocurrido la noche en que murió la señora Bryant? En su última anotación, Nell decía que había pensado espiar desde la biblioteca y averiguar quién la había convocado allí. Tal vez, al final, se lo pensó mejor. Quizá estaba realmente dormida cuando la criada llamó a su puerta con la noticia de la muerte de la señora Bryant. Y luego, algunos momentos más tarde, aquella misma noche, ella y Clara desaparecieron de la habitación.

No debería permitir, me dije con gran severidad, que mi mente se enredara en frases como «arrebatados del mundo en cuerpo y alma…».

Y, desde luego, Nell no había sido arrebatada en cuerpo y alma, porque Magnus la había visto —o dijo que la había visto— en la escalera, después de que todo el mundo hubiera abandonado la mansión.

Pero si Nell lo había encerrado en la armadura (y yo realmente no puedo, en lo más profundo de mi corazón, pensar de otro modo), ella tuvo que regresar a la casa una vez que todos la hubieran abandonado, o bien permaneció escondida durante todo ese tiempo. Estando sola, podría haber evitado que la encontraran, pero eso habría resultado imposible si llevaba consigo a Clara. Y si se había ido de la mansión por la mañana temprano, jamás habría vuelto trayendo a Clara de nuevo con ella.

Sobre todo, no habría vuelto con Clara si había planeado huir desde el principio. ¿Y si había llegado a un acuerdo con alguien para encontrarse al amanecer, a unas cien yardas por el camino adelante, por ejemplo, para que las sacara sanas y salvas de allí? ¿Y si, en otras palabras, la muerte de la señora Bryant hubiera sido, desde el punto de vista de Nell, una espantosa coincidencia y nunca hubiera tenido la intención de participar en la sesión de espiritismo en absoluto?

Pero… teniendo la libertad tan al alcance de la mano, ¿por qué habría tenido que regresar a la mansión?

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