—Están yendo al estadio, señor —informó el capitán Fast—. Esos vítores que se han oído fueron cuando el teniente Banners les informó de la dimisión del presidente.
—Ya veo, gracias, capitán.— Falkenberg hizo una seña para que le sirvieran más café. Le ofreció una taza a George, pero el vicepresidente no la quería.
—¿Cuánto tiempo tendremos que esperar? —preguntó George.
—No mucho más. ¿Les oye vitorear?
Siguieron así sentados durante otra hora, Falkenberg con calma aparente, Hamner con >creciente tensión. Al fin, el doctor Whitlock llegó a la sala del Consejo.
El alto civil miró a Falkenberg y a Hamner, luego se sentó tranquilamente en el sillón presidencial.
—No creo que tenga otra oportunidad de sentarme en el trono de los poderosos — sonrió.
—Pero, ¿qué está pasando? —inquirió Hamner.
Whitlock se alzó de hombros.
—Es más o menos como se lo había imaginado el coronel Falkenberg. La muchedumbre se ha ido al estadio. Nadie quiere quedarse fuera, ahora que piensan que han ganado. Han reunido a todos los senadores que han podido encontrar, y ahora se están preparando para elegir a un nuevo presidente.
—Pero esa elección no será válida —exclamó Hamner.
—No, señor, pero no parece que eso les preocupe en lo más mínimo. Supongo que se imaginan que se han ganado el derecho a hacerlo. Y la Guardia ya ha hecho saber que aceptará la decisión del pueblo.
Whitlock sonrió irónicamente.
—¿Cuántos de mis técnicos están ahí con esa multitud? —preguntó Hamner—. Sé que ellos me escucharán. Estoy seguro.
—Quizá sí —aceptó Whitlock—. Pero no hay tantos como cabría suponer. La mayor parte de ellos no han tenido estómago para tanto incendio y pillaje. A pesar de todo, es un buen número.
—¿Puede sacarles de ahí dentro? —preguntó Falkenberg.
—Lo estoy intentando en este mismo momento. —Whitlock hizo una mueca irónica—. La razón por la que he venido aquí era para que el señor Hamner me ayudase a ello. Tengo a mi gente reuniendo a los técnicos y diciéndoles que ya tienen como presidente al señor Hamner, así que, ¿para qué quieren a otro? Está funcionando, pero unas palabras de su líder, aquí presente, nos serían de ayuda.
—Correcto —aceptó Falkenberg—. ¿Y bien, señor?
—No sé qué decir —protestó George.
Falkenberg fue al control de la pantalla de la pared.
—Señor vicepresidente, yo no puedo darle órdenes, pero le sugiero que, simplemente, les haga unas cuantas promesas. Dígales que en breve tomará el mando, y que las cosas serán distintas. Luego ordéneles que se vayan a casa o se tendrán que ver acusados de rebeldía. O pídales que se vayan a casa como un favor a usted. Lo que usted piense que vaya a funcionar mejor.
No fue gran cosa como discurso, y por los rugidos de afuera, tampoco pareció que la multitud oyera mucho del mismo. George prometió la amnistía para todos los que saliesen al momento del Estadio y trató de apelar a los progresistas que se habían visto atrapados en la revuelta. Cuando dejó el micrófono, Falkenberg parecía complacido.
—¿Media hora, doctor Whitlock? —preguntó el coronel.
—Más o menos —aceptó el historiador—. Todos los que piensen irse, ya se habrán ido para entonces.
—Vamos, señor presidente —Falkenberg se mostraba insistente.
—¿A dónde? —le preguntó Hamner.
—A ver el fin de todo esto. ¿Quiere contemplarlo, o preferiría aguardar con su familia? Puede ir a donde quiera, excepto ante un magistrado… o a cualquier otro que pueda aceptar su renuncia.
—¡Coronel, esto es ridículo! ¡No puede forzarme usted a que sea presidente, y no entiendo lo que está sucediendo!
La sonrisa de Falkenberg era terrible.
—Ni yo quiero que lo entienda. Aún. Ya, como están las cosas, le va a costar trabajo vivir luego con su conciencia. Vamos.
George Hamner le siguió. Tenía la garganta seca y le parecía como si las tripas se le hubieran hecho un nudo, una pelota apretada.
El Primer y Segundo Batallones estaban reunidos en el patio del palacio. Los hombres estaban formados en hileras. Sus trajes de combate de sinticuero estaban manchados de tierra y humo de la lucha callejera. Las armaduras hinchaban los uniformes.
Los hombres estaban en silencio, y Hamner pensó que podrían haber sido esculpidos en piedra.
—¡Síganme! —ordenó Falkenberg. Abrió camino hasta la puerta del estadio. El teniente Banners estaba frente a la misma.
—¡Alto! —ordenó Banners.
—¿Lo dice en serio, teniente? ¿Lucharía usted contra mis tropas? —Falkenberg señaló a las hoscas filas que había tras él.
El teniente Banners tragó saliva. Hamner pensó que al oficial de la Guardia se le veía muy joven.
—No, señor —protestó Banners—. Pero hemos hecho barricadas en las puertas. La reunión de emergencia de la Asamblea y el Senado está eligiendo a un nuevo presidente ahí dentro, y no vamos a permitir que ustedes, los mercenarios, la interfieran.
—Aún no han elegido a nadie —observó Falkenberg.
—No, señor. Pero, cuando lo hagan, la Guardia estará bajo su mando.
—Tengo órdenes del vicepresidente Hamner de detener a los líderes de la rebelión, y una proclamación válida de la Ley Marcial.
—Lo siento, señor —Banners parecía realmente sentirlo—. Pero nuestro consejo de oficiales ha decidido que la rendición del presidente Budreau es válida. Pensamos acatarla.
—Ya veo.— Falkenberg regresó. Hizo un gesto a sus ayudantes y Hamner se unió al grupo. Nadie objetó a ello. Falkenberg dijo—: No me esperaba esto. Nos llevaría una semana pasar luchando por todas esas salas de guardia.
Pensó por un momento.
—¡Deme sus llaves! —le espetó a Hamner.
Asombrado, George las sacó de su bolsillo. Falkenberg sonrió de oreja a oreja.
—¿Sabes, mayor Savage? ¡Hay otro camino para ir allí! ¡Toma las compañías G y H del Segundo Batallón y asegura las salidas del estadio! ¡Atrincheraos y montad todas las armas pesadas! ¡Arrestad a todo el que salga!
—Señor.
—¡Atrinchérate bien, Jeremy, puede que salgan luchando! Pero no espero que lo hagan demasiado bien organizados.
—¿Disparamos contra los hombres armados?
—Sin previo aviso, mayor. Sin previo aviso. Sargento mayor, traiga conmigo al resto de la tropa. Mayor, tienes veinte minutos.
Falkenberg guió a sus tropas a través del patio hasta la entrada del túnel y usó las llaves de Hamner para abrir la puerta. Luego, dirigió a sus hombres escaleras abajo y a través, por debajo, del patio.
George Hamner siguió cerca de Falkenberg. Podía oír a la larga columna de hombres marchando tras él. Subieron las escaleras del otro lado, a buen ritmo, hasta que George estuvo jadeando. Los hombres no parecían notar cansancio. La diferencia de gravedades, pensó Hamner. Y el entrenamiento.
Llegaron a la parte alta y se desplegaron por los corredores. Falkenberg estacionó centinelas a ambos extremos y volvió a las puertas centrales. La tensión fue en aumento.
—Pero…
Falkenberg agitó la cabeza. Su mirada exigía silencio. Se quedó en pie, aguardando, mientras los segundos tictaqueaban.
—¡EN MARCHA! —ordenó Falkenberg.
Las puertas fueron abiertas a empellones. Los soldados se movieron con rapidez por la parte alta del estadio. La mayor parte de la muchedumbre estaba debajo, y unos pocos
hombres desarmados fueron barridos a culatazos, cuando trataron de oponerse al paso del Regimiento. Tras el movimiento de las culatas de los rifles, hubo un momento de calma. Falkenberg tomó un megáfono de un cabo ayudante.
—¡ATENCIÓN, ATENCIÓN! ¡ESTÁN USTEDES ARRESTADOS BAJO LA AUTORIDAD DE LA LEY MARCIAL PROCLAMADA POR EL PRESIDENTE BUDREAU! ¡TIREN LAS ARMAS Y NO SUFRIRÁN DAÑO! ¡EL QUE RESISTA SERÁ MUERTO!
Hubo un momento de silencio, y luego gritos, cuando la multitud se dio cuenta de lo que había dicho Falkenberg. Algunos se echaron a reír. Luego sonaron disparos que venían del campo y de los asientos más bajos del estadio. Hamner oyó el seco chasquido de una bala que pasaba junto a su oreja. Luego oyó el estampido del rifle.
Uno de los líderes de abajo, en el campo, tenía un megáfono por el que les gritó a los otros:
¡ATACADLOS! ¡NO SON MÁS QUE UN MILLAR Y NOSOTROS SOMOS TREINTA MIL! ¡ATACADLOS, MATADLOS!
Hubo más disparos. Algunos de los hombres de Falkenberg cayeron. Los otros siguieron inmóviles, esperando órdenes.
Falkenberg alzó de nuevo el megáfono:
—¡PREPARADOS PARA HACER FUEGO AGRUPADO! ¡PREPAREN, APUNTEN, EN GRUPO: FUEGO!
Setecientos rifles dispararon al unísono.
—¡FUEGO! —Alguien aulló, un grito largo y desgarrado, una súplica sin esperanza.
La masa de hombres que saltaba por las filas de asientos subiendo hacia ellos vaciló y se rompió. La gente gritó, algunos se echaron hacia atrás, se metieron bajo los asientos, trataron de ocultarse tras sus compañeros, intentaron colocarse en cualquier parte, menos delante de las bocas de los cañones de los rifles, que no temblaban ni un milímetro.
—¡FUEGO!
Fue como un solo disparo, muy estruendoso, que duraba mucho más de lo que debería poder durar el sonido de un disparo; pero resultaba imposible oír el ruido de los disparos individuales.
—¡FUEGO!
Se oyeron más alaridos desde abajo:
—En nombre de Dios…
—EL CUARENTA Y DOS AVANZARÁ AHORA. FIJEN LAS BAYONETAS. ADELANTE. EN MARCHA. FUEGO. FUEGO A DISCRECCION.
Ahora había un constante petardeo de disparos. Las filas uniformadas en cuero se movían hacia delante y abajo, por encima de los asientos del estadio, fluyendo inexorables hacia la aglomeración que había debajo.
—¡Sargento mayor!
—¡Señor!
—Los tiradores expertos se quedarán quietos y tomarán posiciones de tiro. Que disparen contra todos los hombres armados.
—¡Señor!
Calvin habló por su comunicador. Algunos hombres de cada sección se quedaron atrás y tomaron posiciones tras los asientos. Comenzaron a disparar, con cuidado pero rápidamente. Quienquiera que abajo alzaba un arma moría. El Regimiento siguió avanzando.
Hamner se sentía mareado. Los gritos de los heridos podían ser oídos por todas partes. ¡Dios, haz que esto acabe, rezó, haz que esto acabe!
—¡LOS GRANADEROS SE PREPARAN PARA LANZAR!— retumbó la voz de Falkenberg por el megáfono—. ¡LANCEN!
Un centenar de granadas saltaron en arco desde la línea que avanzaba. Cayeron en las multitudes arremolinadas que había abajo. Las apagadas explosiones quedaron ocultas por los alaridos de terror.
—¡TIRO AGRUPADO!
El Regimiento avanzó hasta que entró en contacto con la muchedumbre. Hubo una breve lucha. Los rifles dispararon y las bayonetas se tiñeron de rojo. La línea se detuvo sólo por un instante. Luego siguió adelante, dejando tras de sí una sangrienta huella.
Hombres y mujeres se apretujaban en las salidas del estadio, taponándolas. Otros trataban frenéticamente de salir fuera, escalando por encima de los caídos, aplastando a mujeres y niños en su ansia por huir, pisoteándose los unos a los otros en su lucha por escapar. Había un sonido de disparos desde fuera. Los que habían llegado a las puertas retrocedían, para ser aplastados bajo los que venían detrás, que aún trataban de salir.
—¡Ni siquiera les deja salir! —le gritó Hamner a Falkenberg.
—No armados. Y no para que escapen.— El rostro del coronel era duro y frío, sus ojos entrecerrados en rendijas. Contemplaba impasiblemente la matanza, mirando toda la escena sin expresión.
—¿Los van a matar a todos?
—A todos los que resistan.
—¡Pero no se merecen esto! —George Hamner notó cómo se le quebraba la voz—. No se lo merecen.
—Nadie se lo merece, George. ¡SARGENTO MAYOR!
—¡Señor!
—Ahora, la mitad de los tiradores de élite se concentrarán en los líderes.
—¡Señor! —Calvin habló en voz baja por su comunicador. Los tiradores concentraron su fuego en el palco presidencial que tenían enfrente. Los centuriones corrían arriba y abajo por la línea de tropas ocultas, señalando a los blancos. Los tiradores mantenían un tiro continuo.
Las líneas de cuero de hombres con armadura avanzaban inexorablemente. Ya casi habían llegado a la hilera inferior de asientos. Ahora había menos tiroteo, pero las bayonetas brillaban al sol de la tarde.
Otra sección se retrasó de la línea y se quedó para guardar a un pequeño número de prisioneros, en el extremo del Estadio. El resto de la línea avanzó, pasando por encima de asientos resbaladizos por la sangre derramada.
Cuando el Regimiento llegó a nivel del suelo, su avance se hizo más lento. Había poca oposición, pero la misma masa de gente que tenían al frente retenía a los soldados. Había unas pocas bolsas de resistencia activa, y escuadras volantes iban allá, a reforzar la línea. Fueron lanzadas más granadas. Falkenberg contemplaba la batalla en calma y, no muy a menudo, hablaba por su comunicador. Abajo, más gente moría.
Una compañía de soldados formó y corrió hacia arriba por una escalera al otro extremo del estadio. Se distribuyeron por la parte superior. Entonces apuntaron con sus rifles y éstos restallaron en otra serie de terribles salvas.
De repente todo hubo acabado. Ya no había oposición, sólo había una muchedumbre que aullaba. Los hombres tiraban las armas para correr con las manos en alto. Otros caían de rodillas para suplicar por sus vidas. Hubo una descarga final y un silencio mortal cayó sobre el estadio.
Pero no era un silencio, descubrió Hamner. Las armas habían callado, los hombres ya no gritaban órdenes, pero había sonidos. Eran los gritos de los heridos. Y súplicas de ayuda, gemidos. Una tos agónica que seguía y seguía, mientras alguien trataba de aclararse unos pulmones perforados.
Falkenberg asintió hoscamente.
—Ahora podemos buscar a un magistrado, señor presidente. Ahora.
—Yo… ¡Dios mío! —Hamner estaba en lo alto del estadio. Se agarró a una columna para afianzar sus temblorosas piernas. La escena de abajo parecía irreal. Había demasiada sangre, ríos de sangre, sangre cayendo en cascadas por los escalones, sangre fluyendo por los huecos de las escaleras para empapar el césped de abajo.
—Todo se acabó —dijo con suavidad Falkenberg—. Para todos. El Regimiento se marchará, tan pronto como esté usted asentado en el mando. No debería de tener ningún problema con sus centrales de energía. Los técnicos se fiarán de usted, ahora que Bradford ha desaparecido. Y, sin sus líderes, la gente de la ciudad no se le resistirá. Podrá enviar a tantos como sea preciso hacia el interior. Dispersarlos allí entre los leales, para que no causen problemas. Y esa amnistía de la que antes hablaba. Es sólo una sugerencia… pero yo la mantendría.