—¿Eso? —dijo Moriarty—. Pues tendrá que ser bueno, la gente está empezando a sospechar sobre todos esos complots.
Grant asintió.
—Habrá pruebas. Pruebas muy efectivas. Un arsenal secreto de armas nucleares.
Se oyó un jadeo sobresaltado. Luego, Karins volvió a hacer una mueca, de oreja a oreja.
—¡Oh, tío, esto es definitivo! ¡Un escondrijo de nucleares! Auténticas, supongo.
—Naturalmente.— Grant miró con disgusto al joven obeso. ¿De qué serviría que las armas nucleares fueran falsas? Pero Karins vivía en un mundo de engaños. Tanto, que en ese mundo unas armas falsas podían ser lo apropiado.
—Mejor será que tenga montones de polis a mano cuando haga pública esa historia — dijo Karins—. Cuando la gente se entere, harán pedazos a Bertram.
Cierto, pensó Grant. Era un punto que tendría que recordar. La protección a aquellos chicos no iba a ser fácil. No, después de que aquel grupo radical hubiese bombardeado atómicamente Bakersfield en California. Y de que una banda de criminales mafiosos hubiera intentado chantajear a Seattle con otra bomba, exigiendo un rescate de cien millones. La gente ya no consideraba ningún chiste la existencia de arsenales privados de armas atómicas.
—No mezclaremos personalmente en esto al señor Bertram —dijo con semblante dolorido el presidente—. Bajo ninguna circunstancia. ¿Queda esto comprendido?
—Sí, señor —contestó rápidamente John. A él tampoco le había gustado aquella idea—. Sólo lo haremos con algunos de sus principales colaboradores.
Grant chafó el cigarrillo para apagarlo; le había dado mal sabor de boca… ¿o había sido otra cosa?
—Haré que acaben en manos del CD para la custodia final. Condenados a transporte forzoso. Mi hermano puede arreglarlo, para que no tengan unas sentencias muy duras.
—Seguro. Si cooperan, podrán ser plantadores independientes en Tanith —dijo Karins—. Puede ocuparse de que no sufran.
Y un cuerno, pensó Grant. En las mejores circunstancias, la vida en Tanith no era ninguna fiesta.
—Hay una cosa más —añadió el presidente—. Tengo entendido que el gran senador Bronson quiere algo del CD.
Algún oficial que fue demasiado eficiente en descubrir los tratos de la familia Bronson, y que ellos quieren ver desaparecer —el presidente tenía una cara como si hubiera probado leche agria—. Odio hacer esto, John. Lo odio, pero necesitamos el apoyo de Bronson. ¿Podrás hablar con tu hermano?
—Ya lo he hecho —le contestó Grant—. Lo harán.
Grant dejó la reunión unos minutos más tarde. Los otros continuarían la interminable discusión, pero Grant no veía la necesidad de esto. Estaba clara la acción necesaria, y cuanto más esperase, más tiempo tendría Bertram para reunir a más seguidores y endurecer sus apoyos. Si había que hacer algo, tenía que ser ahora.
Durante toda su vida, Grant había visto que era mejor la acción equivocada, llevada a cabo en el momento preciso, que la acción correcta realizada luego. En cuanto llegó al Pentágono llamó a sus lugartenientes y les dio órdenes. No le llevó más de una hora el poner en marcha la maquinaria.
Los colegas de Grant siempre decían que era demasiado burdo, que se apresuraba demasiado en actuar, sin examinar las consecuencias. También reconocían que tenía suerte. Pero para Grant, aquello no era suerte, y sí que consideraba las consecuencias; pero él se anticipaba a los hechos más bien que reaccionaba a las crisis. Desde hacía semanas, había sabido que el apoyo a Bertram estaba creciendo alarmantemente y, mucho antes de ir a la reunión con el presidente, había hecho planes al respecto.
Ahora estaba claro que había que actuar de inmediato. Dentro de unos días comenzaría a haber fugas de lo tratado en aquella conferencia. Nada sobre las acciones a tomar, pero sí rumores acerca de la alarma y la preocupación. Una secretaria se daría cuenta de que Grant había vuelto al Pentágono después de despedir a su chófer. Otra se fijaría en que Karins se reía irónicamente, más de lo habitual, al salir de la Oficina Oval, o que dos enemigos políticos salían juntos y se iban a tomar un trago. Otra oiría algo acerca de Bertram, y pronto correría por todo Washington: el presidente estaba preocupado por la popularidad de Bertram.
Dado que las fugas eran inevitables, debía actuar mientras el plan aún podía funcionar. Grant despidió a sus ayudantes con una sensación de satisfacción. Había estado dispuesto, y la crisis acabaría antes de que realmente se iniciase. Fue únicamente después de que lo hubiesen dejado solo cuando cruzó la habitación plafonada en madera para ir al armarito de teca donde se sirvió un escocés doble.
El paisaje de Maryland se deslizaba muy por debajo, mientras el Cadillac iba con el autopiloto puesto. Una antena de cinta llegaba casi hasta la casa de Grant, y él se dedicaba a contemplar la escena del anochecer, bastante más relajado de lo que le había sido posible lograr estar últimamente. Las luces de las casas parpadeaban debajo, y algunos coches de superficie corrían por las carreteras. Tras él se hallaba la desparramada superficie de la Isla de la Seguridad Social de Columbia, a donde habían ido a parar la mayoría de los desplazados de Washington. Ahora, sus habitantes eran de la tercera generación, y nunca habían conocido otra clase de vida.
Hizo una mueca. Las Islas de la Seguridad Social eran masas de edificios de cemento y parques en los terrados, depósitos para el bullente resentimiento de vidas inútiles, mantenidas plácidas para los suministros gubernamentales de mierdashish y borloi de Tanith y alcohol barato estadounidense. Un hombre nacido en uno de aquellos complejos podía pasar allí toda su vida. Y muchos lo hacían.
Grant trató de imaginar lo que sería vivir allí, pero no pudo. Los informes de sus agentes le daban una imagen intelectual, pero no había modo en que identificarse con aquella gente. No podía sentir la desesperanza y los sentidos embotados, los odios ardientes, los terrores, el amargo orgullo de las bandas callejeras.
En cambio, Karins lo sabía. Él había comenzado su vida en una Isla de la Seguridad Social en alguna parte del Medio Oeste. Se había abierto camino, con uñas y dientes, por las escuelas, hasta lograr una beca y un billete para salir de allí para siempre. Había resistido a los estimulantes y a la droga y a la Tri-V. ¿Merecía la pena? Grant no estaba seguro. Y, naturalmente, había otro camino para escapar a la Seguridad Social, como colono voluntario… ¡pero eran tan pocos los que ya lo tomaban! En otro tiempo habían sido muchos.
El altavoz del tablero habló repentinamente, cortando a Beethoven en plena interpretación: «ADVERTENCIA: ESTA APROXIMÁNDOSE USTED A UN ÁREA RESTRINGIDA. LOS VEHÍCULOS NO AUTORIZADOS SERÁN DESTRUIDOS SIN NUEVO AVISO. SI TIENE USTED ALGÚN MOTIVO LEGITIMO PARA HALLARSE EN ESTA ZONA VIGILADA, SIGA EL HAZ DE GUÍA, HASTA LA ESTACIÓN DE CONTROL DE LA POLICÍA. ÉSTE ES UN AVISO FINAL».
Automáticamente, el Cadillac cambió su rumbo para seguir el haz hacia abajo, en dirección al cuartelillo de la Policía Estatal, y Grant lanzó una maldición. Conectó el micrófono y habló con voz baja:
—Soy John Grant de Peachem's Bay. Algo parece andar mal con mi traspondedor.
Hubo una corta pausa, y una suave voz femenina surgió del altavoz del tablero:
—Lo lamentamos mucho, señor Grant. Su señal es correcta. Nuestra unidad de identificación está averiada. Por favor, siga a su casa.
¡Arreglen ese maldito cacharro antes de que derribe a un Pagador de Impuestos! —dijo Grant. El Condado de Ann Arundel era un punto fuerte del Partido Unido. ¿Cuánto tiempo seguiría así si se producía un accidente como el que él había previsto? Tomó los mandos manuales y atajó a campo través, a pesar de las normas. Ahora que sabían quién era, lo único que podían hacerle era ponerle una multa, y su ordenador bancario la pagaría sin molestarse ni en informarle de ella.
Eso hizo aparecer una acerba sonrisa en su rostro. Se vulneraban las normas de tráfico, los ordenadores lo descubrían y ponían multas, otros ordenadores las pagaban, y ningún humano se enteraba jamás que le habían multado. Esto sólo sucedía si se acumulaban las suficientes como para provocar un aviso de suspensión de licencia de conducir… y era entonces cuando el Pagador de Impuestos se enteraba de estas cosas. A menos que fuera uno de los pocos que aún gustaban de comprobar personalmente sus saldos bancarios.
Su mansión se alzaba al frente, una enorme y extensa propiedad de principios del siglo veinte, en la bahía. Su yate estaba anclado frente a la costa, y esto le dio un hormigueo de culpa. No es que lo tuviera descuidado, pero lo dejaba demasiado en manos de la tripulación contratada, demasiado tiempo sin atenciones por parte de su propietario.
Carver, el chófer, corrió a ayudarle a bajar del Cadillac. Hapwood estaba esperándole en la gran biblioteca con un vaso de jerez. Príncipe Bismark, temblando ante la presencia de su dios, colocó su cabeza de Doberman sobre el regazo de Grant, dispuesto a tirarse al fuego si así se lo ordenaba.
Había ironía en aquella situación, pensó Grant. En casa disfrutaba del poder de un señor feudal, pero esto se hallaba limitado a los deseos que su servidumbre tuviese a estar fuera de la Seguridad Social. Pero sólo tenía que levantar el auricular del teléfono de Seguridad que había en un rincón, y funcionaría su auténtico poder, totalmente invisible y limitado únicamente por lo que el presidente desease averiguar. El dinero le daba su poder visible, las leyes de la herencia genética le daban su poder sobre el perro; pero, ¿qué era lo que le daba el auténtico poder del teléfono de Seguridad?
—¿A qué hora querría usted la cena, sir? —le preguntó Hapwood—. Por cierto, está aquí la señorita Sharon con un invitado.
—¿Un invitado?
—Sí, sir. Un joven, un tal señor Allan Torrey, sir.
—¿Han comido?
—Sí, sir. La señorita Ackridge llamó, para decir que usted llegaría tarde a la cena.
—Muy bien, Hapwood. Comeré ahora y veré a la señorita Grant y a su invitado después.
—Muy bien, sir. Informaré al cocinero. —Hapwood salió de la habitación, haciéndose invisible.
Grant sonrió de nuevo. Hapwood era otro personaje de la Seguridad Social y había crecido hablando un dialecto del que él no entendería nunca nada. Por alguna razón, se había sentido impresionado por los mayordomos ingleses que veía en la Tri-V y había cultivado sus modales… y ahora era conocido en todo el país, como el hombre perfecto para llevar una mansión.
Hapwood no lo sabía, pero Grant tenía informes de cada centavo que percibía su mayordomo: comisiones de los proveedores, contribuciones de los jardineros y su sorprendentemente bien llevado portafolio de inversiones. Hapwood podría, si quisiera, retirarse ya a su propia casa y llevar la vida del inversor Pagador de Impuestos.
¿Por qué?, se preguntó distraídamente Grant. ¿Por qué sigue aquí? A mí me hace la vida más fácil, pero, ¿por qué? Esto había intrigado lo bastante a Grant como para hacer que sus agentes investigasen a Hapwood, pero el hombre no estaba metido en otra política que no fuera el votar convencido por el Partido Unido. La única cosa sospechosa acerca de sus contactos era el refinamiento con el que extraía dinero de toda transacción relacionada con la Mansión Grant. Hapwood no tenía hijos, y sus necesidades sexuales quedaban satisfechas por infrecuentes visitas a las áreas marginales de las afueras de la isla.
Grant comió mecánicamente, apresurándose por acabar y reunirse con su hija; y, sin embargo, temía ver al chico que ella había traído a casa. Por un momento, pensó en utilizar el teléfono de Seguridad para averiguar más acerca de él, pero agitó irritadamente la cabeza. El pensar demasiado en términos de Seguridad no era bueno. Por una vez, iba a ser un padre normal, recibiendo al novio de su hija y nada más.
Dejó la cena inacabada, sin pensar en cuánto habrían costado los restos del filete, ni que, probablemente, Hapwood se encargaría de vendérselos a alguien, y se fue a la biblioteca. Se sentó tras el enorme escritorio de maderas aromáticas de Oriente y se tomó un brandy.
Tras él, y a ambos lados, las paredes estaban cubiertas de estanterías para libros, inmaculadamente desprovistos de polvo, relatos de las gentes de imperios desaparecidos. Hacía años que no había leído ninguno. Ahora, toda su lectura se limitaba a los informes de brillantes tapas rojas. Los informes contaban historias vivas de gentes vivas pero, en ocasiones, a altas horas de la noche, Grant se preguntaba si su país no estaría tan muerto como los imperios de los libros.
Grant amaba a su país, pero odiaba a su pueblo, a todos ellos: a Karins y la nueva generación, a los drogados ciudadanos en sus islas de la Seguridad Social, a los satisfechos Pagadores de Impuestos, firmemente agarrados a sus privilegios. Entonces, ¿qué es lo que me gusta a mí?, se preguntó. Sólo nuestra historia, y la grandeza que, en otro tiempo, fueron estos Estados Unidos; que es algo que sólo se encuentra en estos libros y en los viejos edificios, nunca en los informes de la Seguridad.
¿Dónde están los patriotas? Todos ellos se han convertido en patriotas, hombres y mujeres estúpidos, siguiendo a un líder hacia la nada. Ni siquiera hacia la gloria.
Entonces entró Sharon. Era una chica encantadora, mucho más guapa de lo que lo había sido su madre; pero le faltaba la gracia de ésta. Hizo pasar a un chico alto, de poco más de veinte años.
Grant estudió al recién llegado, mientras se le acercaban. Un chico de buen aspecto: cabello largo, bien cortado, un bigote muy conservador para los que se usaban en estos días. Una túnica azul y violeta, pañuelo de cuello rojo… algo chillón, pero incluso John hijo se vestía con ropas chillonas cuando se quitaba el uniforme del CD.
El chico caminaba con aire dubitativo, casi tímido, y Grant se preguntó si sería por miedo a él y a su puesto en el Gobierno, o sólo el natural nerviosismo de un joven que está a punto de ser presentado al rico padre de su novia. El pequeño diamante en la mano de Sharon resplandecía a la luz amarillenta del hogar, mientras ella mantenía la mano en una postura nada natural.
—Papi, yo… Te he hablado mucho de él, éste es Allan. ¡Y justo acaba de pedirme que me case con él!
Grant vio que ella centelleaba, y que hablaba confiadamente, segura de su aprobación, sin pensar siquiera que pudiera objetar algo. Se preguntó si Sharon no sería la única persona del país que no le temía. Exceptuando a John hijo, que no tenía por qué tener miedo a nada. John estaba fuera del alcance del teléfono de Seguridad. La flota del CD se cuidaba de los suyos.