—Hablo en serio cuando digo lo de apoyarte —repitió Ardway—. Aún pienso que te equivocas, pero respecto a esto, sólo puede haber una política… y espero que la tuya funcione.
—Mira, Martine, no podemos seguir tratando a los rebeldes como si fueran traidores. Los necesitamos demasiado. No hay demasiados rebeldes aquí, pero si pongo en práctica las Leyes de Confiscación, esto causaría resentimiento en el Este. Y ya hemos tenido bastante guerra sangrienta. —Roger se desperezó y bostezó—. Perdóname, ha sido un día muy duro y ya ha pasado mucho tiempo desde que yo era minero. En aquel tiempo podía trabajar todo el día perforando y pasar toda la noche bebiendo.
Ardway se alzó de hombros; como Roger, en otro tiempo había sido minero; pero a diferencia del alcalde no había conservado la línea. No estaba muy gordo, pero se había convertido en un hombretón calvo y redondo, con una barriga que se le salía por encima de su cinto militar. Eso le estropeaba la estampa marcial cuando vestía de uniforme, que era algo que hacía tanto como le era posible.
—Tú estás al mando, Roger. Y yo no me pondré en tu camino. Quizá incluso puedas atraer a tu lado a las viejas familias rebeldes contra esa estúpida aventura imperialista que está propugnando Franklin. Dios sabe que ya tenemos bastantes problemas en casa como para necesitar ir buscando más. Creo… ¿Qué infiernos está pasando ahí?
Alguien estaba gritando abajo en la ciudad.
—¡Buen Dios! ¿Qué son esos disparos? —preguntó Roger—. Será mejor que lo averigüemos.
De mala gana se levantó del sillón de cuero.
—¿Aló… aló… qué es esto? El teléfono no funciona, Martine. No hay línea.
—Eso
eran
disparos —dijo el coronel Ardway—. No me gusta esto… ¿Rebeldes? El correo llegó esta tarde pero, ¿crees que podía llevar rebeldes a bordo? Será mejor que bajemos a ver qué pasa. ¿Seguro que el teléfono no funciona?
—Está totalmente muerto —dijo Hastings con voz baja—. ¡Dios, espero que no sea una nueva rebelión! De todos modos, llama a tus tropas.
—Bien. —Ardway sacó un comunicador de la bolsa de su cinto. Habló por el mismo con creciente agitación—. ¡Roger, aquí hay algo que va muy mal! ¡No estoy obteniendo otra cosa que estática! ¡Alguien está interfiriendo toda la banda de las comunicaciones!
—Tonterías. Estamos cerca del periastro. Eso es culpa de las manchas solares. —Hastings sonaba confiado, pero por dentro estaba rezando: No más guerra.
No sería una amenaza para Puerto Allan y la Península… allí no había más que un puñado de rebeldes, pero les pedirían tropas para que fueran al Este, a combatir en las áreas rebeldes como la Meseta de Ford y el Valle de Columbia. ¡Era todo tan jodidamente repugnante! Recordaba haber tenido que prender fuego a ranchos y plantaciones en el último estallido.
—¡Maldita sea! ¿Es que esa gente no sabe que las guerras les están costando a ellos más que lo que pierden los mercaderes de Franklin? —Pero ya estaba hablando a una habitación vacía. El coronel Ardway había corrido afuera y estaba llamando a los vecinos para que saliesen equipados militarmente.
Roger le siguió al exterior. Hacia el oeste, Franklin iluminaba la noche con diez mil veces más luz de la que jamás había lanzado la Luna sobre la Tierra. Había soldados subiendo por la ancha avenida que llegaba desde la parte central de la ciudad.
—¿Qué infiernos…? ¡Ésos no son rebeldes! —gritó Hastings. Eran hombres con uniformes de combate de sinticuero y se movían con demasiada precisión. Aquéllos eran soldados regulares.
Se oyó un rugido de motores. Una oleada de helicópteros pasó por encima. Roger oyó vehículos de cojín de aire en el parque y vio que al menos doscientos soldados corrían decididos por la calle hacia su hogar. Frente a cada casa de abajo un grupo de cinco hombres se paraba y desplegaba.
—¡A las armas! ¡La Milicia a las armas! ¡Rebeldes! —gritaba el coronel Ardway. Había reunido ya a una docena de hombres, ninguno de ellos provisto de armadura, y las mejores armas que tenían eran rifles.
Ardway seguía gritando:
—¡A cubierto! ¡Abrid fuego! ¡A voluntad! —Su voz mostraba determinación, pero tenía un tono de miedo—. ¡Roger, métete dentro, coño! ¡So idiota!
—Pero… —Las tropas que avanzaban no estaban a más de cien metros de distancia. Uno de los milicianos de Ardway disparó con un fusil automático desde la puerta de la casa de al lado. Las tropas uniformadas de cuero se dispersaron y alguien empezó a gritar órdenes.
Sonó fuego, que empezó a batir la casa. Roger seguía en el jardín delantero, anonadado sin acabar de creérselo, mientras la pesadilla proseguía bajo la brillante luz rojiza de Franklin. Las tropas volvieron a avanzar incontenibles, y no hubo más resistencia por parte de la Milicia.
Todo ha pasado tan deprisa
. Incluso en el mismo momento en que Roger pensaba en esto, las filas de hombres ataviados de cuero habían llegado hasta él. Un oficial alzó un megáfono:
—OS ORDENO QUE OS RINDÁIS EN NOMBRE DE LOS ESTADOS LIBRES DE WASHINGTON. QUEDAOS EN VUESTRAS CASAS Y NO TRATÉIS DE RESISTIR. SE DISPARARÁ SIN PREVIO AVISO CONTRA LOS HOMBRES ARMADOS.
Un destacamento de cinco hombres corrió al lado de Roger Hastings, hasta llegar a la puerta de su casa. Eso le hizo salir de su atontamiento.
—¡Juanita! —gritó, y corrió hacia la puerta.
—¡ALTO! ¡ALTO O DISPARAMOS! ¡USTED, ALTO!
Roger siguió corriendo sin escuchar nada.
—¡FUEGO DE ESCUADRA!
—¡ORDEN ANULADA!
Mientras Roger llegaba a la puerta, fue agarrado por uno de los soldados y lanzado contra la pared.
—Estése quieto aquí —dijo con mal talante el soldado—. Monitor, tengo un prisionero.
Otro soldado llegó a la amplia entrada. Tenía una carpeta de clip y miró hacia arriba al número de la casa, comprobándolo en sus papeles.
—¿Señor Roger Hastings? —preguntó.
Roger asintió, atontado. Luego se lo pensó mejor:
—No, soy…
—No le va a servir eso —le dijo el soldado—. Tengo su foto, señor alcalde.
Roger asintió de nuevo. ¿Quién era aquel hombre? Había oído muchos acentos distintos, y el oficial con las notas tenía un nuevo acento, distinto al de los demás.
—¿Quién es usted? —le preguntó.
—El teniente Jaimie Farquhar de la Legión Mercenaria de Falkenberg, actuando con la autoridad de los Estados Libres de Washington. Está usted bajo arresto militar, señor alcalde.
Hubo más disparos fuera. La casa de Roger no había sido tocada, todo parecía absolutamente normal. Era algo que aún hacía que sintiese más horror.
Una voz llamó desde arriba:
—La esposa y chicos están aquí, teniente.
—Gracias, monitor. Pídale a la señora que baje, por favor. Señor alcalde, le ruego que no se preocupe por su familia. No hacemos la guerra a los civiles. —Se oyeron más disparos en la calle.
Un millar de preguntas bullían en la mente de Roger. Se quedó, atontado, tratando de organizarías en algún orden.
—¿Han matado ustedes al coronel Ardway? ¿Quién sigue luchando ahí fuera?
—Si se refiere usted a ese gordo de uniforme, está a salvo. Pero lo tenemos bajo custodia. Por desgracia, una parte de su Milicia ha desoído la orden de rendición, y lo van a pasar mal.
Como para dar énfasis a sus palabras, se oyó el apagado estallido de una granada, luego la ráfaga de una metralleta, contestada por el lento tiro deliberado de un rifle automático. Los sonidos de batalla pasaron la cima de la colina, pero por encima del ruido de las olas aún se escuchaban disparos y gritos de mando.
El teniente Farquhar estudió su carpeta de clip.
—Alcalde Hastings y coronel Ardway. Sí, gracias por identificarlo. Tengo órdenes de llevarles a ambos al puesto de mando. ¡Monitor!
—¡Señor!
—Su manípulo permanecerá aquí de guardia. No permitirá que nadie entre en la casa. Sea educado con la señora Hastings, pero manténgala aquí a ella y a los niños. Si hay algún intento de saqueo, usted lo impedirá. Esta calle está bajo la protección del Regimiento. ¿Entendido?
—¡Señor!
El enjuto oficial asintió, satisfecho.
—Si quiere venir conmigo, señor alcalde, tengo un coche en el parque. —Mientras Roger le seguía anonadado, se fijó en el reloj del vestíbulo. Había jurado el cargo de alcalde hacía menos de once horas.
El Puesto de Mando Regimental se hallaba en la Sala de Juntas de la Alcaldía, con el despacho de Falkenberg en una pequeña salita adjunta. La Sala de Juntas misma estaba llena de instrumental electrónico y repleta de estafetas, mientras el mayor Savage y el capitán Fast controlaban la ocupación militar de Puerto Alian. Falkenberg controlaba el desarrollo de la situación en los mapas que mostraba el sobre de su escritorio.
—¡Todo ha sido tan rápido! —decía Howard Bannister. El regordete ministro de la Guerra agitó incrédulamente su cabeza—. ¡Nunca pensé que lo pudieran hacer!
Falkenberg se alzó de hombros:
—La infantería ligera puede moverse rápido, señor secretario. Pero nos ha costado un precio: tuvimos que dejar el tren de artillería en órbita, con la mayor parte de nuestros vehículos. Puedo equiparme con el material capturado, pero andamos un poco cortos en transporte. —Contempló cómo las luces destellaban confusas por un instante en el cuadro que tenía ante él, antes de que prosiguiese la imparable marcha de las luces rojas transformándose en verdes.
—Pero ahora están ustedes sin artillería —dijo Bannister—. Y el Ejército Patriota no tiene ninguna.
—No se puede tener todo. Disponíamos de menos de una hora para descargar y dejar que los botes de Dayan se fuesen del planeta antes de que pasase por encima el satélite espía. De este modo, tenemos la ciudad y nadie sabe que hemos desembarcado. Si las cosas siguen así, la primera noticia que tendrán los Confederados acerca de nosotros será cuando deje de funcionar su mirón electrónico.
—Tuvimos algo de suerte —comentó Bannister—: El barco en el puerto, las comunicaciones con el continente cortadas…
—No confunda la suerte con los factores que se emplean para tomar decisiones —le indicó Falkenberg—. ¿Para qué iba a tomar yo un lugar tan aislado, un agujero lleno de Leales, si no tuviera sus ventajas?
En su fuero interno sabía más de lo que decía: la central telefónica ocupada por los exploradores infiltrados, la planta de energía casi sin vigilancia y cayendo a los tres minutos de combate… Era la suerte con la que uno podía contar teniendo buenos hombres, pero al fin y al cabo era suerte.
—Perdóneme. —Tocó un control en respuesta a un sonido zumbante—. ¿Sí?
—Llega un tren de las minas, John Christian —le informó el mayor Savage—. Tenemos ocupada la estación, ¿lo dejamos pasar por el control que tenemos en las afueras de la ciudad?
—Seguro. Ajustémonos al plan, Jerry, por favor. —Los mineros que volvían a casa tras una semana de trabajo en las laderas del Cráter de Trainer se iban a llevar una buena sorpresa.
Esperaron hasta que todas las luces hubieron cambiado a verde. Todos los objetivos habían sido tomados: plantas de energía, comunicaciones, las casas de los ciudadanos más destacados, los edificios públicos, la estación del ferrocarril y el aeropuerto, el cuartelillo de la Policía… Puerto Allan y sus once mil ciudadanos estaban bajo su control. Una pantalla de marcador horario indicaba los minutos que quedaban para que el satélite espía estuviera encima.
Falkenberg habló por el intercomunicador:
—Sargento mayor, tenemos veintinueve minutos para hacer que este lugar parezca normal para esta hora de la noche. Ocúpese de ello.
—¡Señor! —la voz, desprovista de emoción, de Calvin, resultaba reconfortante.
—De todos modos, no creo que los Confederados pasen demasiado tiempo examinando las fotos de estos lugares perdidos —le dijo Falkenberg a Bannister—. Pero es mejor no correr riesgos.
Rugieron motores mientras los coches y los helicópteros eran puestos a cubierto. Otro helicóptero voló por encima, buscando algo que se hubieran olvidado de ocultar.
—Tan pronto como esa cosa haya pasado, que las tropas suban al buque correo —ordenó Falkenberg—. Y mándenme aquí al capitán Svoboda, al alcalde Hastings, y al coronel de la Milicia local… Ardway, ¿no es así?
—Sí, señor —le contestó Calvin—. Coronel Martine Ardway. Miraré si se encuentra en condiciones, coronel.
—¿En condiciones, sargento? ¿Resultó herido?
—Tenía una pistola, coronel. Una de doce milímetros, bala grande y lenta, que no podía penetrar las armaduras, pero que dejó muy magullados a un par de soldados. El monitor Badnikov lo derribó de un culatazo. El médico dice que no le pasa nada.
—Muy bien. Compruebe si puede venir aquí, quiero verle.
—Señor.
Falkenberg se volvió a su mesa y usó el ordenador para producir un mapa planetario:
—¿A dónde iría el buque de suministros desde aquí, señor Bannister?
El ministro trazó una ruta con el dedo:
—Debería permanecer, y será mejor que lo haga, dentro de la cadena de islas. En este planeta, nadie que no sea un suicida saca a los barcos a alta mar. Sin tierras que los interrumpan, los mares aquí llegan a tener olas de sesenta metros durante las tormentas. —Siguió el camino desde Puerto Allan hasta Cabo Titán, luego por entre una cadena de islas hasta el Mar de los Marineros—. La mayoría de los barcos se detienen en la Bahía de Preston para entregar manufacturas metálicas destinadas a las granjas y ranchos que hay arriba de la Meseta de Ford. Toda esa zona es territorio Patriota y usted podría liberarla de un solo golpe.
Falkenberg estudió el mapa, y luego dijo:
—No. ¿Así que la mayoría de los barcos se detienen aquí… van algunos directamente hasta Astoria? —señaló a una ciudad situada a mil ochocientos kilómetros al este de la Bahía de Preston.
—Sí, a veces… Pero los Confederados tienen una guarnición muy grande en Astoria, coronel. Mucho más grande que la que hay en Bahía de Preston. ¿Para qué recorrer dos mil quinientos kilómetros para combatir a una fuerza enemiga muy superior, cuando tenemos buen territorio Patriota a la mitad de distancia?
—Por la misma razón por la que los Confederados no tienen demasiadas fuerzas en la Bahía de Preston: porque está aislada. Los ranchos de la Meseta de Preston están muy desparramados… Mire, señor ministro, si tomamos Astoria tenemos la llave de todo el Valle del Río Columbia. Los Confederados no sabrán si vamos a ir hacia el norte, hasta el Transbordador de Doak, hacia el este en dirección a las Grandes Horcas, para luego seguir hacia las llanuras de la capital, o hacia el oeste, camino de la Meseta de Ford. Si tomo primero la Bahía de Preston sabrán lo que intento luego, porque desde allí sólo hay una cosa que pueda hacer alguien en sus cabales.