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Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

El mercenario (17 page)

—Según sus estimaciones, mayor, ¿están las tropas preparadas para misiones de combate? —Falkenberg escuchaba tranquilamente, mientras sorbía café. El informe había sido ensayado antes, y sabía lo que Savage le iba a contestar. Los hombres estaban entrenados, pero aún no constituían una unidad de combate. Esperó hasta que Savage hubo terminado con su informe—. ¿Recomendaciones?

—Señor, recomiendo que el Segundo Batallón se integre con el Primero. La práctica habitual es formar cada manípulo con un recluta, tres soldados y un monitor al mando. Con igual número de hombres nuevos y de veteranos tendremos una proporción mayor de reclutas, pero esto nos dará dos batallones de hombres bajo nuestros suboficiales veteranos, con soldados que antes fueron infantes para que sirvan como levadura.

»Así, romperíamos la organización provisional de entrenamiento y tendríamos al Regimiento con una nueva estructura permanente: El Primer y Segundo Batallones para misiones de combate, el Tercero compuesto por gente local, con oficiales de la Infantería de Marina, que sería mantenido como reserva. El Cuarto no estaría bajo nuestro mando.

—¿Sus razones para esta organización? —inquirió Falkenberg.

—De moral, señor. Los soldados nuevos creen estar discriminados. Se hallan bajo una disciplina más dura que los ex infantes, y lo resienten. Colocándolos en los mismos manípulos que los veteranos acabaría con esta situación.

—Veamos la nueva estructura.

Savage manipuló los mandos de input y aparecieron organigramas en la pantalla. La estructura administrativa era estándar, basada en parte en la Infantería de Marina del CoDominio y en parte en el Ejército Nacional de Churchill. Pero ésta no era la cuestión importante. No resultaba obvio, pero la estructura exigía que todos los puestos clave estuvieran en manos de los mercenarios de Falkenberg.

Los mejores nominados del Partido Progresista estaban en el Tercer o en el Cuarto Batallones, y la justificación era el que no había oficiales locales con la adecuada experiencia de mando. A Falkenberg le parecía bien, y no había ninguna razón militar adecuada para ponerlo en cuestión. Bradford estaría tan complacido con su nuevo control total del Cuarto, que no miraría detenidamente al resto. Y los demás no sabían lo bastante como para cuestionarlo.

Sí, pensó Falkenberg, debería de funcionar. Esperó hasta que Savage hubo terminado, y le dio las gracias. Luego, se dirigió a los otros:

—Caballeros, si tienen alguna crítica, oigámosla ahora. Quiero un frente sólido, cuando vayamos mañana al Consejo de Ministros, y quiero que todos ustedes estén preparados para contestar a cualquier pregunta. No tengo que decirles lo importante que es que nos aprueben esto.

Todos asintieron.

—Y, otra cosa —añadió Falkenberg—: ¡Sargento mayor!

—¡Señor!

—Tan pronto como el Consejo haya aprobado este nuevo organigrama, quiero a este Regimiento bajo la disciplina normal.

—¡Señor!

—¡Deles duro, suboficial en jefe! ¡Dígale al Cuarenta y Dos que la función ha terminado, que de ahora en adelante, reclutas y veteranos van a ser tratados por igual, y que el próximo hombre que me cause problemas va a desear no haber nacido!

—¡Señor! —Calvin sonreía feliz. Los últimos meses habían sido de tensión para todos. Ahora, gracias a Dios, el coronel volvía a hacerse cargo de todo, otra vez. Los hombres habían perdido algo de forma, pero pronto la recuperarían. Era hora de quitarse las máscaras, y Calvin se sentía feliz de ello.

X

El sonido de cincuenta mil personas gritando al unísono puede resultar aterrador. Lleva el miedo a niveles que se hallan por debajo del pensamiento; crea un pánico más antiguo que el miedo a las armas nucleares y toda la panoplia de la tecnología. Es un poder crudo y desnudo, que surge de un puchero de sonidos.

Todo el mundo en Palacio escuchaba la multitud que cantaba. Los miembros del Gobierno estaban exteriormente tranquilos, pero se movían en silencio por los pasillos y hablaban en tono bajo… o gritaban sin motivo. El Palacio estaba lleno de un miedo innombrable.

El Consejo de Ministros había empezado a la madrugada y continuado hasta última hora de la mañana. Había durado y durado, sin decidir nada. Justo antes del mediodía, el vicepresidente se hallaba en pie en su lugar de la mesa de reuniones, con los labios apretados por la ira. Apuntó con un dedo tembloroso a George Hamner.

—¡Todo es culpa suya! —gritó Bradford—. ¡Ahora los técnicos se han unido a la petición de una nueva Constitución, y usted los controla! ¡Siempre he dicho que era usted un traidor al Partido Progresista!

—Caballeros, por favor —insistía el presidente Budreau. Su voz tenía un cansancio infinito—. Vamos, vamos. Ese tipo de lenguaje…

—¿Traidor? —preguntó Hamner—. Si sus jodidos funcionarios prestasen un poco más de atención a los técnicos, no pasarían estas cosas. En tres meses han conseguido convertirlos, de ser los más firmes defensores de este partido, en aliados de los rebeldes, a pesar de todo lo que yo he intentado.

—Necesitamos un Gobierno fuerte —dijo Bradford. Su voz era despectiva, y había vuelto su media sonrisa.

George Hamner hizo un fuerte esfuerzo por controlar su ira.

—De este modo no lo conseguirá. Ha tratado a mis técnicos como si fueran ganado, les ha hecho trabajar horas extras sin pagárselas y les ha echado encima a esos malditos soldados suyos cuando han protestado. Y a uno puede costarle la vida el que su Guardia Nacional se irrite con él.

—¡Es resistencia a la autoridad! —afirmó Bradford—. ¡Eso no podemos consentirlo!

—¡Usted no sabe lo que es gobernar! —espetó Hamner. Perdió el control y se puso en pie, pasando en altura a Bradford. El hombrecillo se retiró un paso, y su sonrisa se congeló—. ¡Tiene usted el valor de llamarme traidor, después de todo lo que ha hecho! ¡Debería de partirle el cuello!

—¡Caballeros! —Budreau también se puso en pie a la cabecera de la mesa—. ¡Basta ya!

Se oyó un rugido procedente del Estadio. El Palacio pareció vibrar ante los gritos de la Asamblea Constituyente.

La sala del Consejo quedó en silencio por un momento. Cansinamente, Budreau continuó:

—Esto no nos está llevando a parte alguna. Propongo que aplacemos la reunión durante media hora, para dar tiempo a que se calmen los ánimos.

Hubo un acuerdo, entre murmullos de los otros.

—Y, cuando nos reunamos de nuevo, no quiero más de esas acusaciones o amenazas —dijo el presidente Budreau—. ¿Entendido?

De mala gana, los otros asintieron. Budreau salió solo, luego Bradford, seguido por un puñado de sus más fieles apoyos. Otros ministros corrieron para ser vistos saliendo con él, como si pudiera ser peligroso que pensasen que estaban en oposición al vicepresidente primero.

George Hamner se encontró solo en la sala. Se alzó de hombros y salió. A Ernest Bradford se le había unido un hombre de uniforme. Hamner reconoció al teniente coronel Córdova, jefe del Cuarto Batallón de la Guardia Nacional, y un seguidor fanático de Bradford. Hamner recordó cuando Bradford había propuesto por primera vez que le dieran un mando a Córdova, y lo poco importante que aquello había parecido en ese momento.

El grupo de Bradford se fue pasillo abajo. Parecían estar comentando algo en susurros y dejando muy claro que querían excluir al vicepresidente segundo de su conversación. Hamner se limitó a alzarse de hombros.

—¿Me deja que le invite a un café? —La voz llegaba de detrás y asustó a George. Se volvió y vio a Falkenberg.

—Seguro. Y no es que me vaya a sentar bien. Tenemos problemas, coronel.

—¿Se ha decidido algo? —preguntó Falkenberg—. Ha sido una larga espera.

—Larga e inútil. Deberían de invitarle a usted a asistir a las reuniones del Consejo, así quizá tendrían a alguien que les podría dar buenos consejos. Desde luego, no hay una jodida razón para mantenerle a usted esperando en una antesala, mientras nosotros nos gritamos los unos a los otros. He tratado de cambiar esa norma, pero vuelvo a no ser popular en este momento.

Se oyó otro alarido desde el Estadio.

—Todo el Gobierno no es popular —le corrigió Falkenberg—. Y, cuando haya acabado esa Convención…

—Ésa es otra cosa que traté de impedir la semana pasada —le explicó George—. Pero Budreau no tuvo los huevos de oponérseles. Así que ahora tenemos a cincuenta mil parados, sin nada mejor que hacer, sentados como Asamblea del Pueblo. Desde luego, ¡vaya Constitución que va a salir de ahí!

Falkenberg se alzó de hombros. Parecía que había estado a punto de decir algo, pensó Hamner, pero había cambiado de opinión. Llegaron al comedor de ejecutivos y se sentaron en una mesa cercana a la pared. El grupo de Bradford ocupaba una mesa al otro lado de la habitación, y todos ellos les miraron con suspicacia.

—Le calificarán de traidor por sentarse conmigo, coronel —rió Hamner, pero su voz era seria—. ¿Sabe?, creo que esta vez va en serio: Bradford me culpa a mí de los problemas con los técnicos, y, allá dentro, también insiste en que usted no está haciendo lo bastante como para restablecer el orden en la ciudad.

Falkenberg pidió cafés.

—¿Tengo que explicarle a usted por qué no lo hemos hecho?

—No —la enorme mano de George Hamner tapó un vaso de agua—. Dios sabe que el último par de meses casi no le han dado a usted ninguna ayuda. Las órdenes son imposibles, y jamás le han permitido hacer nada decisivo. Veo que ya han dejado de realizar incursiones contra la base de los rebeldes.

Falkenberg asintió:

—No cazábamos a nadie. Demasiadas filtraciones en el Palacio. Y, la mayor parte de las veces, el Cuarto Batallón ya había enturbiado las aguas. Si nos dejasen ustedes hacer nuestro trabajo en lugar de tener que pedir permiso, por los canales burocráticos, para cada misión que emprendemos, quizá el enemigo no supiera por adelantado tanto de lo que vamos a hacer. Así que ya he dejado de pedir permiso.

—Pero lo han hecho bastante bien, en lo que se refiere al ferrocarril.

—Sí. Al menos eso ha sido un éxito. Las cosas están bastante tranquilas en el campo, porque allí no dependemos de nadie. ¿No le parece extraño que cuanto más cerca estamos de la experta supervisión del Gobierno, menos efectivos parezcan ser mis hombres?

—Pero, ¿no puede usted controlar a los hombres de Córdova? ¡Ellos están haciendo que más gente nos abandone y se pase a los rebeldes de lo que podría imaginar! No puedo creer que la brutalidad sin restricciones sea de alguna utilidad.

—Ni yo. A menos que haya detrás un propósito, la fuerza no es un instrumento de gobierno demasiado efectivo. Pero ya debe de saber usted, señor Hamner, que no tengo ningún control sobre el Cuarto Batallón. El señor Bradford lo ha estado ampliando desde que lo tomó bajo su mando, y ahora es casi tan numeroso como el resto del Regimiento… y está absolutamente bajo su control, no bajo el mío.

—Bradford me ha acusado de ser un traidor —dijo con mucha precaución Hamner—. Contando con su propio ejército, debe de estar planeando algo…

—Antes pensaba usted que el que lo planeaba era yo —le replicó Falkenberg.

—Esto es muy grave —insistió Hamner—. Ernie Bradford ha construido un ejército que sólo él controla, y está haciendo locas acusaciones.

Falkenberg sonrió con dureza:

—Yo no me preocuparía demasiado por eso.

—¿Usted no? No, usted no. Pero yo estoy aterrado, coronel. Tengo mi familia en la que pensar, y estoy muy asustado. —Bueno, pensó George, ahora ya he puesto las cartas sobre la mesa; ¿puedo confiar en que no sea también un hombre de Bradford?

—¿Cree usted que Bradford está planeando una acción ilegal? —inquirió Falkenberg.

—No lo sé.— De pronto, George tuvo miedo de nuevo. No veía simpatía en los ojos del otro. Y, ¿de quién se podía fiar? ¿De alguien?

—¿Se sentiría usted más seguro si su familia estuviera en el cuartel del Regimiento? — le preguntó Falkenberg—. Podríamos arreglarlo.

—Ya era hora de que hablásemos de estas cosas —dijo finalmente George—. Sí, me sentiría más tranquilo con mi mujer y mis hijos bajo protección. Pero aún me sentiría más tranquilo si usted fuese sincero conmigo.

—¿Acerca de qué? —la expresión de Falkenberg no cambió.

—Para empezar, acerca de esos Infantes de Marina suyos —le dijo George—. Esos hombres no son de ningún batallón de castigo. Los he estudiado y son demasiado disciplinados. Y esas banderas de combate que llevan, no fueron ganadas en acciones sin importancia, ya sea en este planeta o en otro. ¿Quiénes son esos hombres, coronel?

John Falkenberg sonrió levemente.

—Me estaba preguntando cuándo se decidiría a hablarme de ello. ¿Por qué no ha hecho esta pregunta ante el presidente Budreau?

—No lo sé. Creo que es porque me fío más de usted que de Bradford, y el presidente se hubiera limitado a pasarle la pregunta a él… Además, si el presidente le echase a usted, no quedaría nadie para oponerse a Ernie. Es decir, si es que usted se opone a él… pero el caso es que, si lo desea, podría hacerlo.

—¿Y qué le hace pensar que yo vaya a hacer tal cosa? —le preguntó Falkenberg—. Obedezco las legítimas órdenes del Gobierno Civil…

—Sí, claro. Hadley está hundiéndose tan deprisa, que una conspiración más o menos no va a causar diferencias, de todos modos… Pero no ha contestado usted a mi pregunta.

—Las banderas de combate son del Cuarenta y Dos Regimiento de Infantería de Marina del CoDominio —contestó lentamente Falkenberg—. Que fue eliminado como parte de los recortes presupuestarios.

—El Cuarenta y Dos.— Hamner pensó por un instante, buscando en su memoria para recordar la información que había leído sobre Falkenberg—. Ése era su Regimiento.

—Desde luego.

—Y se lo trajo con usted.

—Un batallón del mismo —asintió John Falkenberg—. Las mujeres de los casados están esperando para unírseles, cuando estemos aposentados. Cuando disolvieron el Cuarenta y Dos, los hombres decidieron seguir juntos, si les era posible.

—Así que se trajo no sólo a los oficiales, sino también a los soldados.

—Sí.—Seguía sin haber cambios en la expresión de Falkenberg, a pesar de que Hamner estudiaba detenidamente el rostro del otro.

George sintió al tiempo miedo y tranquilidad. Si aquéllos eran los hombres de Falkenberg…

—¿Cuál es su juego, coronel? Usted quiere algo más que pagar a sus tropas, y me pregunto si no deberíamos temerle a usted más que a Bradford.

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