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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (17 page)

BOOK: El mal
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Afortunadamente, Pascal pudo ahuyentar pronto la sombra de su responsabilidad en el suicidio de Daniel Lebobitz, un pensamiento que se había alojado en su cerebro. Lo único que él pretendía era que se entregara a la policía, nada más. Pero Lebobitz se había comportado como lo que era: un cobarde. Allá él, había escogido su propio castigo por un pasado que solo ahora cerraba su última página.

Daniel Lebobitz había estado disfrutando de una impunidad que tenía los días contados. Subestimar el poder del tiempo acarreaba un elevado precio. Pascal extrajo de aquellos hechos una conclusión irrefutable: no había nada más inútil, más absurdo, que pretender huir del pasado. Tarde o temprano te alcanza. Siempre.

Ante el Viajero, sin embargo, lo único que se extendía era la infinita planicie de un futuro plagado de incógnitas.

CAPITULO 14

Jules miraba las siluetas apagadas de sus muñecos de látex, monstruos que él esculpía como entretenimiento y que ahora habían pasado a convertirse en mudos compañeros de velada. No había pegado ojo en toda la noche. De nuevo. Intuyó agradecido la atenuación de la oscuridad en el exterior, que iba perdiendo solidez más allá de la ventana de su dormitorio. Se revolvió en su lecho, impaciente por que la mañana terminara de definirse. Anhelaba esa luz rosada de París que tapizaba las nubes al amanecer, anunciando —por fin— el momento de iniciar la actividad del día. Así podría hacer cosas, distraerse, ya que durante la noche ni siquiera había logrado dedicarse a navegar por la red o a leer —sus habituales antídotos ante el insomnio—, dominado por un misterioso estado semiletárgico que, cada vez con más fuerza, lo dejaba tirado sobre la cama. Horas y horas quieto, mudo, con los ojos abiertos, percibiendo el murmullo de su propia respiración demasiado regular para no estar dormido. En ocasiones ni siquiera era capaz de determinar si aquella implacable vigilia a la que se veía abocado cada madrugada formaba parte de un sueño, si en realidad soñaba que no dormía o si, por el contrario, no perdía en ningún momento la consciencia.

Vaya infierno. Nunca se habría imaginado lo larga que podía hacerse una noche.

Conforme transcurrían los días, aquella tortura daba la impresión de intensificarse. La noche parecía absorberle las fuerzas, incluso la memoria, pues al levantarse por las mañanas no conseguía recordar a qué había dedicado tantas horas de forzosa inactividad. Solo permanecía en su abotargada cabeza la sensación de que no había dormido, confirmada más tarde por su atontamiento general durante el día. Su nivel de atención y concentración en las clases había decaído mucho, y su caminar —que nunca había sido vigoroso precisamente— había pasado ahora a convertirse en un deambular arrastrado que recordaba el avance de un alma en pena. Hasta su tutor en el
lycée,
preocupado por su aspecto, le había llamado a su despacho para preguntarle si es que estaba tomando algo que afectaba a su salud.

—Nada, ni siquiera un porro —había contestado Jules, interpretando la indirecta del profesor—. Es que últimamente no duermo bien, eso es todo.

Así era: las noches se habían convertido en un interminable suplicio cuya mera proximidad comenzaba incluso a contaminar su estado de ánimo por las tardes, como si asistir a la creciente cercanía de la noche, al momento en que tendría que enfrentarse a la prolongada soledad de quien se desvela con la llegada de la oscuridad, le trajera el irritante recuerdo de aquella maldición.

Jules saltó de la cama, recuperando algo de su energía, esa energía que, traicionera, se fugaba al caer la tarde, dejando su cuerpo en
standby.
Tal vez se trataba de una secuela postraumática debida al impacto emocional sufrido la noche del ataque del asesino —del vampiro, tradujo Jules atajando versiones oficiales—, un efecto que surgía ahora, meses después. A veces ocurría, de hecho se trataba de un síndrome que habían soportado muchas de las personas que habían ayudado entre los escombros de las Torres Gemelas tras el atentado del 11 S.

La mente humana era un misterio. No obstante, Jules no pudo evitar recuperar aquella otra alternativa, mucho más angustiosa, que se deslizaba sobre él con la peligrosa sensualidad de un lamido en el cuello. Un lamido sobre su pequeña e inexplicable cicatriz.

¿Y si se estaba transformando en un vampiro?

Jules miraba al vacío, hundido en las arenas movedizas de sus propias cavilaciones. Desconocía de qué dependía la duración y fases de aquel proceso que conducía a la naturaleza no-muerta, pero cabía dentro de lo posible —¿qué no cabía dentro de lo posible desde la aparición de la Puerta Oscura?— que su sangre, apenas infectada en un principio, estuviera poco a poco corrompiéndose, generando ese letargo nocturno, antesala de algo mucho peor.

Los vampiros no duermen durante la noche
.

Jules tragó saliva, mientras buscaba con dedos temblorosos el tranquilizador pulso de su yugular, el táctil refugio al que siempre acudía cuando sus peores temores le asediaban.

Y los latidos siempre surgían allí —de momento—, otorgándole un aliento indispensable para mantener la cordura.

Una cordura que podía llegar a convertirse en la peor de las pesadillas. Porque nada era más torturante que la consciencia de la propia víctima durante un proceso de degeneración irreversible. Eso debía de provocar una agonía atroz.

Lo que Jules no había logrado reunir, a pesar de sus esfuerzos, era la convicción suficiente para compartir con Michelle esa teoría tan monstruosa, aquella sombra de condena que se cernía sobre él. Porque, de ser cierta, la obligaría a plantearse de forma inevitable el sacrificio de su amigo, única alternativa viable. Dilema fatal al que no quería exponer a Michelle. Ni exponerse él mismo, que, sobrecogido, dejaba pasar los días sin tomar una determinación, sin querer concretar una iniciativa que pudiera confirmar sus sospechas.

Jules lo sabía bien. No había solución para un infectado de vampirismo. Contenía la respiración, de pie junto a la cama. Se sentía como un paciente aguardando un diagnóstico que podía desahuciarlo, convertirlo de un plumazo en un enfermo terminal. Peor aún, en una amenaza para los demás.

Su pasión por el terror parecía dispuesta a devorarlo.

Jules no estaba preparado para enfrentarse a algo así. Prefería cobijarse bajo la ignorancia de su patología. No quería saber. Y así dejaba transcurrir cada jornada, sin perder la esperanza de dormir bien una noche y despertar a la mañana siguiente restablecido por completo. ¿Era factible?

Tal vez. Pero la posibilidad de que todo fuese un mal sueño se le antojó remota, porque solo sueña quien duerme. Y Jules no lo hacía. Desde hacía muchos días.

Suspiró. Comenzaba un nuevo día. Pronto, sus movimientos cansinos le conducirían hacia el
lycée.
Y descubriría lo mucho que empezaba a molestarle el sol.

Salió de su habitación rumbo hacia la ducha. Un único pensamiento ocupaba su mente:

Los vampiros no duermen durante la noche
.

* * *

—Buenos días, Marcel. Te he hecho madrugar.

La detective conocía bien los horarios de su amigo, que acababa de cerrar la puerta del despacho a su espalda.

—Hola, Marguerite —saludó el forense mientras tomaba asiento al otro lado del escritorio—. Da igual. Por la cara que tienes, deduzco que tú tampoco has dormido mucho.

—Aciertas —ella movía la mole de su cuerpo hacia atrás—. Esta noche ha habido jaleo. No en nuestra zona, pero quise pasarme al escuchar el aviso de la central.

—Nunca aprenderás —la amonestó Marcel, divertido—. En el fondo te encanta acaparar problemas. Así puedes justificar tu mala leche.

—Desde luego, mi patético sueldo no.

Marguerite estudió el rostro del médico, reflejado en la capa de barniz de la mesa, y por una vez atisbo en él una inocencia pura. Tal vez no supiese nada, en realidad. De ahí las bromas. Por su parte, Marcel había detectado en ella un gesto furtivo muy familiar: una de sus manos acababa de soltar su inseparable collar de amatistas. El doctor Laville sabía cómo interpretar aquel signo: la detective estaba preocupada.

—Te ha durado poco la alegría por la condena de Goubert —observó.

Marguerite chasqueó la lengua.

—Ya sabes, esas alegrías duran lo que se tarda en cerrar el expediente. Las novedades vienen pisando fuerte. No la dejan a una aburrirse.

El forense sonrió.

—Intuyo que me vas a poner al corriente enseguida.

Marguerite tomó de un cajón un paquete de tabaco y, tras un suave tirón que dejó al descubierto su contenido, se lo ofreció.

—No, gracias —rechazó él, cortés—. Estoy intentando dejarlo.

—¿Otra vez?

—Ya ves.

Ella extrajo un cigarrillo del paquete. Lo sostuvo entre sus labios pintados, mientras aproximaba un encendedor coronado ya por una llama que danzaba entre temblores azulados. La detective mantenía la boca cerrada con tanta fuerza que el comienzo de la boquilla aprisionada del cigarrillo se había hundido por completo. Las tenues manchas de carmín sobre él se le antojaron al forense los restos sanguinolentos de un cuerpo aplastado. «Deformación profesional», se dijo.

Ella aspiró con fuerza el cigarrillo y luego fue soltando el humo, aflojando sus hinchadas mejillas en calculada progresión.

—Al menos el humo no te molestará —aventuró la detective, soltando una sonora carcajada.

—Ya te vale, Marguerite.

—Esta madrugada se ha suicidado un hombre —comunicó a su amigo—. Pronto llegará su cadáver al depósito.

Marcel se encogió de hombros.

—¿Eso es todo? París arroja una estadística de cientos de suicidios al año. Se trata de una triste normalidad. ¿O acaso sospechas que bajo esa apariencia se oculta un asesinato?

Marguerite entornó los párpados para analizar mejor el semblante de su amigo.

—No. El suicidio está confirmado.

—¿Entonces?

La detective se humedeció los labios, pensativa.

—Son las circunstancias las que me llaman la atención —reconoció—. A lo mejor no me he recuperado de lo que vivimos en el caso Delaveau, y ahora tiendo a desconfiar de todo. Pero lo que rodea este suicidio ofrece un aspecto... raro.

Marcel enarcó una ceja.

—Te escucho.

Ella no se hizo esperar:

—Según el testimonio de un testigo que vive frente al domicilio del fallecido, a eso de las dos de la madrugada oyó un estrépito de cristales rotos, por lo que se levantó de la cama y se asomó a una ventana. Pero solo llegó a ver a un chico joven introduciéndose en el portal de la casa donde vivía el suicida.

—¿No llamó a la policía?

—Tuvo dudas, tampoco había visto nada sospechoso. Y el chaval iba bien vestido, así que acabó pensando que se trataba de una gamberrada sin más, obra de un muchacho borracho que regresaba a su casa. Por eso no llamó.

—Entiendo.

—Tampoco hubiera hecho falta —añadió ella, con un toque irónico—. A los pocos minutos, alguien daba la alerta por incendio, precisamente en ese edificio. Así que no tardó en llegar personal.

—Pues ya es casualidad.

—¿Casualidad o causalidad, Marcel?

—Dímelo tú.

—El caso es que la rotura del vidrio del portal se efectuó a la distancia oportuna para poder alcanzar el picaporte interior. Una forma muy rudimentaria de acceder a una propiedad privada, ¿no te parece?

—Lo parece, desde luego —el interés del forense decaía de forma visible—. ¿Algo más? ¿Algo de verdad interesante?

—No hubo fuego en la casa —declaró Marguerite—. Fue una falsa alarma.

Ahora sí se irguió Marcel, cuya curiosidad despertaba por fin.

—¿No hubo fuego?

—No. Pero para cuando se confirmó la ausencia de peligro, todos los vecinos habían salido ya a la calle.

Marcel asintió.

—Supongo que todos menos uno, ¿no? El suicida se alegraría incluso de que las circunstancias se lo pusieran tan fácil. Se quedaría en su piso aguardando la llegada del fuego.

—Pues no —comunicó con rotundidad Marguerite, provocando la segunda sorpresa en el forense—. Según el testimonio de los vecinos, el suicida se apresuró a bajar tan rápido como los demás.

Marcel suspiró, extrañado.

—No se le ve con muchas ganas de morir, ¿verdad?

La detective estuvo de acuerdo.

—Al menos no parece la actitud de quien está a punto de acabar con su vida, desde luego.

—Lamentable —calificó Marcel, sarcástico—. Incluso en esos momentos de desesperación, uno debe aspirar a cierta coherencia personal, ¿no crees? El suyo no fue un comportamiento serio. No supo acabar con dignidad. ¿A qué venían esos últimos ramalazos de querer vivir?

Marguerite movió la cabeza repetidas veces.

—No es momento para ocurrencias macabras, Marcel —refunfuñó, llevándose de nuevo el cigarrillo a los labios—. Ha muerto una persona.

—Eres tú la que está removiendo su cadáver —se defendió Marcel—. No yo.

—Pero es que quedan detalles todavía. El forense se abstuvo por prudencia de volver a intervenir.

—El suicida, apellidado Lebobitz, no se quedó con el resto de vecinos en la calle.

—¿No?

El forense había fingido no conocer aquel apellido, a pesar de que acababa de resucitar en su memoria una historia que les contara el Viajero tiempo atrás.

—No. Volvió a entrar en la casa, desoyendo los consejos de los demás, cuando todavía se creía que la alarma de incendio era real.

—Bueno —el forense no pudo evitarlo, aunque algo le decía que no debía bromear al respecto—, o sea que al final ese tal Lebobitz sí se comportó como un suicida honesto.

Marguerite hizo caso omiso de aquel comentario, de una frivolidad inoportuna.

—El tipo subió y, a los pocos minutos, se precipitaba a la calle por una de las ventanas de su piso...

—... al descubrir que el fuego nunca llegaría a su casa —cortó Marcel—. Tuvo suerte, se ahorró una buena dosis de dolor. Resulta evidente que el tío había tomado la decisión de acabar con su vida y, al comprobar que las circunstancias no le iban a ayudar, tomó él la iniciativa. Coherencia personal, lo que te decía.

—¿Quieres dejar de tomártelo todo a broma? —ella se planteó si aquella aparente intrascendencia en las palabras de su amigo respondía a alguna estrategia de camuflaje; a raíz de las últimas experiencias con Marcel, había aprendido a vislumbrar en sus actuaciones segundas y terceras intenciones—. El tipo murió en el acto, claro. Se tiró desde una planta muy elevada. Pero es que además —añadió, perpleja—, dentro de su domicilio encontramos muebles volcados y desorden, las típicas señales de una pelea.

BOOK: El mal
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