Falkenberg se alzó de hombros.
—¿Sabe?, ya hemos violado varias de las normas del Gran Senado respecto a los mercenarios. Es mejor no hablar de estas cosas, hasta que el CD se haya ido definitivamente. Después de eso, los hombres estarán totalmente comprometidos, tendrán que ser leales a Hadley.—Falkenberg alzó su vaso de whisky—. El vicepresidente Bradford sabe todo esto.
—Seguro que lo sabe. —Hamner alzó su propio vaso—. Salud.
—Salud.
Y me pregunto qué otras cosas sabe esa serpiente, pensó Hamner. Sin su apoyo, Falkenberg no duraría aquí ni un minuto… y, entonces, ¿qué?
—Coronel, ayer llegaron a mi despacho sus cuadros organizativos. Ha mantenido a todos los Infantes de Marina en un batallón, con todos esos oficiales que ha contratado. Luego tiene otros tres batallones de nativos, pero todos los matones del partido están en el cuarto. El segundo y tercero son reclutas locales, pero bajo los mandos de usted.
—Sí, ésa es una buena descripción de la situación, señor —aceptó Falkenberg.
Y ya sabe usted cuál es mi pregunta, pensó George.
—¿Y por qué es esto, coronel? Un hombre suspicaz diría que tiene aquí a su propio pequeño ejército, con una tal estructura montada de modo que usted pueda hacerse con el control completo, si es que alguna vez hay una diferencia de opinión entre usted y el Gobierno.
—Un hombre suspicaz podría decir eso —aceptó Falkenberg. Acabó su vaso y esperó a que George hiciera lo mismo. Se acercó un camarero con vasos llenos—. Pero un hombre práctico podría decir otra cosa. ¿Espera usted que ponga oficiales inexpertos al mando de esas tropas de veteranos con más mili que el Gran Almirante? ¿O a sus bienintencionados progresistas al mando de reclutas completamente verdes?
—Pues eso es lo que justamente ha hecho usted…
—A órdenes del señor Bradford, he mantenido el Cuarto Batallón tan libre de mercenarios como me ha sido posible. Eso, desde luego, no está ayudando en su instrucción, pero el señor Bradford parece tener las mismas quejas que usted.
—Yo no me he quejado.
—Pensaba que sí —dijo Falkenberg—. En cualquier caso, ustedes tienen su fuerza de partido, por si desean usarla para controlarme. En realidad, ya tienen todo el control sobre mí que puedan necesitar: ustedes tienen agarrada la bolsa; si la cierran, sin suministros para alimentar a los hombres y dinero para su paga, no podría mantenerlos a mis órdenes ni una hora.
—En ocasiones anteriores, las tropas han descubierto que era más fácil robar al que les pagaba que luchar por él —comentó Hamner—. Salud.
Vació el vaso de un trago y luego contuvo una tos. El alcohol aquel era fuerte, y él no estaba acostumbrado a beber whisky a secas. Se preguntó qué pasaría si pedía una bebida menos fuerte, como cerveza, o un trago largo. De algún modo, no parecía ir de acuerdo con aquella fiesta.
—Ése es un comentario que me habría esperado de Bradford —dijo Falkenberg.
Hamner asintió con la cabeza. Bradford siempre estaba sospechando de algo. Había momentos en que George se preguntaba si el vicepresidente primero estaría totalmente cuerdo, pero aquella idea era tonta. Sin embargo, cuando se hallaban bajo presión, Ernie Bradford conseguía ponerle a todo el mundo los nervios de punta con sus sospechas, y prefería que no se hiciese nada, a perder su control sobre todo.
—¿Y cómo se supone que debo organizar este golpe de estado? —preguntó Falkenberg—. Tengo un puñado de hombres que me son leales, el resto son mercenarios, o su gente local. Ustedes han pagado mucho para traerme aquí con mis mandos. Quieren que luchemos contra una situación imposible con un equipo inexistente. Si también insisten en su propia organización de las fuerzas, entonces no puedo aceptar la responsabilidad.
—No he dicho eso.
Falkenberg se alzó de hombros.
—Si el presidente Budreau así lo ordena, y lo haría si usted se lo recomienda, entregaré el mando a quien él nombre.
Y nombraría a Bradford, pensó Hamner. Prefiero fiarme de Falkenberg. Haga lo que haga el coronel, al menos será hecho de un modo competente; con Ernie no había seguridad alguna de que no estuviera conspirando para hacer algo, y menos de que, aun no siendo así, fuese capaz de lograr llevar a cabo algo.
Pero…
—¿Qué es lo que quiere usted sacar de esto, coronel Falkenberg?
La pregunta pareció sorprenderle.
—Dinero, naturalmente —le contestó—. Y quizá un poco de gloria, aunque ésta sea una palabra que no se usa mucho en estos días. Una posición de responsabilidad, de acuerdo con mis capacidades. Siempre he sido un soldado, y no sé hacer otra cosa.
—¿Y por qué no siguió usted en el CD?
—Está en mi historial —dijo fríamente Falkenberg—. Seguro que lo sabe.
—Pues no lo sé.— Hamner estaba tranquilo, pero el whisky bastaba para hacerle mostrarse más atrevido de lo que había pensado ponerse, y eso incluso en este campamento, rodeado por los hombres de Falkenberg—. No sé nada en absoluto. Lo que me han contado no tiene sentido alguno. Usted no tenía motivos para quejarse sobre su promoción, ni el almirante para presentar cargos contra usted. Parece como si hubiera buscado usted que lo echasen.
Falkenberg asintió con la cabeza.
—Casi ha acertado. Es usted muy astuto.—Los labios del soldado estaban muy apretados y sus ojos grises atravesaron a Hamner de lado a lado—. Supongo que se merece usted una respuesta. Por razones que no vienen al caso, el gran senador Bronson ha jurado que acabará conmigo. Si no hubiera sido apartado del servicio por una acusación trivial de insubordinación técnica, me hubiera visto enfrentado a una serie de acusaciones amañadas. Al menos, de este modo, estoy fuera con un historial limpio.
Un historial limpio y mucha amargura.
—¿Y eso es todo lo que pasó?
—Eso es todo.
Era creíble. Como lo era todo lo que decía Falkenberg. Y, sin embargo, Hamner estaba seguro de que Falkenberg mentía. No de un modo directo, pero tampoco contándolo todo. Hamner creía que, si tuviese las preguntas correctas, el otro le daría las respuestas exactas; pero no tenía ninguna pregunta que hacer.
Y, pensó Hamner, o bien he de confiar en este hombre, o me he de librar de él; y el irritarle mientras lo mantenemos en su puesto, es la peor de las políticas.
Los gaiteros volvieron y el jefe de la cantina miró al coronel.
—¿Desea algo más? —preguntó Falkenberg.
—No.
—Gracias.— El coronel hizo un gesto al oficial y el jefe de cantina aprobó con un gesto la cuestión del gaitero mayor. Este alzó su maza y los tambores redoblaron. Los gaiteros empezaron a tocar, firmes en su lugar al principio, luego marchando alrededor de la mesa. Los oficiales gritaron y la sala pronto estuvo repleta de alaridos marciales. La fiesta volvía a empezar.
George buscó a uno de los hombres recomendados por él y se dio cuenta de que todos los oficiales del Partido Progresista que había en la cantina eran de los suyos. No había ni un solo hombre de la facción de Bradford en el partido. ¿Significaba aquello algo?
Se alzó y cruzó su mirada con la de un joven teniente del partido.
—No se moleste, coronel —dijo—. Haré que el joven Farquhar me acompañe hasta afuera.
—Como usted quiera.
El sonido le siguió fuera del edificio y a lo largo de la calle regimental. Llegaban más ruidos de la explanada de desfiles y del campamento situado más allá. Los fuegos ardían brillantes en la noche.
—De acuerdo, Jamie, ¿qué es lo que está pasando aquí? —inquirió Hamner.
—¿Pasando, señor? Nada, que yo sepa. Si se refiere a la fiesta, estamos celebrando la graduación de los hombres, tras la instrucción básica. Mañana empezaremos con la instrucción avanzada.
—Quizá sí me refería a la fiesta —comentó Hamner—. Parecías muy amigable con los otros oficiales.
—Sí, señor.— Hamner notó el entusiasmo en la voz de Jamie Farquhar. El chico era lo bastante joven como para ser atrapado por la mística de la milicia, y George lo lamentaba por él—. Son buena gente.
—Sí, supongo que sí. ¿Dónde están los otros, la gente del señor Bradford?
—Tenían un ejercicio táctico que los retuvo en el campo hasta tarde —le explicó Farquhar—. Y el señor Bradford vino hacia la hora de cenar y pidió que fueran a una reunión en algún sitio. Pasa mucho tiempo con ellos.
—Supongo que eso debe de hacer —aceptó Hamner—. Mira, tú has estado por aquí con los Infantes de Marina, Jamie. ¿De dónde vienen esos hombres? ¿De qué unidades del CD?
—Realmente no lo sé, señor. El coronel Falkenberg nos ha prohibido preguntar esas cosas. Dice que quiere que los hombres empiecen aquí con un nuevo historial, partiendo de cero.
Hamner se fijó en el tono que Farquhar empleaba cuando hablaba de Falkenberg. Era más que respeto; admiración, quizá.
—¿Alguno de ellos ha servido antes con el coronel?
—Creo que sí, señor. No les gusta, lo maldicen abiertamente; pero le tienen miedo a ese gran dote sargento mayor que tiene. Calvin se ha ofrecido a darle una paliza a cualquiera, dos hombres del campamento a la vez, y además dejándoles que ellos elijan las reglas. Unos cuantos de los recién llegados lo intentaron, pero ninguno de los Infantes de Marina. Ni uno.
—¿Y dices que el coronel no es popular entre los soldados?
Farquhar se quedó un momento pensativo.
—Yo no diría que es
popular
. No, señor.
Y sin embargo, pensó Hamner, Boris me dijo que sí lo era. El whisky le zumbaba en la cabeza.
—¿Y quién es popular?
—El mayor Savage, señor. A los hombres les cae bien. Y el capitán Fast, los Infantes de Marina respetan especialmente al capitán. Es el ayudante de campo.
—De acuerdo. Mira, ¿puede luchar esta unidad? ¿Tenemos alguna oportunidad una vez se haya ido el CD?
Se quedaron en pie, mirando las escenas que se veían en derredor de las fogatas. Los hombres estaban bebiendo mucho, cantando y gritando y persiguiéndose los unos a los otros por el campamento. Había una pelea a puñetazos frente a una tienda y ningún oficial acudía a detenerla.
—¿Permitís eso? —preguntó Hamner.
—Tratamos de no interferir demasiado —le contestó Farquhar—. El coronel dice que la mitad del entrenamiento de un oficial consiste en aprender cuándo no hay que ver algo. De todos modos, los sargentos ya han parado la pelea, ¿ve?
—Pero dejáis que los hombres beban.
—No hay ninguna regla más que estar en condiciones de cumplir con el propio deber. Y esos hombres son duros. Obedecen órdenes y saben luchar. Creo que nos las arreglaremos muy bien.
Orgullo. Le han dado algo de orgullo a Jamie Farquhar y quizá también a todos aquellos delincuentes juveniles que había por allí.
—De acuerdo, Jamie, vuelve a tu fiesta. Yo buscaré a mi chófer.
Mientras le conducían de vuelta, George Hamner se sentía mejor, acerca del futuro de Hadley. Pero aún seguía convencido de que algo estaba mal, y no tenía ni idea de lo que era.
El estadio había sido construido para contener cien mil personas. Ahora, había por lo menos ese número apretujado en su interior, y otra cantidad igual rondaba en enjambres por las plazas del mercado y las calles adyacentes. La totalidad de la guarnición del CoDominio estaba de servicio para mantener el orden, pero no era necesario.
La celebración era ruidosa, pero hoy no habría ningún problema. En este día, el más grande para Hadley desde el del Descubrimiento, el Partido de la Libertad estaba tan ansioso por evitar cualquier incidente como los Infantes de Marina. El CoDominio estaba entregando el poder a las autoridades locales y se marchaba; y nada debía echar a perder esto.
Hamner y Falkenberg lo contemplaban desde las gradas superiores del estadio. Hilera tras hilera de asientos de plasticero caían en cascada, como una gigantesca escalera, desde su alta posición hasta el césped del campo de abajo. Y cada asiento estaba lleno, por lo que el estadio era una algarabía de color.
El presidente Budreau y el gobernador Flaherty estaban en pie en el palco presidencial, justo enfrente de donde se hallaban Hamner y Falkenberg. La Guardia Presidencial, con uniformes azules, y los Infantes de Marina del CoDominio, con los suyos escarlata y oro, se erguían en rígida posición de firmes alrededor de los dos dignatarios.
En el palco presidencial también se hallaban el vicepresidente Bradford, los líderes del partido de la oposición, el PdlL, dirigentes del Partido Progresista, funcionarios del saliente gobierno del CoDominio, y todo el mundo que había podido conseguir una invitación para estar dentro. George sabía que algunos de ellos estarían preguntándose dónde se habría metido él.
Bradford, en especial, se fijaría en la ausencia de Hamner. Incluso quizá llegase a pensar que el vicepresidente segundo estaba fomentando la oposición o la rebelión. Últimamente, Ernie Bradford había estado acusando a Hamner de toda clase de deslealtades hacia el Partido Progresista, y no pasaría mucho antes de que exigiese que Budreau lo relevase de su cargo.
¡Qué se fuera al infierno aquel pequeñajo!, pensó George. Odiaba las muchedumbres, y la idea de estar allí en pie, escuchando todas aquellas parrafadas, mostrándose educado con los jerarcas de los partidos, a los que detestaba, le parecía excesiva. Cuando le había sugerido a Falkenberg el contemplar la ceremonia desde otro punto, mejor situado, éste había aceptado de inmediato. Tampoco al soldado parecían agradarle demasiado las ceremonias formales. Las ceremonias civiles, se corrigió Hamner; a Falkenberg parecían agradarle los desfiles militares.
El ritual casi ya estaba terminado. La banda de los Infantes de Marina del CD había marchado a través del campo, los discursos habían sido dichos, los regalos entregados y aceptados. Un centenar de millares de personas habían gritado, y ése era un sonido aterrador. El puro poder del mismo asustaba.
Hamner miró a su reloj. Mientras lo hacía, la banda de la Infantería de Marina había estallado en un batir de tambores. Los tambores fueron callando, uno tras otro, hasta que hubo uno solo en un redoble que seguía y seguía; pero, al fin, también éste se calló. Todo el estadio aguardaba.
Una trompeta, nada más. Un claro toque, gimiente pero triunfal, el saludo final a la bandera del CoDominio sobre el Palacio. Las notas colgaron del aire de Hadley como algo tangible y, lenta, deliberadamente, la bandera escarlata y azul flotó asta abajo, mientras subía la de Hadley, de destelleante oro y verde.