—Será mejor que hable usted con la Guardia Presidencial —le dijo Falkenberg—. No deben saber qué hacer.
—¿No los va a usar en la lucha callejera? —le preguntó Hamner.
Falkenberg negó con la cabeza.
—Dudo que luchasen: tienen demasiados amigos entre los rebeldes. Protegerán el palacio, pero no nos podemos fiar de ellos para mucho más.
—¿Tenemos alguna posibilidad? —preguntó Hamner.
Budreau alzó la mirada, saliendo de su ensimismamiento a la cabeza de la mesa:
—Sí. ¿La tenemos?
—Posiblemente —respondió Falkenberg—. Depende de lo buena que sea la gente contra la que estamos luchando. Si su jefe es la mitad de bueno de lo que yo pienso que es, no ganaremos esta batalla.
—¡Maldita sea, no lo haremos! —El teniente Martin Latham miró con horror al capitán Fast—. Ese mercado es una trampa mortal. Estos hombres no se alistaron para cargar por calles abiertas contra amotinados apostados a cubierto…
—No, ustedes se alistaron para ser una especie de policía honorífica —le dijo con calma el capitán Fast—. Y ahora han dejado que la situación se les vaya de las manos. ¿Quién mejor que ustedes para recuperar de nuevo el control?
—El Cuarto Batallón recibe sus órdenes del coronel Córdova, no de usted.—Latham miró a su alrededor en busca de apoyo. Varios pelotones del Cuarto estaban cerca, así que pareció reconfortado.
Se hallaban en un profundo recoveco del muro del Palacio. Justo fuera, más allá de la esquina del recoveco, podían oír disparos esporádicos, mientras las otras unidades del Regimiento mantenían ocupados a los rebeldes. Latham se sentía seguro aquí, pero allá fuera…
—No —repitió—. Es un suicidio.
—De modo que rehúsa obedecer órdenes —dijo Amos Fast, con voz muy tranquila—. No mire en derredor y no alce la voz. Ahora, mire tras de mí al muro del palacio.
Latham los vio: un destello del cañón de un rifle, manchas que eran soldados uniformados de cuero, que estaban apostados en las almenas del muro y en las troneras que dominaban el recoveco.
—Si no efectúa usted el ataque, serán ustedes desarmados y juzgados por cobardía ante el enemigo —le dijo con voz baja Fast—. Sólo hay un veredicto para ese Consejo de Guerra. Y sólo una pena. Tiene más posibilidades si efectúa ese asalto. Le apoyaremos en su ataque.
—¿Por qué hacen esto? —preguntó Martin Latham.
—Ustedes causaron el problema —le explicó Fast—. Ahora prepárense. Cuando hayan entrado en la plaza del mercado, el resto de la unidad irá en su apoyo.
El asalto tuvo éxito, pero le costó muchas bajas al Cuarto. Tras éste, siguió otra serie de feroces ataques. Cuando hubieron terminado, los amotinados habían sido expulsados del área inmediatamente contigua al palacio, pero el Regimiento de Falkenberg había pagado por cada metro ganado.
Cada vez que tomaban un edificio, el enemigo lo dejaba ardiendo. Cuando el Regimiento había atrapado un gran grupo de rebeldes, Falkenberg se vio obligado a abandonar el cerco para ayudar a evacuar un hospital que había incendiado el enemigo. Al cabo de tres horas, ardían fuegos por todo en derredor del palacio.
No había nadie en la sala del Consejo con Budreau y Hamner. Se habían llevado los cadáveres y fregado el suelo, pero a George Hamner le parecía que la habitación siempre olería a muerto, y no podía evitar el que, de vez en cuando, la vista se le fuese a la línea de agujeros bordada, a la altura del pecho de un hombre, en los paneles de rica madera de la pared.
Falkenberg entró.
—Su familia está a salvo, señor Hamner.— Se volvió al presidente—. Quiero informar, señor.
Budreau alzó la vista, sus ojos parecían perdidos. El sonido de disparos era débil, pero aún audible.
—Tienen buenos líderes —informó Falkenberg—. Cuando salieron del estadio fueron de inmediato a los cuarteles de la Policía. Tomaron las armas y las distribuyeron entre los suyos, después de hacer una carnicería con los policías.
—¿Asesinaron a…?
—Desde luego —le contestó Falkenberg—. Querían el edificio de la Policía como fortaleza. Y ahí fuera no estamos luchando contra una pura muchedumbre, señor presidente. Nos hemos topado repetidamente con hombres bien armados y con entrenamiento militar: las mesnadas. Por la mañana intentaré dar otro asalto, pero por el momento, señor presidente, no controlamos mucho más de un kilómetro alrededor del palacio.
Los fuegos ardieron toda la noche, pero hubo poca lucha. El Regimiento controlaba el Palacio, acampando en el patio; y si alguno se preguntaba por qué el Cuarto Batallón estaba acampado en el centro del patio, con el resto de la tropa rodeándole, lo hacía en silencio.
El teniente Martin Latham podía haber tenido una respuesta para quien hiciese tal pregunta, pero estaba yaciendo bajo la bandera de Hadley en la capilla ardiente, junto al hospital.
Por la mañana los asaltos se iniciaron de nuevo. El Regimiento se movía hacia afuera en pequeñas columnas, infiltrándose por puntos débiles, dejando a un lado los fuertes, hasta que de nuevo hubo limpiado una gran área en el exterior del Palacio. Luego, se encontró con otra posición bien fortificada.
Una hora más tarde el Regimiento estaba fuertemente enzarzado contra francotiradores en los tejados, calles cerradas por barricadas y, por todas partes, edificios ardiendo. Manípulos y pelotones trataron de pasar y llegar hasta los edificios de más allá, pero fueron rechazados.
El Cuarto fue diezmado en repetidos asaltos contra las barricadas.
George Hamner había ido a donde Falkenberg y se hallaba en su puesto de mando avanzado. Contempló cómo otro asalto de una escuadra del Cuarto era rechazado.
—Son buenos soldados —murmuró.
—Lo serán. A partir de ahora —le dijo Falkenberg.
—Pero los ha ido desgastando muy rápido.
—No ha sido totalmente a mi gusto —le explicó Falkenberg—. El presidente me ha ordenado quebrar la resistencia del enemigo. Eso hace perder soldados. Y para ello prefiero utilizar el Cuarto que embotar el filo combativo del resto del Regimiento.
—Pero no estamos yendo a ninguna parte.
—No. La oposición es demasiado buena, y son demasiados. No podemos hacerles concentrarse para una batalla formal, y cuando los atrapamos, prenden fuego a esa parte de la ciudad y se retiran bajo la cobertura de las llamas.
Un cabo de transmisiones le hizo una seña urgente y Falkenberg fue a una mesa baja, cubierta por una masa de aparatos electrónicos. Tomó el auricular que le ofrecían y escuchó, luego alzó un micrófono.
—Vuelvan a palacio —ordenó.
—¿Se retira usted? —preguntó Hamner.
Falkenberg se alzó de hombros:
—No tengo elección. No puedo mantener un perímetro tan débil con sólo dos batallones y lo que me queda del Cuarto.
—¿Dónde está el Tercero? ¿Dónde están los otros miembros del partido? ¿Dónde está mi gente?
—Están en las centrales de energía y centros de alimentos —le explicó Falkenberg—. No podemos entrar sin que los técnicos tengan tiempo de sabotear los equipos, pero podemos impedir que entren más rebeldes. El Tercer Batallón no está tan bien entrenado como el resto del Regimiento… y, además, quizá los técnicos se fíen de ellos.
Caminaron de regreso a través de las calles ennegrecidas por los fuegos. Los sonidos de lucha les siguieron a medida que el Regimiento se retiraba. Voluntarios civiles luchaban contra los incendios y se cuidaban de los heridos y los muertos.
No hay esperanza, pensaba George Hamner. No hay esperanza. No sé por qué pensé que Falkenberg se sacaría algún tipo de conejo de la chistera, una vez hubiera desaparecido Bradford. ¿Qué puede hacer él? ¿Qué puede hacer nadie?
Unos preocupados miembros de la Guardia Presidencial les dejaron entrar en palacio y cerraron tras ellos las pesadas puertas. Los guardias defendían el palacio, pero no querían salir fuera.
El presidente Budreau estaba en su muy adornado despacho, acompañado por el teniente Banners.
—Iba a mandar por usted —dijo Budreau—. No podemos ganar, ¿verdad?
—No en el modo en que van las cosas —le contestó Falkenberg. Hamner asintió su acuerdo.
Budreau también asintió, como para sí. Su rostro era una máscara de esperanzas perdidas.
—Eso es lo que yo creía. Lleve a sus hombres al cuartel, coronel. Voy a rendirme.
—Pero, no puede… —protestó George—. Todo en lo que hemos soñado… Va a condenar a Hadley, el Partido de la Libertad no lo puede gobernar.
—Precisamente. Pero usted también lo ve, ¿no, George? ¿Cuánto estamos gobernando nosotros? Quizá tuvimos una posibilidad antes de que se llegase a la ruptura abierta. Pero no ahora. Traiga a sus hombres de vuelta al palacio, coronel Falkenberg. ¿O se va a negar?
—No, señor. Los hombres ya se están retirando. Estarán aquí dentro de media hora.
Budreau suspiró audiblemente.
—Ya le dije que la respuesta militar no iba a funcionar aquí, Falkenberg.
—Si nos hubieran dado la oportunidad en los pasados meses, podríamos haber logrado algo.
—Quizá —el presidente estaba demasiado cansado para discutir—. Pero no nos servirá de nada el echarle las culpas al pobre Ernie. Debía de estar loco. Pero ahora no estamos como hace tres meses, coronel. Ni siquiera como ayer. Podría haber llegado a un compromiso antes de que empezara la lucha, pero no lo hice, y usted ha perdido. No está usted logrando demasiado, aparte de quemar la ciudad… Al menos puedo evitarle eso a Hadley. Banners, vaya a decirles a los líderes del Partido de la Libertad que ya no lo soporto más.
El oficial de la Guardia saludó y se marchó, con su rostro convertido en una máscara ilegible. Budreau le contempló salir. Sus ojos estaban enfocados más allá de las paredes con sus decoraciones de la Tierra.
—Así que dimite usted —dijo lentamente Falkenberg.
Budreau asintió.
—¿Ha dimitido usted, señor? —preguntó Falkenberg.
—Sí, maldita sea, Banners tiene mi renuncia al cargo.
—¿Y qué hará usted ahora? —le preguntó Hamner. Su voz era a la vez de asombro y desprecio. Siempre había admirado y respetado a Budreau, y ahora, ¿cómo les dejaba el gran líder de Hadley?
—Banners me ha prometido sacarme de aquí —le dijo Budreau—. Tiene un barco en el puerto. Navegaremos por la costa hasta el punto más cercano posible a las minas y luego iremos por tierra a ellas. Una nave estelar llegará la semana próxima, y podré marcharme en ella con mi familia. Sería mejor que viniera conmigo, George.
El presidente puso la cara sobre ambas manos, y luego alzó la vista.
—Uno se siente mucho más tranquilo después de abandonar, ¿lo sabían? ¿Y qué es lo que hará usted, coronel Falkenberg?
—Nos las arreglaremos. Hay muchos barcos en el puerto, caso de que necesitásemos uno. Pero es muy probable que el nuevo gobierno necesite soldados experimentados.
El perfecto mercenario —dijo Budreau con desprecio. Suspiró y luego dejó que sus ojos recorrieran el despacho, deteniéndose en los objetos familiares—. Es un descanso, ya no tengo que decidir más cosas.
Se puso en pie y sus hombros ya no estaban hundidos.
—Iré a buscar a mi familia. Será mejor que usted también se ponga en marcha, George.
—Ya me las arreglaré, señor. No espere por nosotros. Como dice el coronel, hay muchos barcos.—Esperó hasta que Budreau hubo salido del despacho, y entonces se volvió hacia Falkenberg—. Muy bien, ¿y ahora qué?
—Ahora haremos lo que vinimos a hacer aquí —le contestó Falkenberg. Se fue al escritorio del presidente y examinó los teléfonos, pero los rechazó, usando al fin un comunicador de bolsillo. Lo conectó y habló largamente por el mismo.
—¿Qué es, exactamente, lo que está haciendo? —le preguntó Hamner.
—Usted aún no es el presidente —le explicó Falkenberg—. Bajo la proclamación de la Ley Marcial hecha por Budreau, yo debo de efectuar todas las acciones que crea se requieren para restaurar el orden en Refugio. Esta orden es válida hasta que la anule un nuevo presidente. Y, por el momento, no hay presidente.
—¡Pero Budreau se ha rendido! El Partido de la Libertad elegirá un presidente.
—Según la Constitución de Hadley sólo el Senado y la Asamblea, en sesión conjunta, pueden alterar el orden de sucesión a la presidencia. Los miembros de esos dos cuerpos están desperdigados por toda la ciudad, y sus cámaras de reunión han ardido.
El sargento mayor Calvin y varios de los ayudantes de Falkenberg llegaron a la puerta. Se quedaron allí, aguardando.
—Estoy interpretando las leyes del planeta, pero… creo que el presidente Budreau no tiene poderes para nombrar a un sucesor. Y, con Bradford muerto, usted manda aquí, pero no hasta que se presente ante un magistrado y jure su cargo.
—Esto no tiene sentido —protestó Hamner—. Y, de todos modos, ¿cuánto tiempo se cree que puede seguir aquí al mando?
—Tanto como sea preciso.— Falkenberg se volvió hacia uno de sus hombres—. Cabo, quiero que el señor Hamner esté conmigo y usted con él. Lo tratará con todo el respeto, pero no debe ir a ninguna parte ni hablar con nadie sin mi permiso, ¿comprendido?
—¡Señor!
—¿Y ahora qué? —preguntó Hamner.
—Ahora esperamos —le dijo con voz suave John Falkenberg—. Pero no mucho…
George Hamner estaba sentado en la sala del Consejo, dando la espalda a la pared agujereada y manchada. Trataba de olvidar aquellas manchas, pero no podía.
Falkenberg estaba frente a él, y sus ayudantes se sentaban al extremo más alejado de la mesa. Los aparatos de comunicación habían sido extendidos sobre una mesa lateral, pero no había mapa de la situación; Falkenberg no había trasladado allí su puesto de mando.
De vez en cuando, los oficiales le traían informes de la batalla, pero Falkenberg casi ni les escuchaba. En cambio, cuando uno de sus ayudantes le dijo que el doctor Whitlock le llamaba, tomó los auriculares de inmediato.
George no podía oír lo que Whitlock estaba diciendo, y la parte de la conversación de Falkenberg consistía en monosílabos. La única cosa de la que George estaba seguro, era de que Falkenberg estaba muy interesado en lo que le estaba diciendo su asesor político.
El Regimiento había hecho, combatiendo, el camino de regreso a Palacio, y ahora estaba en el patio. Las entradas al Palacio estaban tomadas por la Guardia Presidencial, y la lucha había terminado. Los rebeldes dejaban en paz a la Guardia, y una inquieta tregua dominaba la ciudad de Refugio.